El regreso de Tarzán (30 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Mientras el hombre-mono y sus compañeros contemplaban, más o menos maravillados, aquella antigua ciudad levantada en medio del África salvaje, algunos de ellos tuvieron plena conciencia de que se producían ciertos movimientos en el interior de la estructura que estaban mirando. Figuras borrosas, sombras inconcretas parecían desplazarse de un lado a otro en la semioscuridad del interior de los muros. No se trataba de algo tangible que pudiera captar el ojo… sólo era una peculiar insinuación de vida donde no parecía existir vida alguna, porque resultaba algo completamente fuera de lugar la posibilidad de que existiera alguna especie de criatura viviente en aquella ciudad de otro mundo, muerta desde hacía tantos siglos.

Tarzán recordó algo que había leído en una biblioteca de París. Era algo relativo a una perdida raza de hombres blancos que, según las leyendas indígenas, vivieron en el corazón de África. Se preguntó si no estaría contemplando las ruinas de la civilización de aquel extraño pueblo que había sentado sus reales en el centro de un medio extraño y salvaje. ¿Sería posible que hubiesen sobrevivido hasta aquellos días los descendientes de tal raza perdida y que habitasen ahora aquel vestigio de la arruinada grandeza que otrora crearon y disfrutaron sus progenitores? Volvió a percibir cierta actividad furtiva en el interior del gran templo que tenía delante.

—¡Vamos! —instó a sus waziris—. Echemos un vistazo a lo que hay detrás de esas paredes ruinosas.

A sus hombres les hacía maldita la gracia seguirle, pero al ver la intrepidez con que cruzaba la ominosa puerta echaron a andar tras él, a unos pasos de distancia, formando un grupo compacto que parecía la personificación del nerviosismo medroso. Un solo chillido como el que oyeron la noche anterior habría sido suficiente para lanzarlos a una huida frenética por la angosta hendidura de las grandes murallas que permitía salir al mundo exterior.

Al entrar en el edificio Tarzán tuvo la clara y absoluta certeza de que muchos ojos se clavaban en él. En un pasillo cercano sonó el rumor de unas sombras que se desplazaban presurosas y hubiera jurado que vio retirarse una mano humana del hueco de una tronera abierta en lo alto de la rotonda coronada por una cúpula. La cúpula cubría la estancia.

El suelo de la cámara era de cemento, las paredes de liso granito en el que aparecían cinceladas curiosas figuras de hombres y animales. En algunos puntos de la sólida mampostería de las paredes se habían fijado placas de metal amarillo.

Cuando se acercó a una de aquellas láminas comprobó que era de oro y que diversos jeroglíficos cubran su superficie. Detrás de aquella primera sala había otras y, al final de la última, el conjunto arquitectónico se ramificaba en diversas galerías. Tarzán cruzó varias de aquellas cámaras, en las que encontró numerosas pruebas de la fabulosa riqueza de sus remotos constructores. Vio en una sala varias columnas de oro macizo y observó que el suelo de otra era también del mismo precioso metal. En el curso de toda aquella exploración, los negros se mantenían muy juntos a su espalda, mientras formas extrañas parecían flotar a derecha e izquierda, ante ellos y a su espalda, aunque no lo bastante cerca como para que cualquiera pudiese decir que no estaban solos.

La tensión, sin embargo, ponía a los waziris al borde del ataque de nervios. No cesaban de rogar a Tarzán que volviese a la luz del sol. Afirmaban que de aquella expedición no iba a salir nada bueno, porque los espíritus de los muertos que vivieron allí acudían asiduamente a visitar las ruinas.

—¡Nos están observando, oh, rey! —musitó Busuli—. Nos acechan, están esperando que lleguemos al lugar más recóndito de su fortaleza para caer entonces sobre nosotros y destrozarnos a mordiscos. Así actúan los espíritus. El tío de mi madre, que es un gran hechicero, me lo contó infinidad de veces.

