Un momento después, cuando reconoció a Tarzán, a los demás les costó un trabajo ímprobo convencerle de que el dolor no le había desequilibrado el cerebro, porque al igual que los demás miembros de la partida, tenía la absoluta certeza de que el hombre-mono había muerto. Y no dejaba de resultarle un problema serio conciliar esa certeza con el aspecto de plenitud vital que presentaba el «dios de la selva» de Jane. Al anciano le desconcertó un tanto la noticia del fallecimiento de Clayton. Por cierto detalle cronológico.
—No logro entenderlo —dijo—. Monsieur Thuran nos aseguró que Clayton había muerto hace muchos días.
—¿Thuran está con ustedes? —inquirió Tarzán.
—Sí, nos encontró hace poco y nos condujo a la cabaña de usted. Estamos acampados a cierta distancia de ella, al norte. ¡Dios mío, cuánto se va a alegrar de verles!
—¡Y cuánto se va a sorprender! —comentó Tarzán.
Poco después el extraño grupo llegaba al claro en el que se encontraba la cabaña del hombre-mono. El calvero rebosaba de afanosas personas que iban de un lado a otro. D'Arnot debió de ser la primera que reconoció Tarzán.
—¡Paul! —exclamó—. Por todos los santos, ¿qué haces aquí? ¿O es que nos hemos vuelto todos locos?
Sin embargo, la explicación fue rápida y sencilla, como ocurre con muchas cosas que a primera vista parecen extrañas. El buque de D'Arnot patrullaba a lo largo de la costa cuando, a sugerencia del teniente, se decidió anclar frente al pequeño puerto natural para echar un vistazo a la cabaña y a la selva en la que varios oficiales y miembros de la tripulación habían vivido una emocionante aventura dos años atrás. Al desembarcar, encontraron allí a la partida de lord Tennington, por lo que ya se estaban llevando a cabo los preparativos precisos para trasladarlos a bordo a la mañana siguiente y llevarlos de nuevo a la civilización.
Hazel Strong y su madre, Esmeralda y el señor don Samuel T. Philander, recibieron un auténtico baño de felicidad ante el regreso de Jane Porter. La salvación de la muchacha les parecía un verdadero milagro o poco menos y todos estuvieron de acuerdo en que sólo Tarzán de los Monos hubiera podido llevar a cabo una hazaña de tales proporciones. Colmaron de elogios y atenciones al hombre-mono, que se sintió enormemente incómodo ante tanto homenaje y hasta llegó a desear volver al anfiteatro de los simios.
Todo el mundo mostró gran interés por sus waziris y los negros recibieron numerosos regalos de los amigos de su rey, pero cuando se enteraron de que éste seguramente zarparía en aquella gran canoa fondeada a una milla del litoral y se alejaría de ellos, la tristeza los invadió.
Hasta entonces, ni Tarzán ni Jane habían visto el menor rastro de lord Tennington y monsieur Thuran. Ambos habían salido juntos a cazar a primera hora de la mañana y aún no estaban de vuelta.
—¡Menuda sorpresa se va a llevar ese hombre que, según dices, se llama Rokoff! —le comentó Jane a Tarzán.
—Una sorpresa que le va a durar poco —replicó el hombre-mono, ceñudo.
En su tono había algo tan ominoso que Jane levantó la cabeza para mirarle alarmada. Lo que leyó en la expresión de Tarzán evidentemente confirmó sus temores, porque se apresuró a ponerle la mano en el brazo y a rogarle que entregara al ruso a las autoridades y leyes de Francia.
—En el corazón de la jungla, mi vida —argumentó Jane—, donde no existe más derecho ni justicia a la que apelar que a tus propios músculos, te asistiría el derecho a ejecutar sobre ese hombre la sentencia que merece. Pero tienes a tu disposición el fuerte brazo de la ley de un gobierno civilizado, por lo que si lo mataras ahora, sería un asesinato. Incluso a tus propios amigos no les quedaría más remedio que arrestarte y, si te resistieras a la detención, nos lanzarías otra vez a todos a la desdicha. No soportaría volver a perderte, cariño mío. Prométeme que lo entregarás al capitán Dufranne y que permitirás que la ley siga su curso… Esa fiera no merece que por su culpa pongamos en peligro nuestra felicidad.
