El relicario (30 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

La solución, pues, era sencilla: aislar el retrovirus, introducirlo en un medio de cultivo y ver qué droga producía.

«Kawakita debió de pensar lo mismo», se dijo Margo.

Quizá Kawakita no había intentado manipular genéticamente la planta, sino el virus. En ese caso…

Margo se sentó, devanándose los sesos. Parecía que por fin las cosas comenzaban a encajar: la anterior investigación y la actual; la materia viral y la planta huésped; Mbwun; las fibras. Pero seguía sin explicarse por qué Kawakita había abandonado el museo para ocuparse de aquello. Tampoco entendía cómo podía haberse desplazado Mbwun desde la selva amazónica hasta allí en busca de las plantas que la expedición de Whittlesey había…

Whittlesey
.

Llevándose una mano a la boca, se puso en pie. El taburete cayó ruidosamente al suelo de linóleo.

De pronto todo resultaba perfecta y aterradoramente claro.

33

En aquella ocasión, cuando Smithback salió del ascensor del número 9 de Central Park South y entró en el recibidor del apartamento, notó de inmediato que las ventanas del amplio salón estaban abiertas de par en par. El sol penetraba a raudales, envolviendo en una luz dorada los sofás y las mesas de palisandro y convirtiendo lo que antes parecía una funeraria en un espacio cálido y luminoso.

Anette Wisher se hallaba en el balcón, sentada a una mesa con la superficie de cristal, y llevaba un sombrero de paja y unas gafas de sol. Se volvió hacia él, sonrió y le indicó que tomase asiento. Smithback se acomodó en una de las sillas y contempló admirado la vasta alfombra verde del Central Park, desplegándose en dirección norte hacia la calle Ciento diez.

—Sírvele un té al señor Smithback —ordenó la señora Wisher a la criada que lo había acompañado hasta allí.

—Llámeme Bill, por favor —dijo Smithback, estrechando la mano que la señora Wisher le tendió.

Incluso bajo la luz implacable del verano, advirtió Smithback, la piel de la señora Wisher parecía inmune a los estragos del tiempo. Blanca y tersa, poseía una elasticidad juvenil, sin el menor indicio de la flacidez propia de la edad.

—Agradezco la paciencia que ha demostrado —dijo la señora Wisher al retirar la mano—. Creo que coincidiremos en que está a punto de verse recompensada. Hemos decidido ya el plan de acción, y como le prometí, usted será el primero en saberlo. Naturalmente, debe mantenerlo en secreto.

Smithback aceptó el té y aspiró el aroma exquisito y delicado del jazmín. Sentado en aquel magnífico apartamento, con todo Manhattan a sus pies, tomando té con la mujer que todos los periodistas de la ciudad deseaban entrevistar, sentía un agradable bienestar. Incluso compensaba la humillación de ver cómo le pisaba la primicia el hijo de puta petulante de Bryce Harriman.

—Dado el éxito de la concentración de Grand Army Plaza, hemos decidido poner en marcha una nueva etapa de la campaña Recuperemos Nuestra Ciudad —explicó la señora Wisher.

Smithback asintió con la cabeza.

—El plan es muy sencillo, de hecho —continuó la señora Wisher—. Todas nuestras futuras acciones tendrán lugar sin previo aviso, y cada una de ellas a mayor escala. Y siempre que se cometa un nuevo asesinato, nos manifestaremos ante la jefatura de policía para exigir el final de tales atrocidades. —Se llevó la mano a la cara y se apartó un mechón de cabello suelto—. Pero confío en que no tendremos que esperar demasiado para ver verdaderos cambios.

—Y eso ¿por qué? —preguntó Smithback con curiosidad.

—Mañana por la tarde a las seis nuestros seguidores se congregarán frente a la catedral de San Patricio. Y créame, el grupo que vio en Grand Army Plaza le parecerá insignificante en comparación. Nos proponemos demostrar a esta ciudad que hablamos en serio. Subiremos por la Quinta Avenida, doblaremos en Central Park South y seguiremos por Central Park West, deteniéndonos a encender velas en todos los lugares donde se han producido asesinatos. Por último, a medianoche, nos concentraremos en el Great Lawn del Central Park para rezar una oración. —Movió la cabeza en un gesto de negación—. Me temo que las autoridades municipales no han comprendido aún el mensaje. Pero cuando vean el centro de Manhattan colapsado por la presencia de un gran número de electores, todos exigiendo que se tomen medidas, sin duda lo comprenderán, se lo aseguro.

—¿Y el alcalde? —preguntó Smithback.

—Es posible que el alcalde vuelva a aparecer. Los políticos de su calaña se sienten atraídos irresistiblemente por las multitudes. Cuando venga, pienso advertirle que ésta es su última oportunidad. Si vuelve a decepcionarnos, estamos dispuestos a pedir nuevas elecciones para apartarlo del cargo. Y cuando acabemos con él, no encontrará trabajo ni en la perrera de Akron, Ohio. —Una fría sonrisa se dibujó en sus labios—. Espero que, en su momento, reproduzca usted textualmente mis palabras.

Smithback no pudo evitar sonreír. Aquello era absolutamente perfecto.

