El relicario (48 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

—No sé si acabo de entenderlo —dijo Pendergast.

—De hecho, no es la luz en sí. Es lo que la luz
crea.
Los rayos de sol activan la vitamina D en la piel. ¿De acuerdo? Si para esas criaturas dicha vitamina fuese venenosa, la luz directa les causaría un gran dolor, o incluso la muerte. Por eso murieron algunos de los cultivos inoculados. Estuvieron una noche entera expuestos a la luz de una lámpara. Y eso quizá explicaría incluso por qué los llaman rugosos. La carencia de vitamina D confiere a la piel un aspecto arrugado y correoso. Y la deficiencia de esa vitamina provoca la osteomalacia, un reblandecimiento de los huesos. ¿Recuerdan que, según el doctor Brambell, el esqueleto de Kawakita parecía el resultado de un caso extremo de raquitismo? Pues en efecto así era.

—Pero eso son sólo conjeturas —replicó D'Agosta—. ¿Dónde están las pruebas?

—¿Por qué, si no, la sintetizaba Kawakita? —dijo Margo—. Piense que para él era igualmente venenosa. Sabía que las criaturas irían a por él si destruía su fuente de suministro. Y después, al carecer de la droga, asesinarían sin control. No, tenía que matar las plantas y también a las criaturas.

Pendergast asentía con la cabeza.

—Parece la única explicación posible. Pero ¿por qué ha venido hasta aquí para contárnoslo?

Margo abrió el bolso.

—Porque traigo aquí tres litros de vitamina D en solución.

D'Agosta resopló.

—¿Y qué? No puede decirse que estemos escasos de armas.

—Si hay tantas criaturas como pensamos, no podrán detenerlas por más armas que lleven —dijo Margo—. ¿Recuerda lo que costó acabar con Mbwun?

—Nuestra intención es evitar cualquier encuentro —afirmó Pendergast.

—Pero desde luego no está dispuesto a correr riesgos, y por eso ha traído semejante arsenal —replicó Margo—, Las balas pueden hacerles daño, pero esto —añadió, señalando su bolso— los fulmina.

Pendergast dejó escapar un suspiro.

—Muy bien, doctora Green —dijo—, dénoslas; nos las repartiremos entre los tres.

—Ni hablar —repuso Margo—.
Yo
llevaré las botellas. Y voy con ustedes.

—Viene otro tren —anunció Mephisto.

Pendergast guardó silencio por un momento. Por fin dijo:

—Ya le he explicado que no…

—He venido hasta aquí —lo interrumpió Margo, percibiendo la ira y determinación de sus propias palabras mientras hablaba—. Ahora no voy a volverme atrás. Y no vuelva a advertirme lo peligroso que es. Si quiere que firme algún papel descargando de toda responsabilidad a las autoridades, no tengo inconveniente. Démelo.

—No será necesario. —Pendergast exhaló un profundo suspiro—. Muy bien, doctora Green. No podemos perder más tiempo en discusiones. Mephisto, llévenos abajo.

54

Smithback se quedó inmóvil en el túnel, escuchando. De nuevo oyó las pisadas, en esta ocasión más lejanas. Respiró hondo varias veces y tragó saliva, intentando disolver el nudo que tenía en la garganta. Se había perdido en aquellos pasadizos estrechos y oscuros. Ni siquiera sabía si avanzaba en la dirección correcta. Quizá estaba volviendo hacia atrás, hacia los asesinos, quienesquiera que fuesen. Sin embargo la intuición le decía que seguía alejándose del lugar donde se había producido la terrible carnicería. Daba la impresión de que los túneles de resbaladizas paredes bajaban sin cesar.

Las siniestras criaturas que había visto eran sin duda los rugosos, los individuos que Mephisto había denunciado, tal vez responsables también de la matanza del metro. Los rugosos. En unos minutos habían matado por lo menos a cuatro personas. Los gritos de Waxie parecían resonar aún en sus oídos, y ya no estaba seguro de si era un sonido real, o un simple recuerdo.

De pronto irrumpió otro ruido en sus pensamientos, éste muy real: de nuevo las pisadas, y a corta distancia. Aterrorizado, se volvió a un lado y a otro, buscando una salida por donde escapar. Súbitamente una luz intensa lo deslumbró, y detrás surgió una figura que se aproximaba a él. Smithback tensó los músculos, preparándose para una lucha que, afortunadamente, sería breve.

