El relicario (26 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

—Cosas de la geología. Tenían que perforar bajo los túneles de metro y líneas de ferrocarril ya existentes, claro está. Pero justo debajo había un estrato de lutita, un tipo de roca sedimentaria precámbrica de pésima calidad. La lutita admite cloacas y conducciones de agua, pero no un túnel de ferrocarril. Así que tuvieron que bajar más. La Buhardilla del Diablo está a una profundidad equivalente a treinta plantas.

—Pero ¿por qué se embarcaron en semejante empresa? —preguntó Pendergast.

Diamond lo miró con expresión de incredulidad.

—¿Por qué? ¿A usted qué le parece? Esos remilgados no querían compartir las vías ni las señales con las líneas de tren regulares. Perforando los túneles a esa profundidad, podían salir directamente de la ciudad, subir hasta Crotón y tener pista libre. Sin retrasos, sin mezclarse con la gente corriente.

—Eso no explica por qué no hay documentos de su existencia —adujo Pendergast.

—La construcción costó una fortuna. Y no todo el dinero salió de los bolsillos de los magnates del petróleo. Pidieron favores al ayuntamiento. —Diamond se tocó un lado de la nariz—. No suele dejarse constancia de esa clase de construcción.

—¿Por qué abandonaron el proyecto?

—Las labores de mantenimiento eran interminables. Al estar los túneles bajo las cloacas y los colectores de lluvias, no había manera de conservarlos secos. Se producían, además, acumulaciones de metano, de monóxido de carbono, etcétera.

Pendergast asintió con la cabeza.

—Gases pesados que descendían a los niveles inferiores.

—Gastaron millones en esos condenados túneles, y no consiguieron acabar la línea. En las inundaciones del 98, cuando no llevaban abiertos ni dos años, las bombas no dieron abasto y quedó todo anegado de aguas residuales. Así que tapiaron los accesos, sin molestarse siquiera en sacar la maquinaria.

Diamond se calló, y en la cabina se oyó sólo el rugido de la chimenea de ventilación.

—¿Existe algún plano de esos túneles? —preguntó Pendergast al cabo de un momento.

—¿Planos? —repitió Diamond, alzando la vista al techo—. Me pasé veinte años buscando los planos. No hay ningún plano. Lo que sé lo averigüé charlando con unos cuantos viejos.

—¿Usted ha estado allí?

Diamond dio un respingo. Al cabo de un momento, asintió con la cabeza.

—¿Podría dibujármelos?

Diamond guardó silencio.

Pendergast se acercó a él.

—Aunque fuese un simple esbozo, le estaría muy agradecido —dijo. Se llevó la mano a una solapa como para alisársela, pero como por arte de magia asomó entre sus delgados dedos un billete de cien dólares, arqueándose hacia el ingeniero.

Diamond miró el billete como si reflexionase. Finalmente lo cogió, formó con él una bola y se lo metió en el bolsillo. A continuación, se volvió hacia la mesa de dibujo y empezó a trazar diestras líneas en una hoja amarilla de papel milimetrado. Una intrincada red de túneles comenzó a cobrar forma.

—Esto es lo mejor que puedo ofrecerle —dijo pasados unos minutos, irguiéndose en el taburete—. Yo acostumbraba a entrar por ahí. Muchas de las cavidades situadas al sur del parque se rellenaron de hormigón, y los túneles situados al norte se hundieron hace años. Tendrá que descender por el Cuello de Botella. Siga por el túnel de alimentación número 18 desde el punto donde se cruza con la tubería de agua número 24.

—¿El Cuello de Botella? —preguntó Pendergast.

Diamond asintió con la cabeza, rascándose la nariz con un dedo sucio.

—Una veta de granito atraviesa el lecho de roca sobre el que se asienta el parque. Es de una dureza extrema. En su día, para ahorrar tiempo y dinamita, los técnicos de las compañías de suministros optaron por abrir un enorme agujero y lo canalizaron todo por allí. Los túneles Astor se encuentran justo debajo. Que yo sepa, ésa es la única vía de acceso desde el sur, a menos, claro, que tenga un traje de submarinista.

Pendergast aceptó la hoja y la examinó atentamente.

—Gracias, señor Diamond. ¿Cabe alguna posibilidad de que desee volver ahí abajo e inspeccionar con mayor detenimiento la Buhardilla del Diablo? A cambio de una remuneración justa, por supuesto.

Diamond se llevó la petaca a los labios y tomó otro largo trago. Después contestó:

—No volvería a bajar ahí por todo el dinero del mundo.

Pendergast inclinó la cabeza.

—Otra cosa —añadió Diamond—. No lo llame Buhardilla del Diablo, si no le importa. Eso es jerga de topos. Son los túneles Astor.

—¿Túneles Astor?

—Sí. El proyecto fue idea de la señora Astor. Según se cuenta, convenció a su marido de que construyese la primera estación privada bajo su mansión de la Quinta Avenida. Así empezó todo.

—¿De dónde ha salido el nombre «Buhardilla del Diablo» ? —preguntó Pendergast.

