Remando por un mar tranquilo, en menos de tres días llegaron a la tierra firme del continente. No vivieron ninguno de los horrores del naufragio y aunque abatidos por el dolor y con el sufrimiento propio del impacto que produjo en ellos la catástrofe y las penalidades de aquella nueva existencia, a las que no estaban acostumbrados, la aventura no les había ocasionado males peores.
Les animaba a todos la esperanza de que alguna nave hubiese recogido al cuarto bote y de que tal salvamento originaría una búsqueda rápida y minuciosa de la costa. Comoquiera que todas las armas de fuego y las municiones del yate se habían cargado en la barca de lord Tennington, el grupo estaba muy bien equipado para la defensa y para la caza mayor y menor con vistas a procurarse provisiones de boca.
La única inquietud inmediata la constituía el profesor Arquímedes Q. Porter. Absolutamente convencido de que un vapor de los que navegaban por allí había rescatado del mar a su hija, el hombre desechó de su mente toda preocupación relativa al bienestar de la muchacha y dedicó toda la inmensidad de su bien dotado intelecto a la profunda meditación de los abstrusos problemas científicos que consideraba únicos temas adecuados para un cerebro del talento y la erudición del suyo. Su cabeza era impermeable a toda posible influencia de cualquier tema ajeno a lo trascendental.
—Nunca —explicaba el agotado señor don Samuel T. Philander a lord Tennington—, nunca se ha mostrado el profesor Porter tan dificil… y digo dificil, ejem, por no decir imposible. Esta misma mañana, sin ir más lejos, obligado por las circunstancias suspendí mi vigilancia apenas media hora y, cuando he vuelto, me he encontrado con la desagradable sorpresa de que había desaparecido. Y, bendito sea Dios, señor, ¿a que no sabe dónde lo encontré? A media milla mar adentro, señor, en uno de esos botes salvavidas. Se alejaba remando como si le fuese la vida en ello. No sé cómo pudo llegar tan lejos desde la orilla, porque sólo contaba con un remo y, consecuentemente, bogaba en círculo.
»Cuando uno de los marineros me llevó hasta él en otra barca, el profesor acogió indignadísimo mi sugerencia de que regresáramos a tierra en seguida. Me dijo: "Pero, señor Philander, no sabe cuánto me sorprende que usted, culto hombre de letras, tenga la temeridad de interrumpir el progreso de la ciencia. Casi tenía totalmente configurada, a través de ciertos fenómenos astronómicos que estuve observando durante las pasadas noches tropicales, una nueva hipótesis nebular destinada a revolucionar incuestionablemente el mundo científico. Deseo consultar una monografía excelente sobre la teoría de Laplace que, según tengo entendido, existe en cierta colección particular de la ciudad de Nueva York. Su interferencia, señor Philander, representará un retraso de irreparables consecuencias, porque precisamente ahora remaba con ánimo de consultar ese folleto cuanto antes". No sabe usted el trabajo que me costó convencerle para que regresara a tierra, sin tener que recurrir a la fuerza.
La señorita Strong y su madre se manifestaban animosamente serenas ante el casi constante temor de los ataques de las fieras. Y no estaban tan predispuestas a aceptar, con el optimismo de que hacían gala los demás, el supuesto de que un buque hubiese recogido sanos y salvos a Jane, Clayton y monsieur Thuran.
La doncella de Jane Porter, Esmeralda, no paraba de llorar, inconsolable, a causa del destino cruel que la había separado de su «pobrecilla y dulce nena».
A lord Tennington no le abandonó ni por un segundo su generoso espíritu magnánimo. Seguía siendo el jovial anfitrión, pendiente siempre de que sus invitados se sintieran cómodos y a gusto. Con la tripulación de su yate siempre fue el jefe justo pero firme: en la selva no se suscitaron más problemas ni conflictos que a bordo del
Lady Alice
respecto a la autoridad máxima encargada de dilucidar las cuestiones importantes y cuantas circunstancias requerían un mando frío, flemático e inteligente.
Si aquella partida de náufragos bien organizada y relativamente a salvo hubiese visto al harapiento trío acosado por el miedo que se encontraba a unos cuantos kilómetros al sur, a duras penas habría reconocido en ellos a los, pocas semanas atrás, elegantes miembros del grupo que jugaba y se divertía riendo alegremente a bordo del
Lady Alice
.
Clayton y monsieur Thuran iban casi desnudos, destrozadas sus ropas por los arbustos y matorrales espinosos y la enmarañada vegetación de la jungla, a través de la cual tenían que abrirse camino en busca de unos alimentos que cada vez era más dificil encontrar.
Naturalmente, Jane Porter estaba exenta de tan agotadoras expediciones, lo que no impedía que su vestido se encontrara también en un lamentable estado de deterioro.