Pero la figura retrocedió, lanzando un chillido de pánico. La linterna cayó a los pies de Smithback. Con profundo alivio, el periodista reconoció el poblado bigote de Duffy, el hombre que subía detrás de Waxie por la escalerilla. Por lo visto, milagrosamente había escapado de sus perseguidores.

—¡Cálmese! —susurró Smithback, agachándose a recoger la linterna antes de que rodase túnel abajo—. Soy periodista. He visto lo que ha ocurrido.

Duffy estaba demasiado asustado, o falto de aliento, para preguntar a Smithback qué hacía allí, bajo el Reservoir del Central Park. Se sentó en el suelo de ladrillo, respirando agitadamente. Cada escasos segundos volvía la cabeza y dirigía una rápida mirada a la oscuridad.

—¿Sabe cómo salir de aquí? —preguntó Smithback.

—No —contestó Duffy entre jadeos—. O quizá sí. Vamos, ayúdeme.

—Me llamo Bill Smithback.

Tendió una mano al tembloroso ingeniero y lo ayudó a levantarse.

—Stan Duffy —dijo el ingeniero.

—¿Cómo ha conseguido librarse de esas criaturas?

—Los he despistado en los túneles de desagüe —respondió Duffy. Una gruesa lágrima resbaló lentamente por su cara manchada de barro.

—¿Por qué todos estos túneles conducen hacia abajo, y no hacia arriba?

Duffy se enjugó los ojos distraídamente con una manga.

—Estamos en unos túneles de desagüe secundarios. En una situación de emergencia, el agua corre tanto por el conducto principal como por estos conductos secundarios, confluyendo en el Cuello de Botella. En esta zona, todo tiene que pasar por el Cuello de Botella. —Se interrumpió y abrió desmesuradamente los ojos, como si acabase de recordar algo. Luego consultó su reloj—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Sólo faltan noventa minutos!

—¿Noventa minutos? ¿Para qué? —preguntó Smithback, enfocando al frente la linterna.

—El Reservoir va a desaguarse a las doce de la noche. Ahora ya no hay forma de impedirlo. Y el agua bajará por estos túneles.

—¿Cómo? —murmuró Smithback.

—Quieren inundar los niveles inferiores, los túneles Astor, para deshacerse de esas criaturas. O mejor dicho, querían. Parece que han cambiado de idea. Pero ya es demasiado tarde…

—¿Los túneles Astor? —repitió Smithback, pensando: «Debe de ser la Buhardilla del Diablo de la que hablaba Mephisto».

Duffy le arrancó la linterna de la mano y se echó a correr túnel abajo.

Smithback lo siguió. El túnel desembocaba en otro mayor que descendía en espiral como un sacacorchos gigante. No había más iluminación que el vacilante haz de la linterna. Intentó mantenerse a los lados del túnel para evitar el riachuelo de agua que bajaba por el centro. Aunque no sabía por qué se molestaba; Duffy chapoteaba en él continuamente, y sus ruidosas pisadas habrían bastado para despertar a los muertos.

Al cabo de unos minutos Duffy se detuvo.

—¡Los he oído! —gritó cuando Smithback lo alcanzó.

—Yo no he oído nada —dijo Smithback, jadeando, y miró alrededor.

Pero Duffy reanudó la carrera, y Smithback salió disparado tras él, con el corazón encogido y la idea de escribir un gran artículo lejos de su mente. Una lóbrega abertura apareció a un lado del túnel, y Duffy se desvió por ella. Smithback lo siguió, y de repente el suelo se abrió bajo sus pies. Un instante después se deslizaba sin control por una rampa mojada y resbaladiza. Mientras rodaba, intentando sujetarse a la viscosa superficie, oía más abajo los gemidos de Duffy. La sensación era semejante a la de los sueños de caídas, sólo que mucho más horrible, dentro de un túnel negro y húmedo, a una profundidad inimaginable bajo Manhattan. De pronto oyó un chapuzón, y segundos después él mismo se halló sumergido en medio metro de agua.

Se levantó de inmediato, dolorido por todas partes pero contento de notar una superficie firme bajo sus pies. El suelo del túnel parecía llano, y a juzgar por el olor el agua estaba relativamente limpia. Junto a él, Duffy lloriqueaba de manera incontrolable.

—Cállese —susurró Smithback—. Va a atraer hacia aquí a esas criaturas.

—¡Dios mío! —dijo Duffy entre sollozos—. Esto no puede estar ocurriendo; no es posible. ¿Qué son esos seres? ¿Qué…?

Smithback buscó a tientas en la oscuridad el brazo de Duffy y tiró de él con brusquedad.

