¿Llegaría a tiempo de salvar a Jane? Lo esperaba contra toda esperanza. Al menos, podría vengarse, y en su ira se consideraba capaz de borrar del mapa a toda la población de aquella ciudad de los horrores. Era cerca de mediodía cuando alcanzó el gran peñón en cuya parte superior concluía el pasadizo que enlazaba con los pozos de debajo de la ciudad. Escaló como un gato las escarpadas superficies de aquella amenazadora
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de granito. Segundos después se desplazaba por la oscuridad del largo y recto túnel que llevaba a la cámara del tesoro. Cruzó ésta y continuó hasta llegar a la chimenea-pozo situada al otro lado de la que ocupaba la mazmorra de la pared falsa. Hizo una pausa en el borde del pozo y, desde la abertura de arriba, llegó a sus oídos un tenue soniquete. Lo captó al instante y tradujo su significado… Era la danza de la muerte previa al sacrificio, acompañada por la canción ritual de la suma sacerdotisa. Reconoció incluso la voz de la mujer.
¿Sería precisamente aquella la ceremonia por la que él había corrido tanto para evitar? Una oleada de terror le inundó. ¿Es que, después de todo, llegaba demasiado tarde? Como un ciervo aterrado franqueó de un salto el estrecho abismo, hacia la continuación del pasillo que se prolongaba al otro lado. Se precipitó como un poseso contra la pared falsa, dispuesto a derribar rápidamente aquel obstáculo que se le oponía: sus músculos de gigante apartaron los bloques, introdujo la cabeza y los hombros por la pequeña brecha inicial y se llevó por delante el resto de la pared, que cayó con gran estruendo sobre el piso de cemento de la mazmorra.
Salvó de un solo brinco toda la longitud de la cámara y se arrojó contra la vieja puerta. Pero ésta le cortó el paso eficazmente. Las fuertes barras de madera que la atrancaban por el otro lado demostraron estar hechas a prueba de sus formidables músculos. Sólo necesitó un momento para llegar a la conclusión de que eran inútiles sus esfuerzos y que no podría derribar aquella barrera infranqueable. Sólo había otro camino de acceso y para recorrerlo debía regresar por los túneles hasta el risco que se alzaba un kilómetro y medio más allá de las murallas de Opar. Y luego avanzar por el terreno descubierto y entrar en la ciudad tal como lo hizo la primera vez con los waziris.
Comprendió que volver sobre sus pasos y entrar en la plaza por la superficie quizás significara llegar demasiado tarde para salvar a Jane, si realmente era ella la que estaba tendida sobre el altar. Pero no parecía existir otro medio, así que dio media vuelta y regresó al pasadizo del otro lado de la pared. Al llegar al pozo oyó de nuevo la monótona cantinela de la suma sacerdotisa. Miró hacia arriba y vio que la abertura, a unos seis metros por encima de él, parecía tan cercana que le entraron ganas de saltar hacia ella, en un loco empeño de alcanzar el patio interior que tan próximo estaba.
¡Si pudiera enganchar el extremo de su cuerda de hierbas en algún saliente o protuberancia de aquella tentadora abertura! Se le ocurrió la idea en aquel instante de pausa. Lo intentaría. Regresó a la pared derribada y tomó una loseta ancha y llana de las que integraban el tabique. Ató a toda prisa un extremo de la cuerda alrededor de la pieza de granito y volvió al pozo. Dejó en el suelo, junto a él, la cuerda enrollada. Tomó la pesada loseta a la que había atado un extremo de la cuerda, balanceó la piedra varias veces, para determinar bien la distancia y la dirección. Arrojó la piedra de modo que subiese inclinada en cierto ángulo, a fin de que antes de descender pasara por el borde de la abertura y cayese por la otra parte del patio.
Tarzán tiró hacia abajo del extremo suelto de la cuerda, hasta que notó que la piedra había quedado encajada segura y firmemente en el filo del borde del pozo y luego empezó a trepar por la cuerda, suspendido sobre el tenebroso fondo de aquel abismo. Cuando todo el peso de su cuerpo pendía de la cuerda sintió que la parte superior de ésta resbalaba.
Aguardó con los nervios tensos y la incertidumbre agobiándole mientras la cuerda bajaba, con pequeñas sacudidas, centímetro a centímetro. La piedra subía, resbalaba hacia la parte exterior de la mam— postería que rodeaba el borde del pozo… ¿Se sujetaría, quedaría trabada en el mismo filo, o el propio peso de Tarzán la haría resbalar por encima del borde, para caer sobre él y acompañarle en su descenso, cuando se desplomara hacia las desconocidas y negras profundidades del pozo?
Durante un momento, breve pero angustioso, Tarzán notó cómo se deslizaba la cuerda de la que estaba colgado y oyó sobre su cabeza el rechinar de la loseta de piedra al resbalar por la mampostería.
