El relicario (23 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

—Cushing, que encontró este fetiche en 1883, lo atribuyó específicamente al clan del puma —repuso—. Puede consultarlo usted mismo. —«En estos tiempos cualquiera es un entendido», pensó.

—El fetiche del oso —continuó el hombre, impertérrito— siempre lleva una punta de lanza sujeta a la espalda, como éste. El fetiche del puma lleva una punta de flecha.

—¿Y cuál es la diferencia, si puede saberse? —preguntó Willson, irguiéndose en la silla.

—Un puma se caza con un arco y una flecha. Para matar a un oso se necesita una lanza.

Willson enmudeció.

—Cushing se equivocaba de vez en cuando —concluyó el hombre con delicadeza.

Willson apiló las hojas del manuscrito y lo dejó a un lado.

—Sinceramente, doy más crédito a Cushing que a un… —Dejó la frase inconclusa. Al cabo de un instante, añadió—: Por cierto, la biblioteca cierra dentro de una hora.

—En ese caso —dijo el hombre—, me gustaría ver las láminas del estudio de 1956 sobre las conducciones de gas natural del Upper West Side.

Willson apretó los labios.

—¿Cuáles exactamente?

—Todas, si es tan amable.

Aquello iba ya demasiado lejos.

—Lo siento —contestó Willson con firmeza—, eso no está permitido. No pueden consultarse más de diez planos de una misma serie simultáneamente. —Contempló al visitante con expresión triunfal.

Pero el hombre, absorto en sus pensamientos, no pareció inmutarse. De pronto miró de nuevo al bibliotecario.

—Robert Willson —dijo, señalando la placa colocada sobre la mesa—. Ya sé de qué me sonaba su nombre.

—¿Ah, sí? —preguntó Willson, vacilante.

—Por supuesto. ¿No pronunció usted el año pasado una conferencia excelente sobre las piedras espejismo en el Congreso de Estudios Navajos de Window Rock?

—Pues sí, fui yo.

—Lo suponía. Yo no pude asistir, pero leí las actas. He realizado ciertas investigaciones a título particular sobre la imaginería religiosa del suroeste. —El visitante hizo una pausa—. No tan a fondo como usted, desde luego.

Willson se aclaró la garganta.

—Supongo que uno no dedica treinta años al estudio de ese tema sin que su nombre llegue a ser conocido —dijo con toda la modestia posible.

El visitante sonrió.

—Es un honor conocerlo. Me llamo Pendergast.

Willson tendió la mano y se encontró con un apretón desagradablemente flácido. Él se ufanaba de la firmeza del suyo.

—Resulta alentador ver que continúa con sus estudios —dijo el hombre llamado Pendergast—. Es tan profunda la ignorancia sobre las culturas de los pueblos suroccidentales…

—Lo es, sin duda —convino Willson con plena convicción.

Lo invadió una curiosa sensación de orgullo. Nadie había demostrado nunca el menor interés por su trabajo, al menos nadie capacitado para hablar del tema de manera inteligible. Desde luego aquel tal Pendergast estaba mal informado sobre los fetiches indios, pero…

—Me encantaría seguir hablando con usted —dijo Pendergast—, pero creo que ya le he robado demasiado tiempo.

—Ni mucho menos —respondió Willson—. ¿Qué me ha dicho que quería ver? ¿El estudio del año 56?

Pendergast asintió con la cabeza.

—Y hay otra cosa, si es posible. Tengo entendido que existe un informe sobre los túneles excavados en los años veinte para el proyecto ferroviario de Interborough Rapid Transit. ¿Es así?

Willson lo miró de nuevo con expresión hosca.

—Pero si esa serie consta de sesenta planos… —contestó, apagándose gradualmente su voz.

—Ya veo —dijo Pendergast con manifiesto desánimo—. No está permitido.

De pronto Willson sonrió.

—En fin, no tiene por qué enterarse nadie —respondió, satisfecho de su propia temeridad—. Y no se preocupe por la hora de cierre. Yo me quedaré aún unas horas trabajando en mi monografía. Las normas están para incumplirlas, ¿no?

Transcurridos diez minutos, salió de la oscuridad de la sala contigua empujando un carrito abarrotado de planos sobre el gastado parquet.

25

Smithback atravesó la cavernosa entrada del Four Seasons, impaciente por dejar atrás el calor, el ruido y el mal olor de Park Avenue. Se acercó a la barra cuadrada con andar acompasado. Había pasado largos ratos en aquellos taburetes, contemplando con envidia el inaccesible paraíso situado en el otro extremo del local, más allá del tapiz de Picasso. En esa ocasión, sin embargo, no se entretuvo en la barra, sino que fue derecho hacia el maître. Bastó la rápida mención de un nombre, y él, Smithback, se encaminó por aquel pasillo de ensueño hacia el exclusivo restaurante.

Pese a que todas las mesas estaban ocupadas, el salón parecía tranquilo y en silencio, ahogándose cualquier sonido en su inmensidad. Pasó entre grandes empresarios, magnates de la prensa y potentados sin escrúpulos en dirección a una de las codiciadas mesas cercanas a la fuente. Allí, ya sentada, lo esperaba la señora Wisher.

