—¿No se dio muy bien la montería? —preguntó el oficial.
—No —respondió Tarzán—, por estos andurriales, las piezas son muy asustadizas y lo cierto es que tampoco me seduce mucho matar pájaros o antílopes. Creo que me aventuraré por el sur y probaré a ver si me echo a la cara alguno de esos leones argelinos suyos.
—¡Estupendo! —exclamó el capitán—. Precisamente mañana nos ponemos en marcha rumbo a Jilfah. Por lo menos hasta allí gozará de nuestra compañía. Se nos ha ordenado, al teniente Gernois y a mí, con cien hombres, que patrullemos por la región del sur, donde los merodeadores están haciendo de las suyas y creando bastantes problemas. Es posible que tengamos el placer de cazar juntos ese león… ¿Qué me dice?
Tarzán se sintió más que complacido, y no dudó en confesarlo: pero el capitán se hubiera asombrado lo suyo de conocer el verdadero motivo de la satisfacción del hombre mono. Gernois estaba sentado frente a Tarzán. A él no pareció alegrarle tanto la invitación del capitán.
—Comprobará que la caza del león es mucho más emocionante que disparar sobre una gacela —comentó el capitán Gerard—. Y más peligrosa.
—El tiro a la gacela también entraña sus peligros —repuso Tarzán—. En especial cuando uno va solo. Lo descubrí hoy mismo. También he comprobado que aunque la gacela sea el más tímido de los animales, no es el más cobarde.
Tras sus palabras, en la mirada que dirigió a Gernois no puso más que indiferencia, ya que no deseaba que el hombre supiera que recelaba de él, ni que lo sometía a vigilancia, al margen de lo que pudiera pensar. Sin embargo, el efecto del comentario del hombre mono sobre el oficial acaso pudiera indicar su relación con, o su conocimiento de, ciertos sucesos recientes. Tarzán observó que una especie de tenue sonrojo mate ascendía desde la base del cuello de Gernois. Se sintió satisfecho y cambió rápidamente de conversación.
A la mañana siguiente, cuando la columna partió de Bu Saada hacia el sur, media docena de árabes cerraban la marcha.
—No forman parte del destacamento —contestó Gerard, en respuesta a la pregunta de Tarzán—. Simplemente se han sumado a nosotros como compañeros de viaje.
Desde su llegada a Argelia, Tarzán había aprendido lo suficiente acerca del carácter de los árabes como para comprender que aquella no era la auténtica razón, puesto que al árabe no le gustaba precisamente la compañía del extranjero y si ese extranjero eran soldados franceses, todavía menos. De modo que sus sospechas cobraron vida y decidió no perder de vista a aquella partida que marchaba tras la columna, a unos cuatrocientos metros de distancia. Pero ni siquiera durante los altos en el camino de las tropas se acercaron los árabes lo bastante como para que Tarzán pudiese darse el gusto de examinarlos a fondo.
Llevaba largo tiempo convencido de que tras su pista había asesinos mercenarios y tampoco albergaba grandes dudas de que en el fondo de aquella conjura estaba Rokoff. Lo que no llegaba a determinar con precisión era si tal seguimiento se debía al afán de venganza del ruso, por las veces que le había humillado y desbaratado sus planes, o si aquello estaba relacionado de alguna manera con la misión de Tarzán relativa a las andanzas de Gernois. En el caso de tratarse de esta última posibilidad, lo que parecía bastante probable dada la evidencia de que Gernois desconfiaba de él, Tarzán tendría entonces que contender con dos enemigos poderosos. Las zonas salvajes de Argelia hacia donde se encaminaban brindarían numerosas oportunidades para eliminar a cualquier adversario silenciosamente y sin despertar sospechas.
Después de acampar dos días en Jilfah, la columna reanudó la marcha en dirección suroeste, al llegarles noticias de que bandas de merodeadores actuaban en aquella región contra las tribus que tenían establecidos sus aduares al pie de las montañas.
El reducido grupo de árabes que les había acompañado desde Bu Saada desapareció repentinamente la misma noche en que se dio la orden de prepararse para salir de Jilfah a la mañana siguiente. Tarzán interrogó discretamente a algunos soldados, pero nadie supo aclararle el motivo por el que los árabes se fueron, ni la dirección que tomaron. No le gustó el aspecto del asunto, sobre todo teniendo en cuenta que había visto a Gernois conversando con uno de los árabes media hora después de que el capitán Gerard emitiera sus instrucciones relativas a la reanudación de la marcha. Sólo Gernois y Tarzán conocían la dirección que iban a tomar. Lo único que les dijo a los soldados fue que estuviesen listos para levantar el campamento a primera hora de la mañana. Tarzán se preguntó si Gernois no habría revelado a los árabes el punto de destino del destacamento.