Luego, de repente, la cuerda dejó de deslizarse: la piedra había quedado sujeta en el mismo filo de la abertura. Cautelosamente, el hombre mono trepó por la frágil cuerda. Instantes después asomaba la cabeza por el borde del pozo. El patio estaba vacío. Los habitantes de Opar asistían al sacrificio. Tarzán oyó la voz de La que llegaba de la cercana nave de los sacrificios. Había cesado la danza. Debía estar muy cerca el momento en que descendiera el cuchillo, pero incluso mientras tales pensamientos cruzaban por su mente, Tarzán corría a toda velocidad en dirección al punto donde sonaba la voz de la sacerdotisa.
El destino le condujo hasta los mismos umbrales de la gran nave sin techo. Entre el altar y él se interponía la larga fila de sacerdotes y sacerdotisas, que aguardaban con la copa de oro en la mano a que brotara la sangre caliente de su víctima.
La mano de La bajaba lentamente hacia el pecho de la delicada e inmóvil figura tendida sobre la dura piedra. Tarzán exhaló un jadeo, casi un sollozo, al reconocer las facciones de su amada. Y la cicatriz de encima de su frente se transformó en una llameante cinta escarlata, una neblina roja flotó ante sus ojos y con el terrible rugido del mono macho que enloquece de repente, saltó como un león y se plantó en medio de las sacerdotisas.
Arrebató la estaca al sacerdote que tenía más cerca y la volteó como un auténtico demonio furioso, para abrirse paso rápidamente hacia el altar. La mano de La se inmovilizó al sonar el primer ruido de la interrupción. Al ver quién era el culpable de aquel pandemónium, se puso blanca. No había conseguido desentrañar el enigma de la misteriosa huida de Tarzán del calabozo en el que lo dejó encerrado. En ningún momento había deseado que saliera de Opar, porque La contemplaba el atlético cuerpo y el atractivo rostro de Tarzán con ojos de mujer y no de sacerdotisa.
Su inteligente cerebro había concebido ya la historia de una maravillosa revelación supuestamente recibida de labios del propio Dios Flamígero, según la cual se le ordenaba que acogiese a aquel blanco desconocido como mensajero enviado por el propio dios a su pueblo en la Tierra. La sabía que tal fábula dejaría satisfechos a los habitantes de Opar. Y estaba segura de que el hombre también se sentiría satisfecho y de que le complacería quedarse allí y convertirse en su esposo. Eso era mucho mejor que volver al altar de los sacrificios.
Pero cuando fue a la mazmorra para explicarle el plan, el hombre había desaparecido, a pesar de que la puerta continuaba cerrada con llave, exactamente igual que la dejó. Y ahora estaba de vuelta —se había materializado en el aire— y mataba a los sacerdotes como si fuesen corderos. La se olvidó momentáneamente de su víctima y antes de que pudiera recuperarse de la sorpresa, el gigante blanco estaba ante ella y sostenía en los brazos a la muchacha que hacía unos segundos estaba tendida sobre el altar.
—¡Apártate, La! —conminó Tarzán—. Me salvaste una vez y no voy a hacerte daño, pero no te interpongas en mi camino ni trates de seguirme…, porque entonces tendría que matarte a ti también.
—¿Quién es? —preguntó la suma sacerdotisa, al tiempo que señalaba con el dedo a la mujer inconsciente.
—¡Es mía! —respondió Tarzán de los Monos.
La muchacha de Opar permaneció inmóvil un instante, mirándole con ojos desorbitados. Después, una expresión de angustiada desesperanza apareció en sus pupilas…, afloraron las lágrimas a sus ojos y, al tiempo que se le escapaba un grito entrecortado, la sacerdotisa se desplomó sobre el suelo. Casi simultáneamente, una enfurecida turba de hombres espantosos saltaba por encima del cuerpo de La dispuesta a caer sobre el hombre-mono.
Pero Tarzán ya no estaba allí cuando alargaban los brazos para cogerlo. Un ágil salto le había llevado al pasillo que conducía a los pozos del subsuelo. Desapareció por allí y cuando los perseguidores marcharon tras él, cautelosamente, encontraron la cámara vacía. Se echaron a reír e intercambiaron jocosos comentarios, convencidos como estaban de que no existía ninguna salida de aquellos pozos, aparte de la que se utilizaba para entrar. Todo lo que entraba por allí, por allí tenía que salir, de modo que lo único que les quedaba por hacer era esperar arriba a que intentase escapar.
Mientras tanto, Tarzán de los Monos, cargado con la inconsciente Jane Porter, atravesaba los pozos de Opar por debajo del templo del Dios Flamígero sin que que nadie le persiguiera. Sin embargo, cuando los hombres de Opar hubiesen profundizado más en el asunto recordarían que aquel hombre ya se había escapado una vez de los pozos y, como ellos vigilaban la entrada, sabían que no huyó por allí. No obstante, luego apareció procedente del exterior. Enviarían otra vez cincuenta hombres al valle para que encontraran y apresaran a aquel profanador del templo.
Cuando Tarzán llegó al pozo del otro lado de la pared de la mazmorra, confiaba de tal modo en el éxito de la fuga, que se entretuvo en poner de nuevo los bloques de granito en su sitio, ya que no le hacía mucha gracia que los individuos del templo se enterasen de la existencia de aquel paso olvidado, a través del cual se llegaba a la cámara del tesoro. Tenía intención de volver a Opar y llevarse de allí una fortuna todavía mayor de la que ya había enterrado en el anfiteatro de los monos.