—Señor Smithback —dijo—. Gracias por venir. Tome asiento, por favor.

Smithback se sentó en la silla que le había indicado, frente a ella, y echó un vistazo alrededor. Aquel almuerzo se presentaba interesante, y confiaba en disponer de tiempo para disfrutarlo plenamente. Apenas había empezado a redactar su gran artículo, y tenía de plazo hasta las seis.

—¿Le apetece una copa de Amarone? —preguntó la señora Wisher, señalando la botella que había junto a la mesa.

Vestía un austero conjunto formado por una blusa color azafrán y una falda plisada.

—Por favor —respondió Smithback, mirándola a la cara.

Se sentía mucho más cómodo que la primera vez que la vio, sentada remilgadamente en el oscuro salón de su apartamento, con un ejemplar del
Post
al lado como una muda acusación. Su necrológica del «Ángel de Central Park South», la recompensa ofrecida por el
Post
y la favorable crónica sobre la concentración de Grand Army Plaza, pensaba, le garantizaban una cálida acogida.

La señora Wisher hizo una seña al sumiller, esperó a que llenase la copa del periodista y luego se inclinó casi imperceptiblemente sobre la mesa.

—Señor Smithback, se preguntará sin duda por qué le he pedido que almuerce conmigo.

—Cierta curiosidad sí tengo, desde luego —contestó Smithback. Saboreó el vino y le pareció excelente.

—En ese caso, no perderé el tiempo recreándome con su inteligencia. En esta ciudad están a punto de producirse ciertos acontecimientos, y me gustaría que usted los documentase.

—¿Yo? —dijo Smithback, dejando de inmediato la copa.

Los labios de la señora Wisher se enarcaron levemente en lo que quizá fuese una sonrisa.

—Imaginaba que se sorprendería. Pero sepa, señor Smithback, que he llevado a cabo una ligera investigación sobre usted desde nuestra anterior entrevista. Y he leído su libro sobre los asesinatos del museo.

—¿Ha comprado un ejemplar? —preguntó Smithback esperanzado.

—Lo encontré en la biblioteca pública de Amsterdam Avenue. Fue una lectura interesante. Ignoraba que se hubiese visto implicado tan directamente en casi todos los aspectos del suceso.

Smithback escrutó su rostro, pero no percibió el menor indicio de sarcasmo en su expresión.

—Leí también su artículo sobre nuestra concentración —prosiguió la señora Wisher—. Noté en él un tono constructivo del que carecían las reseñas de otros periódicos. —Trazó un amplio gesto con las manos—. Además, debo darle las gracias porque sin usted todo eso no habría ocurrido.

—¿Usted cree? —preguntó Smithback con cierto nerviosismo.

La señora Wisher asintió con la cabeza.

—Fue usted quien me convenció de que la única manera de despertar a esta ciudad es espolearla. ¿Recuerda sus palabras? «En esta ciudad la gente no presta atención a nada a menos que se lo escupamos a la cara.» De no ser por usted, quizá seguiría sentada en el salón de mi casa, escribiendo cartas al alcalde en lugar de encauzar mi dolor hacia una buena causa.

Smithback movió la cabeza en un gesto de asentimiento. La viuda «no muy alegre» tenía su parte de razón.

—Desde aquella concentración, nuestro movimiento se ha difundido de una manera espectacular —dijo la señora Wisher—. Hemos puesto de manifiesto un problema que preocupa a todos por igual. La gente empieza a unirse, gente con poder e influencia. Pero nuestro mensaje va dirigido también al ciudadano de a pie, al hombre de la calle. Y ésa es la clase de personas a las que usted puede llegar con su periódico.

Aunque a Smithback no le gustaba que le recordasen que escribía para el ciudadano de a pie, no se le demudó la expresión. Por otra parte, lo había visto con sus propios ojos: al disolverse la concentración, muchos se habían quedado en las inmediaciones, bebiendo, vociferando, dispuestos a la acción.

—Y ahora le expondré mi propuesta. —La señora Wisher apoyó sus uñas pequeñas y cuidadas en el mantel de hilo—. Le proporcionaré acceso privilegiado a todas las acciones que organice Recuperemos Nuestra Ciudad. Muchas de esas acciones se realizarán intencionadamente sin previo aviso. Ni la prensa ni la policía se enterarán hasta que sea ya demasiado tarde para intervenir. Usted, en cambio, formará parte de mi círculo. Sabrá qué esperar y cuándo esperarlo. Puede acompañarme si lo desea. Y luego se lo escupirá a sus lectores a la cara.

Smithback se esforzó por disimular su entusiasmo. Esto es demasiado bueno para ser verdad, pensó.

—Imagino que deseará escribir otro libro —continuó la señora Wisher—. Cuando la campaña Recuperemos Nuestra Ciudad llegue a buen puerto, contará con todo mi apoyo en ese proyecto. Me pondré a su disposición para cuantas entrevistas considere necesarias. Además, Hiram Bennet, el editor de Cygnus House, es amigo íntimo mío. Sin duda le interesará un manuscrito así.