Diamond sonrió con amargura.

—No lo sé. Pero piense un poco. Imagine túneles a una profundidad de treinta pisos, con grandes murales de azulejos. Imagine salas de espera con sofás, espejos, elegantes vidrieras de colores. Imagine ascensores hidráulicos con suelos de parquet y cortinas de terciopelo. Y ahora piense en qué estado debe de encontrarse todo eso después de anegarlo en aguas residuales y tenerlo cerrado a cal y canto durante un siglo. —Se echó hacia atrás y miró a Pendergast—. No sé a usted, pero a mí se me antojaría la buhardilla del mismísimo infierno.

29

Los apartaderos ferroviarios del West Side ocupaban una amplia hondonada en la zona más occidental de Manhattan, prácticamente invisible para los millones de neoyorquinos que vivían y trabajaban a escasa distancia de allí, y con sus treinta hectáreas de superficie constituían el terreno no urbanizado más extenso de la isla después del Central Park. Uno de los principales núcleos del transporte ferroviario a principios de siglo, se hallaba en la actualidad en el más completo abandono: raíles herrumbrosos que se perdían entre lampazos y ailantos, viejas vías muertas rotas y olvidadas, almacenes con el techo hundido y las paredes llenas de pintadas.

En los últimos veinte años aquella porción de tierra había dado pie a proyectos urbanísticos, querellas, manipulaciones políticas y bancarrotas. Gradualmente los arrendatarios de los almacenes habían renunciado a sus contratos y abandonado la zona, dejando paso a vándalos, pirómanos y gente sin hogar. En una esquina del terreno se concentraba un pequeño grupo de chabolas construidas de madera contrachapada, cartón y hojalata. Junto a ellas había patéticos huertos de guisantes y calabazas en absoluto desorden.

Margo se hallaba en medio de un solar cubierto de escombros chamuscados, flanqueado por dos antiguos edificios de la compañía ferroviaria. El almacén que antes ocupaba el solar había ardido por completo hacía cuatro meses. La estructura había quedado reducida a un ennegrecido armazón de vigas y algunos muros bajos de hormigón. El suelo de cemento permanecía oculto bajo medio metro de cascotes y tablas quemadas. En un rincón se veían los restos de varias mesas alargadas de metal, y sobre ellas aparatos aplastados y cristal fundido. Miró alrededor, a través de las sombras vespertinas que se entretejían sobre los escombros. Había varios objetos voluminosos que en otro tiempo habían sido máquinas con cubiertas metálicas; las cubiertas se habían fundido, dejando a la vista los mecanismos internos, marañas de cables y circuitos integrados. El olor acre del plástico y el alquitrán quemados seguía obstinadamente adherido a todo.

D'Agosta apareció junto a ella y preguntó:

—¿Qué opina?

Margo movió la cabeza en un gesto de duda.

—¿Está seguro de que ésta fue la última dirección conocida de Greg?

—Me lo ha confirmado la compañía de mudanzas. El incendio del almacén y su muerte se produjeron más o menos en las mismas fechas, así que probablemente no tuvo tiempo de mudarse a otro sitio. Pero usó un alias al solicitar el suministro eléctrico y la línea telefónica, así que no estamos seguros.

—¿Un alias? —Margo seguía contemplando los restos del almacén—. Me pregunto si murió antes o después del incendio.

—Yo me pregunto eso y otras muchas cosas —dijo D'Agosta.

—Parece un laboratorio.

D'Agosta asintió con la cabeza.

—Eso hasta yo lo había supuesto. Ese tal Kawakita era científico. Como usted.

—No exactamente. Greg se dedicaba sobre todo a la genética y la biología evolutiva. Mi especialidad es la farmacología antropológica.

—Igual da. —D'Agosta se reacomodó la cintura del pantalón—. Mi duda es qué clase de laboratorio era éste.

—Así, sin más, no sabría decirle. Necesitaría averiguar qué eran esas máquinas del rincón. Y a partir del cristal fundido que hay sobre esas mesas tendría que formarme una idea de los accesorios que utilizaba y cómo estaban dispuestos.

—¿Y bien? —dijo D'Agosta, mirándola.

—Y bien ¿qué?

—¿Quiere ocuparse de ello?

Margo se volvió hacia él.

—¿Por qué yo? En el Departamento de Policía debe de haber especialistas…

—No les interesa —la interrumpió D'Agosta—. En su lista de prioridades, esto está justo por debajo de las multas de aparcamiento.

Margo, sorprendida, arrugó el entrecejo.

—A los jefes les trae sin cuidado Kawakita y a qué pudiese dedicarse antes de su muerte. Consideran que fue una víctima fortuita más. Como el propio Brambell.

—¿Y usted no está de acuerdo? ¿Cree que estaba implicado en los asesinatos?

D'Agosta sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.

—Francamente, no lo sé. Pero intuyo que Kawakita estaba metido en algo, y me gustaría saber de qué se trataba. Usted lo conocía, ¿verdad?