Tarzán comprendió la sensatez de tales palabras e hizo la promesa que Jane le solicitaba. Media hora después salían de la jungla Rokoff y Tennington. Marchaban uno junto a otro. Tennington fue el primero en percatarse de la presencia de extraños en el campamento. Vio a los guerreros negros parloteando con los tripulantes del crucero y después a un gigante ágil y bronceado que conversaba con el teniente D'Arnot y el capitán Dufranne.
—Me pregunto quién será ese hombre —le comentó Tennington a Rokoff.
Cuando el ruso levantó la cabeza y se percató de que los ojos del hombre-mono le estaban mirando, dio un traspié y palideció.
—Sapristi! —exclamó, y antes de que Tennington comprendiera lo que intentaba hacer, Rokoff ya se había echado el rifle a la cara, apuntaba a Tarzán y, a quemarropa, apretaba el gatillo.
Pero el inglés estaba muy cerca de él… Tan cerca que no tuvo más que levantar la mano y desviar el cañón del rifle una décima de segundo antes de que el percutor del arma cayese sobre el cartucho, por lo que la bala que se pretendía atravesase el corazón de Tarzán pasó silbando inofensiva por encima de su cabeza.
Antes de que el ruso tuviese tiempo de disparar de nuevo, Tarzán ya se le había echado encima y le había arrancado el rifle de las manos. El capitán Dufranne, el teniente D'Arnot y una docena de marineros se habían precipitado hacia allí al oír la detonación y, sin pronunciar palabra, Tarzán les entregó a Rokoff. Antes de que llegara el ruso ya había explicado todo el asunto al comandante francés, de modo que el oficial ordenó de inmediato que esposaran al criminal y lo confinasen a bordo del crucero.
Un momento antes de que la guardia se llevara al prisionero a la lancha que iba a transportarlo a su prisión temporal, Tarzán pidió permiso para registrarle y, con encantada satisfacción, encontró escondidos en su persona los documentos robados.
El disparo había atraído fuera de la cabaña a Jane Porter y a los demás e, instantes después de que se calmara todo el revuelo, la joven saludaba al sorprendido lord Tennington. Una vez recuperados los documentos sustraídos por Rokoff, Tarzán se reunió con el grupo y Jane Porter se lo presentó a lord Tennington.
John Clayton, lord Greystoke, mi señor.
A pesar de sus hercúleos esfuerzos para guardar las formas y mostrar la debida cortesía, el inglés no pudo disimular su estupefacción y para que la entendiera bien fue preciso que se le repitiera varias veces la extraña historia del hombre-mono, contada por él mismo. Entre Jane Porter y el teniente D'Arnot convencieron a lord Tennington de que no estaban rematadamente locos.
Enterraron a William Cecil Clayton a la puesta del sol, junto a las tumbas próximas a la selva en que descansaban sus tíos, los anteriores lord y lady Greystoke. Y a petición de Tarzán se dispararon tres salvas sobre la última morada de un «valiente que afrontó la muerte con arrojo y bravura».
El profesor Porter, que en sus años mozos había recibido las órdenes de pastor de almas, se encargó de dirigir las sencillas honras fúnebres. En torno a la sepultura, inclinada la cabeza, se congregó el más extraño conjunto de asistentes a un entierro que jamás contemplara el sol poniente: oficiales y marineros franceses, dos lores ingleses, varios ciudadanos estadounidenses y una veintena de salvajes guerreros africanos.
Al término del funeral, Tarzán rogó al capitán Dufranne que retrasara un par de días la partida del crucero, mientras él iba unos kilómetros tierra adentro a recoger «sus cosas». El capitán le concedió de mil amores tal favor.
Bastante entrada la tarde del día siguiente, Tarzán y sus waziris regresaron con el primer cargamento de lo que el hombre mono llamaba «sus cosas». Cuando los miembros del grupo vieron los antiguos lingotes de oro puro se arremolinaron como moscas alrededor de Tarzán y le acribillaron a preguntas… Pero Tarzán, sonriente, hizo oídos sordos al interrogatorio… y se abstuvo de proporcionarles la más ligera pista acerca de la procedencia de tan inmenso tesoro.