Tarzán soltó la carcajada.

—Volved a la luz del sol, chiquillos —permitió—. Me reuniré con vosotros cuando haya examinado estas ruinas desde el tejado hasta el sótano y cuando haya encontrado oro o me convenza de que no hay una brizna de él. Por lo menos podremos llevarnos las placas de las paredes, aunque las columnas pesan demasiado para que podamos cargar con ellas. Pero tiene que haber almacenes llenos de oro… oro que podamos llevarnos fácilmente, cargado a la espalda. Largaos ahora hacia donde haya aire fresco y podáis respirar a gusto.

Unos cuantos waziris diligentes se dispusieron a obedecer a su jefe, pero Busuli y algunos otros dudaron en dejarlo…, titubearon entre el afecto y la lealtad a su rey y el temor supersticioso a lo desconocido. Y entonces, inesperadamente, se produjo algo que decidió el asunto sin que fuera preciso seguir debatiéndolo. De lo más profundo del silencio del templo surgió, muy cerca de sus oídos, el espantoso grito que escucharon la noche anterior y, entre exclamaciones de horror, los guerreros negros dieron media vuelta y atravesaron a todo correr las vacías salas del viejo edificio.

Tarzán de los Monos permaneció donde lo dejaron, con una_ torva sonrisa en los labios…, a la espera del enemigo que suponía iba a abalanzarse sobre él de un momento a otro. Pero volvió a reinar un silencio absoluto, sólo turbado por el tenue rumor que producían unos pies descalzos al moverse subrepticiamente por las proximidades.

Al cabo de un momento, Tarzán dio media vuelta y se aventuró hacia las profundidades del templo. Pasó de una sala a otra hasta llegar a una estancia cuya puerta aparecía cerrada y asegurada con barrotes. Cuando aplicaba el hombro contra la hoja de madera, el escalofriante alarido resonó de nuevo, como un aviso, esa vez casi a su lado. Resultaba evidente que se le advertía de la conveniencia para él de abstenerse de profanar aquella estancia precisa. ¿No podía ocurrir que el secreto que conducía a los almacenes del tesoro se encontrase en aquella estancia?

Sea como fuere, el mero hecho de que los extraños guardianes invisibles de aquel increíble lugar tuviesen algún motivo para no desear que él entrase en aquella cámara particular fue suficiente para que a Tarzán se le multiplicase por tres el deseo de hacerlo, y aunque el aullido se repetía continuamente, siguió empujando con el hombro hasta que la puerta cedió ante la ciclópea fuerza de Tarzán y empezó a girar sobre sus chirriantes goznes de madera.

Una negrura de tumba saturaba el interior. No había ventana alguna por la que pudiera filtrarse un rayo de luz y el pasillo que conducía a la puerta estaba sumido en la semioscuridad, por lo que tampoco lanzaba ninguna claridad a través de la entrada. Tarzán tanteó el piso con la contera del venablo y entró en aquellas tinieblas de río Estigio. La puerta se cerró súbitamente a su espalda y, al mismo tiempo, multitud de manos misteriosas surgieron en la oscuridad, de todas direcciones, y sujetaron con fuerza al hombre mono.

Éste luchó con toda la furia salvaje de su instinto de conservación, respaldado por su fuerza hercúlea. Pero aunque notó que sus puños golpeaban al enemigo y que sus dientes se clavaban en la carne de los agresores, parecía que siempre había dos nuevas manos para sustituir a las que acababa de rechazar. Acabaron por derribarle contra el suelo y poco a poco, muy despacio, consiguieron dominarlo merced a la superioridad numérica. Después le ataron las manos a la espalda. A continuación le doblaron las piernas hacia atrás, para ligarle los pies a las manos.

Durante toda la pelea Tarzán no oyó más ruido que la entrecortada respiración de sus antagonistas y la zarabanda de la lucha. Ignoraba qué clase de criaturas le acababan de capturar, pero el hecho de que le hubiesen atado era prueba evidente de que se trataba de seres humanos.