A falta de ocupación más provechosa, Clayton se había entretenido en desollar a todos los animales que cazaban y conservar cuidadosamente sus pieles. Las extendía sobre los troncos de los árboles, las depilaba rascándolas diligentemente y así se las arregló para mantenerlas en condiciones suficientemente buenas como para hacerse con ellas unas prendas con las que cubrir sus desnudeces, ahora que tenían ya la ropa completamente destrozada. Para tal confección utilizó por aguja una espina fuerte y afilada; a guisa de hilo, fibras de hierba y tendones de animales.
El resultado de su labor de costura fue una especie de sayo sin mangas que llegaba casi a las rodillas. Como estaba fabricado a base de pieles de diferentes especies de roedores cosidas unas a otras, su aspecto no podía ser más insólito. Unido al desagradable olor que despedía, aquella prenda no era precisamente un modelo que cualquiera anhelase añadir a su guardarropa. Pero había sonado la hora de sacrificarse en pro de la decencia y ponerse aquello, de modo que, a pesar de la apurada situación en que se veían, Jane Porter no pudo por menos de soltar una divertida carcajada al contemplar semejante vestidura.
Posteriormente, Thuran también consideró necesario confeccionarse un sayo similar, de forma que, descalzos y con una poblada barba cubriéndoles el rostro, parecían la reencarnación de dos prehistóricos progenitores del género humano. Thuran se comportaba como tal.
Llevaban cerca de dos meses sumidos en esa existencia cuando el primer gran desastre se abatió sobre ellos. Lo precedió una aventura que a punto estuvo de acabar bruscamente y para siempre con los sufrimientos de dos de ellos, de la forma más terrible y despiadada de la jungla.
Afectado por un ataque de fiebre tropical, Thuran yacía en el refugio construido entre las ramas del árbol. Clayton se había adentrado en la selva cosa de cien metros, a la búsqueda de alimentos. Cuando volvía, Jane echó a andar para acudir a su encuentro. A espaldas del inglés, astuto y hábil, se deslizaba un viejo y sarnoso león. El felino llevaba tres días sin que sus caducos músculos y nervios fueran capaces de cumplir la tarea de procurar el más ínfimo bocado de carne al vacío estómago. En los últimos meses cada vez comía con menos frecuencia y el hambre le obligaba a alejarse más y más de su territorio acostumbrado, a la caza de presas más fáciles. Había encontrado por fin a la criatura más débil e indefensa de la naturaleza: unos momentos más y
Numa
llenaría el estómago.
Ignorante de la muerte que estaba al acecho tras él, Clayton salió al claro y avanzó hacia Jane. Había llegado ante la muchacha, treinta metros más allá del enmarañado borde de la jungla cuando, por encima de su hombro, la joven vio la leonada cabeza y los ojos perversos que aparecieron al separarse las hierbas. La enorme bestia, con el hocico pegado al suelo, salió silenciosamente a descubierto.
Tan paralizada por el terror se quedó Jane que no pudo emitir ningún sonido, pero la empavorecida y fija mirada de sus ojos desorbitados resultaron de lo más explícito para Clayton. Un rápido vistazo a su espalda le reveló lo desesperado de la situación. El león se hallaba a menos de treinta pasos de ellos y aproximadamente a la misma distancia se encontraban ellos de su refugio. El hombre iba armado con una gruesa estaca, tan eficaz frente a un león, pensó, como una escopeta infantil de juguete, de las que disparan un corcho.
Desesperado de hambre, Numa sabía desde bastante tiempo atrás que era inútil rugir o bramar cuando se trataba de hacerse con una presa, pero ahora que la daba por tan segura como si sus aún poderosas garras se hubiesen clavado en la blanda carne de la pieza, abrió su enorme bocaza y lanzó a los cuatro vientos su rabia largo tiempo contenida en una serie de rugidos ensordecedores que hicieron vibrar el aire.
—¡Corre, Jane! —gritó Clayton—. ¡Rápido, sube al refugio!
Pero los paralizados músculos de la muchacha se negaron a responder y permaneció allí, muda y rígida, mirando con fantasmal semblante la muerte viva que se deslizaba hacia ellos.
Al oír aquel espantoso rugido, Thuran se llegó a la abertura del refugio y, al ver la escena que se desarrollaba a sus pies, empezó a saltar de un lado para otro, al tiempo que gritaba, en ruso:
—¡Corra, corran! Corran o me quedaré solo en este terrible lugar.
Luego se vino abajo y estalló en lágrimas.
Durante unos segundos, aquella voz nueva distrajo al león, que hizo un alto para lanzar una inquisitiva mirada en dirección al árbol. Clayton no pudo seguir soportando la tensión. De espaldas al león, hundió la cabeza entre los brazos y esperó.
Jane se le quedó mirando horrorizada. ¿Por qué no intentaba algo? Si debía morir, ¿por qué no moría como un hombre… valientemente, golpeando la cara de aquella fiera con la estaca, por inútiles que esos golpes pudieran ser? No habría actuado así Tarzán de los Monos. ¿Tarzán de los Monos no le habría plantado cara a la muerte, luchando con heroísmo hasta el final?