34

Estaba casi terminada.

Entró en la húmeda oscuridad del Templo y recorrió con las yemas de los dedos las frías esferas de que se componían las paredes, acariciando las superficies orgánicas, las cavidades y prominencias. Aquél era el lugar que le correspondía, tan parecido a como antes había sido y, sin embargo, tan distinto. Se volvió y se sentó en el trono que le habían construido, notando la curtida superficie del asiento y la elasticidad de los miembros atados, oyendo el ligero chirrido del tendón y el hueso, sus sentidos tan despiertos como nunca antes. La obra quedaría pronto culminada. Como él había llegado ya a su culminación.

Habían trabajado con ahínco para él, su jefe, su amo. Lo amaban y lo temían, como debía ser, y a partir de ese momento lo venerarían. Cerró los ojos y aspiró el aire denso y fragante que se arremolinaba en torno a él como la bruma. En otro tiempo, antes de adquirir el don de la agudeza sensorial, le habría repugnado el hedor del Templo. Ese don se lo debía a la planta; ese don, y otras muchas cosas. Ahora todo era distinto. Aquel olor era para él como un vasto paisaje, siempre cambiante, teñido de todos los colores imaginables, nítido y luminoso en un sitio, lóbrego y misterioso en otro. Aquel olor contenía montes, desfiladeros y desiertos, mares y cielos, ríos y praderas, un panorámico abanico de fragancias indescriptible mediante el lenguaje humano. En comparación, el mundo percibido con la vista resultaba monótono, desagradable, estéril.

Saboreó su triunfo. Donde el otro había fracasado, él había salido airoso. Donde el otro había sucumbido al miedo y la incertidumbre, él había hecho acopio de fuerza y valor. El otro había sido incapaz de descubrir el defecto de la fórmula. Él no sólo había encontrado el defecto, sino que además había dado el siguiente paso y perfeccionado la extraordinaria planta y su secreto contenido. El otro había subestimado la viva necesidad de ritual y ceremonia de sus criaturas. Él no. Sólo él comprendía el sentido último.

Aquélla era la verdadera manifestación del trabajo de toda su vida, y lo atormentaba pensar que no se había dado cuenta antes. Era él, y no el otro, quien poseía la fuerza, la inteligencia y la voluntad para llevarlo a cabo. Sólo él podía depurar el mundo y guiarlo hacia su futuro.

¡El mundo! Mientras mascullaba la palabra, percibía la presión de ese mundo patético sobre él, sobre el santuario de su Templo. Ahora lo veía todo tan claro… Era un mundo superpoblado, plagado de enjambres de humanos que, como insectos, bullían sin objetivo, sin sentido y sin utilidad, agitándose en sus insignificantes y míseras vidas como los frenéticos pistones de una absurda máquina. Siempre estaban sobre él, vertiendo su basura, apareándose, reproduciéndose, muriendo, atados como esclavos a la noria de la existencia humana. Qué fácil, y qué inevitable, sería arrasarlo todo, todo, como quien abre un hormiguero de un puntapié y aplasta las larvas blanquecinas y blandas. Después vendría el Nuevo Mundo, limpio, diverso y lleno de sueños.

35

—¿Dónde están los demás? —preguntó Margo cuando D'Agosta entró en el laboratorio del Departamento de Antropología.

—No vienen —contestó D'Agosta y, tirándose de las patas del pantalón, se sentó en una de las sillas que rodeaban la pequeña mesa de reuniones situada en el centro del laboratorio—. Tenían otro asunto pendiente. —Viendo la expresión de Margo, sacudió la cabeza en un gesto de enojo y dijo—: ¡Bah, qué más da! Para serle sincero, esto no les interesa. Waxie, el tipo que vino cuando Brambell presentó su informe, está ahora al frente del caso. Y cree que ya tiene a su hombre.

—¿Que ya tiene a su hombre? ¿Qué quiere decir?

—Un chiflado que han encontrado en el Central Park. Es un asesino, sí, pero no el que buscamos. O al menos eso piensa Pendergast.

—¿Y dónde está Pendergast?

—En viaje de negocios. —D'Agosta sonrió, como si la respuesta fuese un chiste que sólo él entendía—. Y bien, ¿qué ha averiguado?

—Empezaré por el principio. —Margo respiró hondo—. De esto hace diez años, ¿de acuerdo? Se organiza una expedición a la cuenca del Amazonas. La dirige un científico del museo, Julian Whittlesey. Surgen graves discrepancias, y el equipo se separa. Por diversas razones, nadie regresa con vida. Pero llegan al museo varias cajas de reliquias. Una de ellas contiene una siniestra estatuilla, embalada con un material fibroso.

D'Agosta asintió con la cabeza. Hasta el momento todo era historia pasada.

—Nadie sabe, no obstante, que la estatuilla es la representación de una criatura autóctona y salvaje, ni que el material de embalaje lo forman fibras de una planta vital en la alimentación de esa criatura. Poco después el hábitat de la criatura es devastado a causa de una prospección minera llevada a cabo por el gobierno local. De manera que el monstruo, Mbwun, sigue el rastro a las únicas fibras que quedan, desde la cuenca del Amazonas hasta Belem y desde allí hasta Nueva York. Sobrevive en el sótano del museo, comiendo animales y consumiendo las fibras de esa planta, de la que por lo visto depende.