Recorrió los pasadizos a paso ligero, franqueó la primera puerta y atravesó la cámara del tesoro. Dejó atrás la segunda puerta y prosiguió a lo largo del túnel que conducía a la salida oculta situada fuera de la ciudad. Jane Porter continuaba sin sentido.
Se detuvo en lo alto del gran peñón para lanzar un vistazo hacia la ciudad. Vio una cuadrilla de espantosos hombres de Opar que avanzaba a través del valle. Vaciló unos segundos. ¿Sería mejor descender y lanzarse a la carrera hacia los lejanos riscos o quedarse donde estaba hasta que anocheciese? Una ojeada al blanco semblante de la joven le decidió. No podía dejarla allí y permitir que los enemigos se interpusieran entre ellos y la libertad. No ignoraba que era posible que les hubiesen seguido por los túneles, en cuyo caso tendrían enemigos al frente y por la espalda, lo que significaba que acabarían indefectiblemente por capturarlos, puesto que, cargado como iba con la inconsciente muchacha, no podría abrirse paso luchando.
Descender por la cara vertical del peñón cargado con Jane Porter no era tarea fácil, pero utilizó la cuerda de hierba para atarse a la muchacha cruzada sobre los hombros y consiguió llegar abajo antes de que los hombres de Opar alcanzasen el risco. Como había descendido por la cara opuesta a la ciudad, la patrulla de búsqueda no pudo verle, ni a ninguno de sus integrantes se le pasó por la cabeza que su presa se encontrara tan cerca por delante de ellos.
A base de mantener el
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entre él y los perseguidores, Tarzán de los Monos se las arregló para recorrer un kilómetro y medio antes de que los hombres de Opar rodeasen el centinela de granito y divisaran al fugitivo delante de ellos. Entre salvajes alaridos de júbilo, emprendieron una carrera frenética, con la idea, sin duda, de que
alcanzarían
en seguida a aquel hombre, cargado como iba. Pero subestimaban la fortaleza úsica del hombre-mono y sobrestimaban las posibilidades de sus cortas y arqueadas piernas.
Al ritmo de su paso ligero, Tarzán mantuvo la distancia entre ellos. De vez en cuando lanzaba una mirada al rostro que tan cerca tenía del suyo. De no ser por los débiles latidos del corazón que se oprimía contra su piel, no habría sabido que la muchacha continuaba viva, tan pálido y ojeroso aparecía el cansado semblante de Jane.
Llegaron a lo alto de la montaña coronada por la altiplanicie y la barrera de acantilados. Durante el último kilómetro y medio, Tarzán había acelerado el ritmo, corriendo como un gamo, para sacar a los perseguidores la máxima ventaja y descender por la vertiente contraria antes de que los oparianos llegasen a la cumbre y pudieran arrojarles piedras. De modo que ya habían cubierto ochocientos metros de descenso por la ladera de la montaña cuando los hombrecillos de Opar llegaron a la cumbre, exhaustos y jadeantes.
Empezaron a lanzar gritos de rabia y desilusión mientras corrían por el borde de la cima, agitaban sus garrotes e interpretaban una auténtica danza de la cólera. Pero en esa ocasión se abstuvieron de rebasar la frontera de su territorio. Tanto si ello se debía a que se daban cuenta de lo estéril y molesta que había sido su anterior búsqueda o a que acababan de comprobar lo fácil que le había resultado al hombre-mono dejarles tan atrás, con su último acelerón, lo cierto es que los de Opar se convencieron de lo absolutamente inútil que sería continuar la persecución. Y cuando Tarzán llegaba a la arboleda que nacía al pie de las estribaciones que bordeaban los farallones, dieron media vuelta y regresaron a Opar.
Nada más cruzar la linde de la floresta, desde donde aún podían verse las cimas de los riscos, Tarzán depositó su carga sobre la hierba y, acercándose a un arroyo próximo, llevó agua y lavó la cara y las manos de la joven. Ni siquiera así recuperó Jane el conocimiento, por lo que, preocupado, cogió nuevamente a la muchacha en sus fuertes brazos y reanudó la marcha apresuradamente hacia el oeste.
Jane Porter se despertó entrada la tarde. No abrió los ojos en seguida… antes trató de rememorar las últimas escenas de las que fue testigo. Ah, ya lo recordaba. El altar, aquella terrible sacerdotisa, el cuchillo que descendía lentamente. Se estremeció, pensó que o aquello era la muerte o el cuchillo acababa de hundirse en su corazón y estaba experimentando el breve delirio que precede a la muerte.
Cuando por fin reunió valor suficiente para levantar los párpados, lo que vio confirmaba sus temores: por un frondoso paraíso la llevaba en brazos el hombre al que amaba, un hombre muerto hacía tiempo.
—Si esto es la muerte —susurró—, doy gracias a Dios por haber fallecido.