El relicario (31 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

A D'Agosta se le escapó un silbido.

—Dinero de la droga.

—Exacto, teniente —confirmó Margo—. Un laboratorio de esta envergadura sólo podía tener una finalidad: producir algo mediante ingeniería genética a nivel industrial. Y subrayo la palabra «industrial».

—A finales del año pasado corrieron rumores de que había aparecido en las calles una nueva droga —comentó D'Agosta—. Se llamaba «esmalte». Muy poco común, muy cara, y con un efecto asombroso. Pero últimamente apenas he oído hablar de ella.

—En la ingeniería genética hay tres fases —explicó Margo, poniendo un dedo en el diagrama—. Primero debe determinarse el mapa del ADN de un organismo. Para eso servían los aparatos colocados contra la pared norte. Combinados, constituían un sistema secuencia de gran potencia. Este primero controla la reacción en cadena de la polimerasa, que duplica el ADN para poderlo secuenciar. Este otro secuencia el ADN. Luego viene esta otra máquina, que era un NAD-1 de Cambridge Systems. Abajo tenemos una. Se trata de un superordenador en extremo especializado que usa CPUs de arseniuro de galio y procesado vectorial para analizar los resultados secuenciales. Junto a la pared sur se encontraban los restos fundidos de varios acuarios. Kawakita cultivaba la planta de Mbwun en grandes cantidades para suministrar materia prima a todo este proceso. Y aquí hay un equipo de producción viral Ap-Gel para incubar y cultivar los virus.

La sala quedó sumida en un silencio sepulcral. D'Agosta se enjugó la frente y se palpó el bolsillo en busca de la tranquilizadora forma de su cigarro. A su pesar, empezaba a creer a Margo.

—Kawakita utilizaba este equipo para
excluir
algunos de los genes del virus. —Margo dispuso varias ampliaciones más sobre la mesa—. Esto son micrografías obtenidas a través del microscopio electrónico de exploración. Revelan que excluía los genes de reptil. ¿Por qué? Porque pretendía anular los efectos
físicos
de la droga.

—¿Qué opina Frock de todo esto? —preguntó D'Agosta, y al instante le pareció advertir un fugaz sonrojo en el rostro de Margo.

—Aún no he tenido ocasión de informarle. Pero sé que se lo tomará con escepticismo. Sigue aferrado a su teoría de la evolución fractal. Por disparatado que esto suene, teniente, existen muchas sustancias en la naturaleza, por ejemplo las hormonas, que causan transformaciones sorprendentes como ésta. Hay una hormona llamada BSTH que convierte a un gusano en una mariposa. Otra es la resotropina-x. Cuando un renacuajo recibe una dosis, se transforma en rana en cuestión de días. Eso mismo está ocurriendo aquí, no me cabe la menor duda. Sólo que ahora hablamos de cambios en un ser humano. —Guardó silencio por un instante—. Hay algo más.

—¿No le parece ya bastante? —repuso D'Agosta.

Margo extrajo de su bolso pequeños fragmentos de papel quemado, protegidos entre láminas de plástico transparente.

—Entre las cenizas del laboratorio encontré un cuaderno, al parecer el diario de trabajo de Kawakita. Éstas eran las únicas partes con texto legible. —Sacó más fotografías—. He pedido ampliaciones de los fragmentos. El primero pertenece a una de las hojas de la mitad del cuaderno. Es una lista.

D'Agosta observó la fotografía. Distinguió unas cuantas palabras en el margen izquierdo del papel chamuscado: «wysoccan, pie azul amante del estiércol». Más abajo, casi a pie de página, se leía: «nube verde, pólvora, corazón de loto».

—¿Usted entiende el sentido? —preguntó D'Agosta, anotando las palabras en su bloc.

—Sólo el de «pólvora» —contestó Margo—. Aunque tengo la sensación de que debería reconocer algo más. —Le entregó otra fotografía—. Ese otro parece una serie de segmentos del código de su programa de extrapolación. Y luego hay uno más largo.