Muy entrada la tarde del día siguiente, las tropas acamparon en un pequeño oasis en el que se encontraba el aduar de un jeque al que los malhechores robaban cabezas de ganado y asesinaban pastores. Los árabes salieron de sus tiendas de piel de cabra y se apiñaron en torno a los soldados, a los que hicieron infinidad de preguntas en su lengua nativa, ya que la tropa estaba constituida por naturales del país. Por entonces, Tarzán, con la ayuda de Abdul, había aprendido a chapurrear algo de árabe, lo que le permitió interrogar a uno de los muchachos que acompañaban al jeque, mientras éste presentaba sus respetos al capitán Gerard.
No, el joven no había visto ninguna partida de seis jinetes procedente de Jilfah. Había otros oasis diseminados por la región, era muy posible que se hubiesen dirigido a alguno de ellos. Claro que aquella gente podían ser forajidos de las montañas: a menudo cabalgaban hacia el norte en pequeños grupos, hacia Bu Saada, e incluso a veces llegaban hasta Aumale y Buira. A decir verdad, también podía tratarse de alguna cuadrilla de merodeadores que regresaran de alguna de esas ciudades, a las que habrían ido a divertirse un poco.
A primera hora de la mañana siguiente, el capitán Gerard dividió sus tropas en dos columnas. Puso al teniente Gernois al mando de una de ellas y él encabezó la otra. Explorarían los montes, a ambos lados de la llanura.
—¿En qué destacamento prefiere ir monsieur Tarzán? —preguntó el capitán—. ¿O quizás no tiene ningún interés en cazar merodeadores?
—¡Oh, me encantará participar en esa montería! —se apresuró a aceptar el hombre mono.
Llevaba un rato devanándose los sesos en busca de una excusa plausible que le permitiera integrarse en la partida de Gernois. Su preocupación tuvo corta vida y aquella sugerencia inesperada le produjo un alivio inmenso. El propio Gernois le echó la mano definitiva:
—Si a mi capitán no le importa prescindir por esta vez del placer de la compañía de monsieur Tarzán, consideraría un honor que el señor Tarzán me acompañase hoy.
Su tono no carecía de cordialidad. Realmente, Tarzán imaginó que se había pasado un poco en ello, pero, no obstante, algo atónito y complacido, se apresuró a manifestar su satisfacción.
Y así fue como Tarzán y el teniente Gernois cabalgaron uno junto a otro a la cabeza del pequeño destacamento de espahís. La cordialidad de Gernois duró poco. En cuanto quedaron fuera de la vista del capitán Gerard y sus hombres, el teniente adoptó su habitual talante taciturno. A medida que avanzaban, el terreno se hacía más escabroso. Era una subida constante hacia las montañas, en las que entraron, hacia las doce del mediodía, a través de un estrecho desfiladero. Gernois detuvo la marcha a la orilla de un arroyo. Allí, los soldados prepararon y consumieron su frugal almuerzo y después llenaron las cantimploras de agua.
Tras descansar una hora, reemprendieron su avance por el desfiladero, para desembocar en un pequeño valle, del que partían diversas gargantas rocosas. Hicieron un alto y Gernois se plantó en el centro de la depresión y examinó minuciosamente las alturas que los rodeaban.
—Nos separaremos aquí —determinó el oficial—, formaremos varias patrullas y cada una de ellas avanzará por una de esas cañadas.
Destacó los diversos grupos y dio las pertinentes instrucciones a los sargentos a los que asignó el mando de cada una de las patrullas. Al concluir, se dirigió a Tarzán:
—Usted tendrá la bondad de quedarse aquí hasta que regresemos.
Tarzán manifestó su disconformidad, pero el teniente le cortó en seco:
—Es posible que cada uno de estos pelotones tenga que entablar combate —dijo—, y los civiles no pueden encontrarse en medio de la lucha porque entorpecerían a los soldados durante la acción.
—Pero, mi querido teniente —protestó Tarzán—, estoy más que dispuesto y deseoso de ponerme bajo su mando o del de cualquiera de sus sargentos o cabos y combatir con la tropa, de acuerdo con las órdenes que me den. Para eso he venido.
—Me alegraría considerarlo así —replicó Gernois, con una burlona ironía que no se molestó en ocultar. Añadió, cortante—: Está bajo mis órdenes y éstas son que se quede aquí hasta que regresemos. Asunto concluido.
Dio media vuelta, picó espuelas y se alejó a la cabeza de sus hombres. Instantes después, Tarzán se encontró completamente solo en medio de la desolada fortaleza que constituían las montañas.
Caía un sol de justicia, así que el hombre mono buscó la protección de un árbol cercano, al que ató la cabalgadura, para a continuación sentarse en el suelo y ponerse a fumar. Maldijo en su fuero interno a Gernois por la faena que le había hecho. Una venganza miserable, pensó, pero de súbito le asaltó la idea de que el teniente no podía ser tan estúpido como para buscarse su animosidad ocasionándole a él un fastidio tan trivial. Sin duda se ocultaba algo más profundo detrás de aquello. Una sospecha germinó en su mente y Tarzán sacó el rifle de la funda. Abrió la recámara y comprobó que el cargador estaba al completo. Luego examinó el revólver. Realizada aquella precaución preliminar escrutó las laderas y cimas de los montes circundantes, así como las bocas de las diversas gargantas… estaba firmemente resuelto a que no le sorprendiesen con la guardia baja.