En aquel momento lo levantaron del suelo y, medio a rastras, medio a empujones, lo sacaron de la cámara envuelta en negruras, le obligaron a franquear el hueco de una puerta y lo llevaron a un patio interior del templo. Allí vio a los que le habían aprehendido. Calculó que serían por lo menos un centenar, hombres achaparrados, robustos, de barbas largas y pobladas que les cubrían el rostro y se derramaban sobre el velludo pecho.

La pelambrera, hirsuta y enmarañada, les caía desde la cabeza sobre la hundida frente, los hombros y la espalda. Tenían las piernas cortas, fuertes y arqueadas; los brazos eran largos y musculosos. Atadas a la cintura llevaban pieles de león y leopardo, y largos collares hechos con garras de esas fieras guarnecían sus pechos. Se adornaban brazos y piernas con aros de oro macizo. Sus armas eran los gruesos garrotes nudosos que empuñaban y los largos cuchillos de avieso aspecto que les colgaban del cinto, cinto que ajustaba la única prenda que cubría su cuerpo.

Pero el rasgo que más sorpresa e intensa impresión causó a su prisionero fue la blancura de la piel… Ni en el color ni en las facciones de aquellos hombres se apreciaba el menor indicio de la raza negra. Lo que no era óbice para que sus frentes hundidas, la escasa distancia que entre sí guardaban los ojos y el tono amarillento de los dientes no resultasen detalles que los hiciesen agradables o simpáticos a primera vista.

No pronunciaron palabra durante la pelea en la oscuridad de la cámara ni durante el traslado de Tartán al patio interior, aunque algunos de ellos intercambiaron ahora una serie de gruñidos, entablando una conversación monosilábica en una lengua absolutamente desconocida para el hombre-mono. Le dejaron caer en un suelo de cemento y se alejaron al trote de sus cortas piernas, rumbo a otra parte del templo situada más allá del patio.

Tendido boca arriba, Tarzán observó que el recinto del templo estaba totalmente circundado por unos muros enormes que se elevaban sobre él. En las alturas resultaba visible un pequeño cuadrado de cielo azul, y en una dirección, a través de una tronera, divisó unas ramas cubiertas de follaje, aunque no sabía si estaban dentro o fuera del templo.

Desde el suelo hasta el borde superior del templo, circundaban el patio series de galerías abiertas y, de vez en cuando, el cautivo vislumbró pupilas brillantes que relucían bajo espesos flequillos de pelo caído sobre la frente. Ojos que le contemplaban desde las galerías.

Con cuidado, el hombre-mono probó la solidez de las ligaduras que lo mantenían atado y, aunque no podía estar seguro al ciento por ciento, pensó que no eran lo bastante fuertes para resistir la potencia de sus vigorosos músculos cuando llegara el momento de esforzarse para recobrar la libertad. Pero no juzgó oportuno someter las ataduras a prueba en aquel momento. Era mejor intentarlo cuando hubiese caído la oscuridad y no sintiera fijos en su persona aquellos ojos que lo espiaban.

Estuvo varias horas tendido en el suelo del patio hasta que los primeros rayos de sol descendieron en vertical sobre él. Y casi al mismo tiempo oyó el rumor de pies descalzos que caminaban por los pasillos circundantes. Instantes después observó que las galerías de encima se llenaban de semblantes con astuta expresión, mientras más de una veintena de hombres irrumpía en el patio.

Durante un momento, todas las miradas confluyeron en el rutilante sol del mediodía y luego, al unísono, los que poblaban las galerías y los que se encontraban en el patio empezaron a entonar un repetido y extraño estribillo, en tono bajo, pesado, lúgubre. Acto seguido, los que estaban alrededor de Tarzán iniciaron una danza al ritmo de su solemne cántico. Bailaron en círculo, despacio, en torno al hombremono: en su forma de moverse, arrastrando los pies al compás de aquella cantinela parecían un grupo de osos torpes y desmañados. Pero mientras danzaban no dirigían la vista sobre Tarzán, sino que sus ojillos estaban clavados en el sol con inamovible fijeza.