D'Agosta cogió el fragmento que Margo le tendía.

… no puedo vivir sabiendo lo que he… ¿Cómo pude, mientras estaba concentrado en… pasar por alto los efectos psíquicos que… pero noto al otro cada día más impaciente. Necesito tiempo para…

—Da la impresión de que estuviese tomando conciencia de algo —comentó D'Agosta, devolviéndole la fotografía—. Pero ¿qué hizo exactamente?

—A eso iba —contestó Margo—. Como ve, hace referencia a los efectos psíquicos del esmalte como algo que no había tenido en cuenta. ¿Y se ha fijado en la alusión a «otro»? Esa parte todavía no la entiendo. —Cogió otra ampliación—. Luego está esto. Creo que pertenece a la última página del diario. Observe que, aparte de muchos números y cálculos, aparecen sólo cuatro palabras legibles, separadas por un punto: «… irreversible. El thyoxin podría…».

D'Agosta la miró con expresión interrogativa.

—Lo he consultado. El thyoxin es un herbicida experimental, muy potente, para eliminar las algas de los lagos. Si Greg cultivaba esta planta, ¿para qué quería el thyoxin? ¿O la vitamina D, que por lo visto también sintetizaba? Quedan aún muchos detalles que no consigo explicarme.

—Se lo mencionaré a Pendergast, por si le sugiere algo. —D'Agosta contempló las fotografías por un momento y luego las dejó a un lado—. Sigo sin verlo claro, doctora Green. ¿ Qué perseguía exactamente Kawakita con todos esos aparatos?

—Probablemente intentaba dominar la droga aislando los genes reptilianos en el virus de la planta de Mbwun.

—¿Dominar?

—Creo que pretendía crear una droga que no provocase cambios físicos grotescos. Conseguir que su consumo proporcionase un estado más alerta, más fuerza, más velocidad, mejor visión en la oscuridad. Es decir, las facultades hipersensoriales que poseía Mbwun, pero sin los efectos secundarios. —Margo enrolló el diagrama—. Tendré que analizar unas muestras de tejido del cadáver de Kawakita para asegurarme; pero creo que encontraremos rastros de la droga de Mbwun, sustancialmente modificada. Y casi con toda certeza descubriremos que la droga ejerce un efecto narcótico de algún tipo.

—¿Cree que Kawakita la tomaba?

—Estoy convencida. Pero debió de equivocarse en algo. Posiblemente no la refinó o purificó bien. Y las deformaciones que vimos en su esqueleto fueron el resultado.

D'Agosta volvió a enjugarse la frente. Necesitaba el cigarro con urgencia.

—Permítame sólo un minuto más —dijo—. Kawakita no era tonto. No habría tomado una droga peligrosa sin más ni más, sólo por ver qué ocurría. Eso es inconcebible.

—Tiene razón, teniente. Y quizá a eso se deba la culpabilidad. ¿Comprende? Kawakita no habría tomado la droga directamente; la habría probado antes con otros.

—¡Oh, no! —masculló D'Agosta. Tras un largo silencio, añadió—: ¡Joder, no!

36

Bill Trumbull rebosaba optimismo. La bolsa había subido dieciséis puntos aquel día, casi cien en lo que iba de semana, y la tendencia alcista aún no había tocado techo. A sus veinticinco años, se embolsaba ya cien mil dólares anuales. Sus ex compañeros del Babson College iban a reconcomerse de envidia cuando se lo contase en la reunión de la semana siguiente. Casi todos ellos habían acabado en empleos administrativos de poca monta, y con suerte sacaban a lo sumo cincuenta mil.

Trumbull y sus amigos, charlando y riendo, pasaron por los molinetes de la estación de metro de Fulton Street. Eran ya más de las doce de la noche, y volvían del Seaport, donde habían disfrutado de una buena cena, acompañada de abundante cerveza, y hablado interminablemente de lo ricos que llegarían a ser. Ahora estaban alborotados, mofándose del cretino que acababa de incorporarse al programa de capacitación y que no duraría ni un mes.