El león se agazaba ya para impulsarse y dar el salto que acabaría con sus jóvenes vidas bajo los desgarradores y crueles colmillos amarillentos. Jane Porter se arrodilló y rezó, cerrados los párpados para no contemplar aquel último y aterrador momento. Debilitado por la fiebre, Thuran se desvaneció.
Los segundos se convirtieron en minutos, los minutos se alargaron hasta hacerse eternos… y el león no saltaba. La prolongada angustia del terror casi hizo perder el sentido a Clayton, las rodillas empezaron a tem— blarle… Unos segundos más y se desplomaría.
Jane Porter tampoco pudo soportar aquello por más tiempo. Abrió los ojos. ¿Estaría soñando?
—¡William! —musitó—. ¡Mira!
Clayton recuperó lo suficiente el dominio de sí como para levantar la cabeza, volverse y mirar al león. Una exclamación de sorpresa brotó de sus labios. La fiera yacía encogida a sus pies. De su piel leonada sobresalía un grueso venablo de guerra. Le había entrado por el costado, a la altura de la paletilla derecha para hundírsele en el cuerpo y atravesarle el salvaje corazón.
Jane Porter se puso en pie; Clayton se acercó a la muchacha al ver que la debilidad la hacía tambalearse. La rodeó con el brazo para evitar que cayese, la acercó a sí… Oprimió la cabeza de la muchacha contra su hombro y se inclinó para besarla en acción de gracias.
Jane lo apartó suavemente.
—No lo hagas, William, por favor —lijo—. En el curso de estos últimos minutos he vivido mil años. Frente a la muerte, he aprendido cómo debo vivir. No deseo lastimarte más de lo imprescindible, pero no puedo continuar viviendo en esta situación. Un falso sentido de la lealtad me indujo a intentarlo, a causa de la impulsiva promesa que te hice, pero no puedo seguir.
»Los últimos segundos que he vivido me han hecho comprender que sería espantoso continuar engañándome y engañándote, o considerar, aunque sólo fuera un instante más, que sea posible convertirme en tu esposa cuando volvamos a la civilización.
—Pero, Jane —exclamó él—. ¿Qué pretendes decir? ¿Qué tiene que ver nuestra providencial salvación con el cambio que dices han experimentado tus sentimientos hacia mí? Estás un poco trastornada… Mañana volverás a ser tú misma otra vez.
—En este momento soy yo misma más de lo que lo he sido en todo el último año —replicó Jane—. Lo que acaba de ocurrir ha obligado a mi memoria a recordar el hecho de que el hombre más valiente que haya existido en este mundo me honró con su amor. No me di cuenta de que le correspondía hasta que fue demasiado tarde, cuando ya lo había despedido. Ahora está muerto y jamás me casaré con nadie. Y, desde luego, no podría unirme en matrimonio a otro menos valiente que él sin alimentar un constante sentimiento de desprecio hacia mi esposo, por su relativa cobardía respecto al otro. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí —repuso Clayton, agachada la cabeza, con el rostro cubierto por el sonrojo de la vergüenza.
Y al día siguiente sobrevino la gran catástrofe.
Era noche cerrada cuando La, suma sacerdotisa de Opar, regresó a la Cámara de los Muertos con comida y bebida para Tarzán. No llevaba luz alguna y recorrió el camino hasta la cámara tanteando con las manos las ruinosas paredes. A través del enrejado de piedra del techo se filtraban los tenues rayos de una luna tropical que proporcionaban al interior una semiclaridad apenas perceptible.
Sentado en cuclillas entre las sombras de la esquina más recóndita de la estancia, Tarzán se incorporó al oír el ruido de los pasos que se aproximaban y acudió a recibir a la sacerdotisa en cuanto advirtió que era ella.
—Están furiosos —fueron las primeras palabras de la joven—. Es la primera vez que la víctima de un sacrificio humano se escapa del altar. Han salido cincuenta hombres en tu persecución. Antes registraron todo el templo, a excepción de esta cámara.
—¿Por qué les asusta venir aquí? —preguntó Tarzán.
—Esta es la Cámara de los Muertos. Aquí vuelven los difuntos para celebrar sus ritos religiosos. ¿Ves ese antiguo altar? Ahí es donde los muertos sacrifican a los vivos… si encuentran aquí una víctima. Ese es el motivo por el que nuestro pueblo rehúye esta cámara. Saben que si alguien entra aquí, los difuntos que aguardan dentro se apoderarán de él para sus sacrificios.
—Pero tú…
—Yo soy la suma sacerdotisa… Soy la única que está a salvo de los muertos. La que, a intervalos irregulares, les traigo un sacrificio humano del mundo exterior. Nadie más que yo puede entrar aquí sin peligro.
—¿Por qué no se han apoderado de mí? —preguntó Tarzán, ironizando a costa de la grotesca creencia. La le observó durante unos segundos, también con cierto humor en los ojos.