El sol fue bajando y bajando en el cielo, sin que se apreciara el menor indicio de que volvían los espahís. Por último, las sombras envolvieron el valle. Tarzán tenía demasiado amor propio para regresar al campamento sin haber concedido a las patrullas un amplio plazo para que regresaran al valle, que era el tácito punto de concentración. Cuando cerró la noche se sintió más a salvo de cualquier posible ataque, ya que la oscuridad era una circunstancia en la que se sentía a gusto. Sabía que nadie era capaz de acercársele tan cautelosamente como para eludir la sensibilidad y agudeza de sus alertados oídos; además contaba también con los ojos, cuya mirada podía atravesar las tinieblas nocturnas; y con el olfato, que igualmente podía percibir en el aire la presencia de un enemigo incluso aunque se encontrara abastante distancia.
De modo que daba por supuesto que corría escaso peligro y eso le proporcionó tal sensación de seguridad que se quedó dormido, con la espalda apoyada en el tronco del árbol.
Su sueño debió de prolongarse varias horas, ya que cuando súbitamente le despertó el resoplido y el piafar del asustado caballo, el resplandor de una luna llena iluminaba el valle. Y allí, a menos de diez pasos de él, vio la causa del terror de su montura.
Soberbio, majestuoso, vibrante y extendida la airosa cola, con los brillantes ojos clavados en su presa, se erguía
Numa
el
adrea,
el león negro. Un leve estremecimiento de alegría hormigueó por el sistema nervioso de Tarzán. Era como volver a encontrar a un viejo amigo, tras largos años de separación. Durante un momento se mantuvo rígido mientras disfrutaba del magnífico espectáculo que ofrecía el' señor del desierto.
Pero
Numa
se agazapaba ya para saltar. Muy despacio, Tarzán se echó el rifle a la cara. Nunca, en toda su vida, había matado a un animal grande con arma de fuego, hasta aquel momento siempre se valió del venablo, de las flechas envenenadas, de la cuerda, del cuchillo o simplemente de las manos. Lamentó de modo instintivo no disponer de sus flechas y de su cuchillo… se hubiera sentido más seguro con ellos.
Numa
tenía ya todo el cuerpo aplastado contra el suelo, sólo presentaba la cabeza. Tarzán hubiera preferido disparar ligeramente ladeado, porque no ignoraba que, de vivir un par de minutos o incluso nada más que uno, el león podía ocasionar un daño tremendo. A espaldas de Tarzán, el caballo temblaba de pánico. Con enorme cautela, el hombre mono dio un paso lateral…
Numa
sólo le siguió con los ojos. Tarzán dio otro paso. Y otro más.
Numa
siguió inmóvil. En su nueva posición, el hombre mono podía ahora disparar sobre un punto situado entre el ojo y la oreja.
Tarzán curvó el dedo en torno al gatillo y, al mismo tiempo que sonaba el disparo,
Numa
saltó. Simultáneamente, el empavorecido caballo realizó un frenético esfuerzo para escapar, rompió la cuerda que lo trababa y salió disparado desfiladero abajo, hacia el desierto.
Un hombre corriente no habría podido escapar a las aterradoras garras de
Numa
cuando el león saltaba desde una distancia tan corta, pero Tarzán no era un hombre corriente. Las necesidades de la supervivencia en un medio tan hostil como la selva virgen habían adiestrado los músculos de Tarzán, desde la más tierna infancia, acostumbrándolos a actuar con la rapidez del rayo. Por muy veloz que fuese el
adrea
, Tarzán lo era mucho más, así que el enorme felino se estrelló contra el tronco del árbol cuando esperaba caer sobre la blanda carne del hombre. Tarzán de los Monos se encontraba ya dos pasos a la derecha de la fiera, desde donde donde disparó otro proyectil sobre el cuerpo del león. El impacto derribó al
adrea
de costado, donde quedó dando zarpazos al aire y emitiendo feroces rugidos.
El hombre mono hizo fuego dos veces más, en rápida sucesión, y, finalmente, el
adrea
quedó inmóvil y no volvió a rugir. No fue monsieur Jean Tarzán, sino Tarzán de los Monos, quien posó el fiero pie encima del cuerpo de la salvaje presa y, elevando el rostro hacia la luna llena, lanzó al aire, a pleno volumen de su poderosa voz, el escalofriante alarido retador de los de su tribu: el grito del mono macho que acaba de matar a un adversario. Y las salvajes criaturas de las montañas se detuvieron sorprendidas y temblaron ante aquella nueva y terrible voz, mientras en el terreno bajo del desierto los hijos de las soledades salían de sus tiendas de piel de cabra y dirigían la vista hacia la sierra, al tiempo que se preguntaban qué nuevo y sanguinario flagelo llegaba dispuesto a arrasar sus rebaños.