D'Agosta volvió a asentir.

—Pues bien, no me lo creo —añadió Margo—. Me lo creía, pero ya no me lo creo.

D'Agosta enarcó las cejas.

—¿Qué es exactamente lo que no se cree?

—Piénselo, teniente. ¿Cómo podría venir un animal salvaje, por inteligente que fuese, desde la cuenca del Amazonas hasta Nueva York detrás de unas cuantas cajas llenas de fibras? Esto está muy lejos de su hábitat.

—No está diciéndome nada que no supiésemos ya cuando acabamos con la bestia —repuso D'Agosta—. Entonces no había más interpretación que ésa, y yo ahora desde luego no veo ninguna otra. Mbwun estuvo aquí. ¡Por Dios, si hasta noté su aliento! Si no vino del Amazonas, ¿de dónde vino?

—Buena pregunta —dijo Margo—. ¿Y si Mbwun era originariamente de Nueva York y no hizo más que volver a casa?

Se produjo un breve silencio.

—¿Volver a casa? —preguntó D'Agosta, desconcertado.

—Sí. ¿Y si Mbwun no era un animal sino un ser humano? ¿Y si era
Whittlesey
?

Esta vez el silencio se prolongó mucho más tiempo. D'Agosta observó a Margo. Por más que estuviese en excelente forma, debía de hallarse al borde del agotamiento después de tantos días trabajando sin descanso. Y luego el asesinato de Brambell, y para colmo descubrir que uno de los cadáveres que había estado examinando pertenecía a un antiguo compañero de trabajo, un compañero además cuya llamada telefónica no había contestado, con el consiguiente sentimiento de culpabilidad. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido, tan egoísta, de meterla en un asunto como aquél, sabiendo lo mucho que la habían afectado los anteriores asesinatos del museo?

—Escuche, doctora Green, creo que le conviene… —empezó a decir.

—Lo sé, lo sé; parece un disparate —lo interrumpió Margo, alzando la mano—. Pero no lo es, se lo garantizo. En este mismo momento mi ayudante realiza en el laboratorio varias pruebas más para verificar mis descubrimientos, así que déjeme acabar. Mbwun tenía un porcentaje asombrosamente alto de ADN humano. Secuenciamos una uña, ¿recuerda? Y no olvide que la criatura mató a todos cuantos se le cruzaron en el camino menos a una persona, Ian Cuthbert. ¿Por qué? Cuthbert era amigo íntimo de Whittlesey. Por otra parte, el cadáver de Whittlesey nunca apareció.

D'Agosta apretó los dientes. Aquello era una locura. Echó la silla hacia atrás y empezó a levantarse.

—Déjeme acabar —insistió Margo con serenidad.

D'Agosta la miró y vio algo en sus ojos que lo indujo a sentarse de nuevo.

—Teniente —prosiguió Margo—, soy consciente de que todo esto parece absurdo. Cometimos un grave error. Yo soy tan culpable como el que más. La otra vez dejamos el enigma sin resolver. Pero alguien sí encontró la respuesta:
Greg Kawakita
. —Colocó sobre la mesa una ampliación de veinte por veinticinco centímetros de una imagen microscópica—. Esta planta contiene un retrovirus.

—Eso ya lo sabíamos —recordó D'Agosta.

—Pero pasamos por alto el hecho de que este retrovirus posee una facultad única: introduce ADN extraño en la célula huésped. Y produce una droga. Esta tarde he sometido las fibras a unas cuantas pruebas más y he descubierto un par de detalles interesantes. Portan material genético, ADN de reptil, que se inserta en el huésped humano al ingerirse la planta. Y ese ADN a su vez origina una transformación
física.
Whittlesey, no sé cómo ni por qué, debió de ingerir la planta durante la expedición, y experimentó un cambio morfológico.
Se convirtió en Mbwun.
Cuando el cambio se operó por completo, sintió la necesidad de consumir regularmente una dosis de la droga presente en la planta. Y cuando el suministro autóctono desapareció, Whittlesey supo que podía encontrar más en el museo. Lo supo porque él había enviado las plantas como material de embalaje en las cajas. Así que regresó a donde se hallaban las cajas. Sólo cuando se vio privado de su provisión de fibras empezó a matar a seres humanos, porque el hipotálamo del cerebro humano contiene una hormona similar a…

—Un momento. ¿Está diciéndome que uno, al comer esa planta, se convierte en una especie de monstruo? —preguntó D'Agosta con incredulidad.

Margo movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Y ahora ya sé qué tenía que ver Greg con todo esto. Él encontró la clave del misterio y decidió perderse de vista para llevar a cabo algún plan. —Desenrolló un gran diagrama sobre la mesa de reuniones—. Aquí tiene un plano de su laboratorio, o al menos de lo que he podido reconstruir. Esa lista que ve en la esquina incluye todo el equipo que identifiqué. En total, incluso a precios de mayorista, debió de costar más de ochocientos mil dólares.

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