—Sí —contestó Margo.

—Yo sólo lo vi una vez, en la fiesta de despedida que Frock organizó para Pendergast. ¿Cómo era?

Margo pensó por un momento.

—Muy inteligente. Un científico de primera.

—¿Y qué puede decirme de su personalidad?

—No era la persona más encantadora del museo —respondió Margo con cautela—. Era… en fin, un tanto inflexible, podríamos decir. Siempre tuve la impresión de que habría sido capaz de cualquier cosa por promocionarse profesionalmente. No se relacionaba apenas con el resto del personal y no parecía confiar en nadie que pudiese… —Se interrumpió.

—¿Sí?

—¿Es esto necesario? No me gusta hablar mal de alguien que no está presente para defenderse.

—Pues ésa suele ser la mejor ocasión. ¿Era la clase de hombre que podría involucrarse en actividades delictivas?

—No, en absoluto. Era uno de esos científicos que antepone la ciencia a los valores humanos, y yo no siempre aprobaba su sentido ético, pero no era un delincuente. —Titubeó—. Intentó ponerse en contacto conmigo hace un tiempo, quizá un mes antes de morir.

D'Agosta la miró con curiosidad.

—¿Sabe qué quería? No parece que él y usted fuesen precisamente amigos.

—Amigos íntimos no. Pero éramos colegas. Si él tenía algún problema… —Su rostro se ensombreció—. Quizá podría haberlo ayudado, y ni siquiera le devolví la llamada.

—Probablemente nunca lo sabrá. En todo caso, le agradecería que echase un vistazo por aquí, que intentase averiguar a qué se dedicaba.

Margo vaciló, y D'Agosta la miró con mayor atención.

—¿Quién sabe? —añadió con un tono más distendido—. Quizá le sirva para aplacar a alguno de esos demonios internos.

«Bonita manera de decirlo —pensó Margo, consciente sin embargo de que el teniente no albergaba mala intención—. El teniente D'Agosta, psicólogo popular. Y ahora me saldrá con que examinar este montón de escombros me servirá para “liberar mi ansiedad”.»

Contempló por un momento el almacén derruido.

—De acuerdo, teniente —accedió por fin.

—¿Quiere que haga venir a un fotógrafo? —sugirió D'Agosta.

—Quizá después. Por ahora me bastará con hacer unos dibujos.

—Muy bien —respondió D'Agosta, que parecía inquieto.

—Ya puede marcharse —dijo Margo—. No hace falta que se quede ahí mirando.

—Ni hablar —repuso D'Agosta—. Después de lo de Brambell, no pienso dejarla sola.

—Teniente…

—De todos modos, tengo que recoger unas cenizas para las pruebas de detección de sustancias inflamables. No la molestaré. —Malhumorado, permaneció inmóvil junto a ella.

Margo dejó escapar un suspiro, sacó un cuaderno de dibujo del bolso y observó de nuevo el laboratorio en ruinas. Era un lugar deprimente, como una muda acusación: «Podrías haber hecho algo. Greg intentó ponerse en contacto contigo. Quizá las cosas no habrían acabado así.»

Sacudió la cabeza, disipando el sentimiento de culpabilidad. No le serviría de nada. Además, si en algún sitio podía encontrar una explicación a la muerte de Greg, era allí. Y tal vez la única manera de huir de aquella pesadilla era bajar la cabeza y ponerse manos a la obra de inmediato. En todo caso, le permitía alejarse un rato del Laboratorio de Antropología Forense, que empezaba a parecer un osario. El cadáver de Bitterman había llegado del depósito el miércoles por la tarde, trayendo consigo nuevas dudas. Las marcas en los huesos del cuello indicaban que había sido decapitado mediante alguna clase de cuchillo tosco y primitivo. El asesino —o los asesinos— había realizado su siniestro trabajo con precipitación.

Dibujó a grandes rasgos el laboratorio, teniendo en cuenta las dimensiones de las paredes, la colocación de las mesas y la disposición de los montones de equipo destrozado. Todo laboratorio poseía una dinámica, que dependía de la clase de tareas que se llevasen a cabo. Si bien el equipo permitía averiguar de manera general la clase de investigación que se realizaba, la dinámica revelaba la aplicación específica.

Una vez completado el esbozo global, Margo pasó a las mesas. Al ser de metal, habían resistido relativamente bien el calor del fuego. Dibujó un rectángulo por cada mesa y luego se concentró en los restos de cristal fundido: vasos de precipitados, pipetas, probetas graduadas y otros accesorios que por el momento era imposible identificar. Se intuía una compleja disposición multinivel. Sin duda se había efectuado allí algún tipo de investigación bioquímica avanzada. Pero ¿qué tipo exactamente?

Se detuvo por un instante y aspiró la mezcla de olores del aislante eléctrico quemado y la brisa salina del Hudson. Luego dirigió su atención a la maquinaria. Era un material caro, a juzgar por las cubiertas de acero inoxidable mate y los restos de los paneles de control y los displays fluorescentes de vacío.

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