Durante diez minutos, más o menos, continuaron con su canto y sus pasos monótonos. Luego, de pronto, con perfecta sincronización, todos se volvieron a la vez hacia su víctima, enarbolaron sus garrotes y, con las facciones contraídas en la más diabólica de las expresiones, se abalanzaron sobre Tarzán.

En aquel preciso instante, una figura femenina se adelantó para situarse en medio de aquella horda sedienta de sangre y, con una estaca similar a la que empuñaban los hombres, con la diferencia de que estaba labrada en oro, obligó a retroceder a los individuos que avanzaban hacia el caído.

Capítulo XX
La

Durante unos segundos, Tarzán creyó que algún incomprensible capricho del destino había propiciado un milagro salvador, pero cuando cayó en la cuenta de la facilidad con que la muchacha, por sí misma, sin ayuda de nadie, hizo retroceder a veinte hombres que parecían otros tantos gorilas, y cuando, un instante después, vio que todos reanudaban la danza a su alrededor, bajo la dirección de la joven, cuya monótona cantinela evidentemente se sabía de memoria, el hombre-mono llegó a la conclusión de que todo aquello no era más que parte de una ceremonia en la que él representaba el papel de protagonista.

Al cabo de un momento, la muchacha desenvainó un cuchillo que llevaba al cinto, se inclinó sobre Tarzán y le cortó las ligaduras de los pies. Los hombres interrumpieron entonces su danza, se acercaron y la mujer indicó a Tarzán que se levantara. Le colocó alrededor del cuello la atadura que acababa de quitarle de los tobillos y lo condujo a través del patio. Los hombres les siguieron en fila de dos en fondo.

La muchacha encabezó la marcha a lo largo de retorcidos pasillos, adentrándose por las profundas interioridades del templo, hasta que llegaron a una enorme nave, en el centro de la cual estaba dispuesto un altar. El hombre-mono comprendió entonces que toda la ceremonia anterior no había sido más que el preámbulo para introducirle en aquel santuario sagrado.

Había caído en poder de unos descendientes de antiguos adoradores del Sol. Su aparente rescate por parte de una vicaria de la gran sacerdotisa del Sol no había sido más que parte de aquella parodia que constituía su rito pagano: al derramar el astro rey sus rayos por el hueco cuadrado de lo alto del patio, reclamaba como propia aquella víctima, de modo que la sacerdotisa había acudido de las interioridades del templo para arrancarla de las manos impuras de aquellos profanos, salvarlo y ofrendarlo como sacrificio humano a la flamígera deidad.

Y si necesitaba confirmación a su hipótesis, no tenía más que echar una ojeada a las manchas rojo parduscas que salpicaban la piedra del altar y del suelo alrededor del mismo, así como a las calaveras que exhibían sus sonrisas descarnadas en las innumerables hornacinas de los altos muros.

La sacerdotisa llevó a la víctima hasta la escalinata del altar. Las galerías volvieron a colmarse de espectadores, mientras por la arqueada puerta del extremo oriental de la nave empezó a discurrir hacia el interior de la amplia nave una procesión de mujeres que poco a poco la fue llenando. Al igual que los hombres, sólo iban vestidas con pieles de animales salvajes sujetas a la cintura con correas de cuero crudo o cadenas de oro. Pero en sus espesas cabelleras negras se incrustaba un tocado compuesto por innumerables piezas de oro, circulares y ovaladas, ingeniosamente unidas entre sí para formar un gorro metálico del que colgaban, a ambos lados de la cabeza, largas cadenas de eslabones ovales que descendían hasta la cintura.

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