¡Dios santo!, pensó Smithback. Hiram Bennet, el editor por antonomasia. Imaginaba ya la guerra de pujas entre Cygnus House y Stockbridge, la editorial que había publicado su libro sobre el museo. Exigiría a su agente que lo sacase a subasta, partiendo de un mínimo de doscientos mil de los grandes, no, mejor doscientos cincuenta mil, y un diez por ciento de derechos…

—A cambio le pido una cosa —dijo fríamente la señora Wisher, interrumpiendo sus pensamientos—. Que a partir de ahora se dedique plenamente a informar sobre Recuperemos Nuestra Ciudad. Quiero que sus artículos, cuando aparezcan, se centren de manera exclusiva en nuestra causa.

—¿Cómo? —preguntó Smithback—. Señora Wisher, soy cronista de sucesos. Mi contrato me exige presentar material con regularidad.

El espejismo de la fama se desvaneció de inmediato, dando paso al rostro airado del director del
Post,
Arnold Murray, reclamándole su siguiente artículo.

La señora Wisher asintió con la cabeza.

—Me hago cargo. Y creo que dentro de unos días podré suministrarle todo el «material» que desee. Le daré detalles en cuanto redondeemos nuestros planes. Confíe en mí: estoy segura de que los dos saldremos beneficiados de esta relación.

Smithback pensó rápidamente. En dos horas debía presentar su artículo sobre lo que había escuchado a escondidas en la reunión del museo. De hecho ya lo había atrasado con la esperanza de conseguir más información. Aquél era el artículo que le valdría un aumento de sueldo, el artículo con el que volvería a anticiparse al gilipollas de Bryce Harriman.

Pero ¿realmente lo era? El asunto de la recompensa estaba ya un tanto trasnochado, y no había proporcionado pistas. El reportaje sobre Mephisto no había suscitado el interés que preveía. No existían indicios claros de que la muerte del forense guardase relación con el caso, por sospechosa que resultase la coincidencia. Y había que tener en cuenta asimismo las posibles consecuencias de haber entrado en el museo sin autorización.

Por otro lado, la exclusiva que proponía la señora Wisher podía ser la dinamita que andaba buscando. Su intuición periodística le decía que aquello era un éxito seguro. Podía telefonear y pretextar que estaba enfermo, eludir a Murray durante un par de días. Cuando apareciese con el resultado final, todo quedaría olvidado.

Alzó la vista.

—Señora Wisher, acaba de cerrar un trato.

—Llámeme Anette —dijo ella, mirándolo a la cara por un momento antes de concentrarse de nuevo en la carta—. Y ahora pidamos, ¿le parece? Le recomiendo las vieiras envueltas en hojaldre al limón y caviar. Al cocinero le quedan deliciosas.

26

Hayward dobló la esquina de la calle Setenta y dos y, deteniéndose en seco, contempló con incredulidad el edificio de color arena que se alzaba ante ella. Sacó de un bolsillo el papel donde tenía anotada la dirección, la comprobó y volvió a alzar la vista. No había error. Sin embargo el edificio parecía más una mansión de una historieta de Charles Addams —unas veinte veces más grande, quizá— que un bloque de apartamentos de Manhattan. La estructura se elevaba, piedra sobre piedra, a la generosa altura de nueve plantas. En lo alto, dos enormes hastiales de dos pisos se cernían como cejas sobre la fachada. El tejado de pizarra guarnecido de cobre estaba erizado de chimeneas, chapiteles, torrecillas, florones… de todo menos mirador. O menos aspilleras habría que decir quizá en este caso, pensó Hayward. El Dakota, se llamaba. Un extraño nombre para un extraño edificio. Había oído hablar de él, pero nunca lo había visto. Pero, claro está, no encontraba muchas excusas para visitar el Upper West Side.

Se dirigió hacia el arco de entrada situado en la fachada sur del edificio. El guarda de seguridad que se hallaba en la garita contigua tomó su nombre e hizo una breve llamada.

—Vestíbulo suroeste —dijo al colgar, y le indicó el camino.

Hayward se adentró por el oscuro túnel y salió a un amplio patio interior. Allí se detuvo un momento a contemplar las fuentes de bronce, pensando que el rumor suave, casi enigmático, del agua parecía fuera de lugar en aquella zona de Manhattan. Dobló a la derecha y se encaminó hacia la esquina del patio más cercana. Atravesó el estrecho vestíbulo, entró en el ascensor y pulsó el botón.

El ascensor subió lentamente y se abrió por fin ante un pequeño espacio rectangular revestido de madera oscura. Al salir, vio enfrente una única puerta. El ascensor se cerró con un susurro y empezó a descender, dejando a Hayward a oscuras. Por un instante pensó que se había equivocado de piso. Oyó un leve ruido e instintivamente movió la mano hacia su arma reglamentaria.

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