Trumbull notó una ráfaga de aire viciado y oyó el rumor distante y familiar del tren a la vez que aparecían en el túnel los dos pequeños faros. Llegaría a casa en media hora. Sintió un momentáneo enojo al pensar en lo lejos que vivía de allí —en la calle Noventa y ocho esquina con la Tercera Avenida— y lo mucho que tardaba en llegar a casa desde Wall Street. Quizá era ya hora de mudarse, buscar un
loft
en la parte baja de Manhattan o un agradable apartamento de dos habitaciones entre las calles Sesenta y Setenta. Aunque vivir en el Soho no estaba mal, vivir en el East Side estaba mucho mejor. Un piso alto con balcón, cama grande, moqueta de color crema, muebles de cristal y metal cromado.

—…y ella dice: Cariño, ¿podrías prestarme setenta dólares?

Todos prorrumpieron en obscenas carcajadas al oír el final del chiste, y Trumbull rió también instintivamente.

El rumor se convirtió en un ruido ensordecedor cuando el tren entró en la estación. En broma, un miembro del grupo empujó a Trumbull ligeramente hacia el borde del andén, y él retrocedió de un salto ante el tren que se acercaba. Se detuvo con un estruendoso chirrido de frenos, y todos subieron a uno de los vagones.

Trumbull fue a trompicones hasta un asiento cuando el tren salía de la estación y miró alrededor con expresión de fastidio. El aire acondicionado no funcionaba y todas las ventanillas estaban abiertas, dejando entrar el olor a humedad de los túneles y el ruido atronador del tren. Hacía un calor agobiante. Se aflojó la corbata. Empezaba a sentirse mareado y notaba en las sienes un dolor ligero pero persistente. Consultó su reloj; sólo faltaban seis horas para volver a la oficina. Exhaló un suspiro y se recostó en el asiento. El tren avanzaba rápidamente con tal traqueteo que era imposible hablar. Trumbull cerró los ojos.

En la calle Catorce, bajó parte del grupo para hacer transbordo en dirección a la Penn Station, despidiéndose de él con apretones de manos y golpes de puño en el hombro. En Grand Central se apearon varios más, y quedaron sólo Trumbull y Jim Kolb, un vendedor de bonos que trabajaba en la planta de abajo. Trumbull no sentía especial simpatía por Kolb. Volvió a cerrar los ojos y dejó escapar un suspiro de cansancio cuando el tren descendió a mayor profundidad para seguir por la vía rápida.

Trumbull advirtió vagamente que el tren se detenía en la estación de la calle Cincuenta y nueve, se abrían las puertas, se volvían a cerrar, y el tren se adentraba de nuevo en la oscuridad, cobrando velocidad para recorrer el tramo de casi treinta manzanas hasta la calle Ochenta y seis. Una parada más, pensó, soñoliento.

De pronto el tren dio un bandazo, redujo la marcha y paró con un chirrido. Pasó un largo momento. Trumbull se sacudió la modorra y se irguió en el asiento con creciente irritación, escuchando los crujidos del vagón inmóvil.

—Hay que joderse —exclamó Kolb—. Hay que joderse con la línea cuatro de Lexington Avenue. —Miró alrededor en busca de alguna reacción a su comentario, pero los otros dos pasajeros, adormilados, no prestaban atención. Luego dio un codazo a Trumbull, que sonrió débilmente a la vez que pensaba que Kolb era un perdedor nato.

Trumbull echó una ojeada al vagón. Vio a una camarera preciosa y a un muchacho negro con un grueso abrigo y un gorro de punto pese a los cuarenta grados a que ascendía la temperatura dentro del tren. Aunque el chico parecía dormido, Trumbull lo observó con cautela. Probablemente vuelve a casa después de una ardua noche de atracos, pensó. Se metió la mano en el bolsillo y tocó su navaja. A él nadie iba a robarle la cartera, por más que en ese momento la llevase vacía.