—Por cada uno que traigo, he dejado a mi espalda miles de lingotes como éstos —explicó—. Y cuando me haya gastado los de esta remesa, volveré a por otra.
Al día siguiente trasladó al campamento el resto de los lingotes. Cuando toda aquella fortuna estuvo cargada en el crucero, Dufranne comentó que se sentía como el capitán de un viejo galeón español que volviera con el tesoro de las ciudades aztecas.
—Ignoro en qué momento la tripulación se amotinará, me degollará y se apoderará del barco —añadió.
A la mañana siguiente, cuando se disponían a embarcar en el crucero, Tarzán aventuró una sugerencia a Jane Porter.
—Se da por supuesto que las fieras salvajes carecen de sentimientos —dijo—, pero, no obstante, me gustaría casarme en la cabaña donde nací, junto a las tumbas de mis padres y rodeado por la selva virgen que siempre fue mi hogar.
—¿Será eso legal, cariño? —preguntó Jane—. Porque, en tal caso, no conozco sitio mejor y más apropiado para casarme con mi dios de la selva que a la sombra de su floresta primitiva.
Cuando se lo expusieron a los demás, todos estuvieron de acuerdo en que sería perfectamente legal, aparte de constituir espléndido remate a un noviazgo extraordinario. Así que la partida en pleno se reunió en el interior de la pequeña cabaña y ante la puerta de la misma para asistir a la segunda ceremonia que el profesor Porter iba a solemnizar en el espacio de tres días. D'Arnot iba a actuar de padrino y Hazel Strong de dama de honor de la novia, pero entonces intervino Tennington y trastocó los planes con otra de sus geniales «ideas».
–Si la señora Strong no tiene inconveniente –dijo, al tiempo que tomaba entre las suyas la mano de la dama de honor–, Hazel y yo hemos pensado que sería sensacional celebrar una doble boda.
Zarparon al día siguiente y cuando el crucero surcaba despacio las aguas, proa a alta mar, un caballero alto, con impecable traje de franela blanca y una grácil y preciosa muchacha se apoyaron en la barandilla para contemplar cómo se alejaba la linea de la costa, donde veinte guerreros negros waziris bailaban desnudos, enarbolaban los venablos de guerra por encima de sus cabezas y lanzaban al aire sus gritos de despedida, dando su adiós al rey que partía.
–Me fastidiaría pensar que veo la jungla por última vez, amor mío –dijo el hombre–, si no fuera porque sé que voy a un mundo nuevo en el que disfrutaré a tu lado de una felicidad perpetua.
Y Tarzán de los Monos inclinó la cabeza y besó en los labios a su compañera.
EDGAR RICE BURROUGHS, (Chicago; 1 de septiembre de 1875 —Encino, California; 19 de marzo de 1950) fue un escritor de género fantástico célebre por sus series de historias de Barsoom (ambientadas en Marte), de Pellucidar (que tienen lugar en el centro de la Tierra) y, en especial, por la creación del mundialmente famoso personaje de Tarzán.
Asistió a la Harvard School de Chicago donde entró en contacto con el mundo clásico de Grecia y Roma. Tras su paso por la escuela se fue a vivir al rancho ganadero de su hermano donde trabajó dos años de vaquero. Después ingresó en la Philips Academy de donde lo expulsarían por perezoso. Tras un período de entrenamiento en la Academia Militar de Míchigan, entró a formar parte del Séptimo de Caballería de los EE. UU. y llegó a luchar contra los apaches en Arizona pero pronto lo licenciaron al descubrir su minoría de edad, lo que lo llevó a volver a Chicago y dedicarse a una serie de trabajos diversos no muy bien pagados, tanto allí como en Idaho.
En 1912, a los 36 años de edad y bajo el seudónimo de Normal Bean que apareció impreso como Norman Bean, publicó su primer relato, Bajo las lunas de Marte, en la revista All-Story Weekly, obra que le reportó 400 dólares. En octubre de ese mismo año, esta vez con su nombre real, publicó Tarzán de los monos, que en 1914 aparecería en formato de libro.
Durante la Segunda Guerra Mundial se hizo corresponsal de guerra para Los Angeles Times y cubrió, con 66 años de edad, el conflicto en el área del Pacífico sur.