De repente los altavoces crepitaron y una voz ronca anunció: «Atención, señores pasajeros. Nos hemos detenido a causa de un problema con las señales. En breve reanudaremos la marcha.»

—Sí, ya, cuéntame otra mejor —protestó Kolb, indignado.

—¿Eh? —masculló Trumbull.

—Siempre dicen lo mismo. Un problema con las señales. En breve volveremos a movernos. ¡Qué optimistas!

Trumbull cruzó los brazos y cerró de nuevo los ojos. El dolor de cabeza empeoraba y el calor era como un manto sofocante.

—Y pensar que cobran un dólar cincuenta por montar en esta sauna —dijo Kolb—. Será mejor que la próxima vez volvamos en taxi.

Trumbull asintió con indiferencia y miró el reloj: la una menos cuarto.

—No me extraña que la gente entre sin pagar —continuó Kolb.

Trumbull asintió de nuevo, preguntándose cómo hacer callar a Kolb. Oyó un ruido fuera del vagón y echó un vistazo por la ventanilla. Una forma vaga se acercaba por la vía contigua en la húmeda oscuridad. Algún técnico del metro, sin duda. Quizá aprovechan estas horas para alguna reparación en las vías, pensó Trumbull despreocupadamente viendo aproximarse la figura. Sus esperanzas crecieron por un momento, pero enseguida se desvanecieron. «Y si el tren se ha averiado; mierda, podríamos quedarnos aquí abajo encerrados hasta…»

La figura pasó silenciosamente junto a su ventanilla. Iba vestida de blanco. Trumbull se enderezó de inmediato. No era un operario sino una mujer, una mujer con un vestido largo que corría tambaleándose por las vías. Trumbull la vio alejarse. Justo en el instante en que desaparecía en la oscuridad, Trumbull advirtió una mancha en su espalda que brilló al reflejarse en ella las luces del tren parado.

—¿Has visto eso? —preguntó a Kolb.

Kolb alzó la vista.

—Si he visto ¿qué?

—Ha pasado una mujer corriendo por las vías.

—¿Has bebido una copa de más, Billy? —dijo Kolb, sonriendo.

Trumbull se puso en pie y asomó la cabeza por la ventanilla, escrutando la oscuridad en la dirección en que iba la figura. Nada. Al volverse de nuevo hacia el interior del vagón, se dio cuenta de que nadie había notado nada.

¿Qué ocurría allí? ¿Era un atraco? Se asomó otra vez, pero la mujer no estaba; el túnel había quedado vacío y en silencio.

—Esto no va a ser ni mucho menos «breve» —se quejó Kolb, golpeando con la yema de un dedo su Rolex tornasolado.

Trumbull tenía la cabeza a punto de estallar. Desde luego había bebido suficiente para ver visiones. Ya era la tercera vez esa semana que se emborrachaba. Quizá debería salir menos por las noches. Seguramente había visto a un operario con algo cargado al hombro. O a una operaria. Al fin y al cabo, últimamente había también mujeres en aquella clase de trabajos. Lanzó un vistazo al vagón de delante a través de las puertas de la zona de enganche, pero dentro todo estaba en orden; el único pasajero permanecía inmóvil con mirada ausente. Si había ocurrido algo, avisarían por los altavoces.

Se sentó, cerró los ojos y se concentró en mitigar el dolor de cabeza. Por lo general, no le disgustaba viajar en metro. Era rápido, y el ruido del tren y los destellos de las luces lo mantenían distraído. Pero en ocasiones como aquélla, viéndose allí inmovilizado en la asfixiante oscuridad, le era difícil no pensar en la profundidad a la que se hallaba el túnel o los casi dos kilómetros de negrura que se extendían entre él y la siguiente parada.

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