—¡Cállese! —repitió, rozando con los labios la oreja del ingeniero.

Los sollozos remitieron, quedando en un leve hipo.

—¿Dónde está la linterna? —preguntó Smithback.

Sólo recibió un sollozo en respuesta. Pero al cabo de un momento se encendió una débil luz a su lado. Milagrosamente, Duffy no la había soltado.

—¿Dónde estamos?

El hipo dejó de oírse.

—¡Duffy! ¿Dónde estamos?

Un sollozo ahogado.

—No lo sé. En un colector, quizá.

—¿Tiene idea de adónde va a parar?

Duffy se sorbió la nariz.

—Recoge el agua sobrante del Reservoir. Si seguimos por aquí hasta el Cuello de Botella, tal vez consigamos llegar a la red de alcantarillas del nivel inferior.

—¿Y desde ahí cómo salimos? —musitó Smithback.

Duffy hipó.

—No lo sé.

Smithback se enjugó la cara y guardó silencio, tratando de amasar el miedo, el dolor y la conmoción para reducirlos a una pequeña bola que fuese capaz de digerir. Intentó pensar en su artículo. Dios, con una noticia como aquélla tenía el éxito asegurado, por lo menos tanto como con los asesinatos de la Bestia del Museo. Y con un poco de suerte tendría aún en el bolsillo la historia de la señora Wisher. Pero primero…

Se oyó un chapoteo. Debido al eco, era difícil calcular la distancia; pero sin duda se acercaba. Se inclinó en la oscuridad, aguzando el oído.

—¡Todavía nos persiguen! —gritó Duffy a escasos centímetros de su tímpano.

Smithback lo agarró del brazo por segunda vez.

—Duffy, cállese y atienda. Si echamos a correr, nos atraparán; son más rápidos que nosotros. Tenemos que despistarlos. Usted conoce la red; dígame por dónde hay que ir.

Duffy pareció serenarse, y Smithback oyó que respiraba hondo.

—Muy bien —dijo el ingeniero—. Los colectores de emergencia tienen estaciones de medición en el tramo final, justo antes del Cuello de Botella. Si realmente es ahí donde estamos, podemos escondernos dentro…

—Vamos allá —susurró Smithback.

Avanzaron por el agua en la oscuridad, el haz de la linterna oscilando de pared a pared. Llegaron a un recodo del túnel, y al torcer apareció ante ellos una máquina enorme y antigua, una especie de gigantesco tornillo hueco engastado horizontalmente sobre un bloque de granito. Sobresalía una oxidada tubería en cada extremo, y detrás había una maraña de tubos parecida a unos intestinos de hierro. En su base, la máquina tenía una pequeña plataforma de rejilla. La corriente de agua continuaba más allá de la estación, desviándose sólo una pequeña parte a la izquierda por un estrecho y sinuoso túnel adyacente. Cogiendo la linterna, Smithback se agarró a la rejilla y se encaramó a ella. A continuación ayudó a subir a Duffy.

—Dentro de la tubería —murmuró Smithback.

Empujó a Duffy hacia el interior y después se metió él, arrojando la linterna a la corriente antes de ocultarse por completo.

—¿Está loco? Acaba de tirar…

—Es de plástico —dijo Smithback—. Flotará. Espero que sigan la luz corriente abajo.

Permanecieron en absoluto silencio. Las gruesas paredes de la estación de medición amortiguaban los sonidos del túnel, pero al cabo de unos minutos el chapoteo se oía con mayor nitidez. Los rugosos se acercaban, y deprisa, a juzgar por el ruido. Smithback notó contraerse a Duffy detrás de él, y rogó por que el ingeniero no perdiese la cabeza. El chapoteo se hizo más sonoro, y Smithback los oyó respirar, un trabajoso resuello, como el de un caballo cansado. El chapoteo llegó junto a la estación de medición y se detuvo.

Percibiendo el repugnante olor a cabra, Smithback cerró los ojos con fuerza. Detrás de él, en la negrura, Duffy temblaba violentamente.

Oyó el chapoteo en torno a la estación mientras las criaturas la rodeaban. Llegó un sonido grave, como un resoplido, y a Smithback se le heló la sangre al recordar el finísimo olfato de Mbwun. El chapoteo continuó. Instantes después, con una profunda sensación de alivio, Smithback oyó que se alejaba. Las criaturas seguían túnel abajo.

Respiró lentamente, contando las hondas inhalaciones. Al llegar a treinta, se volvió hacia Duffy.

—¿Por dónde se va a las alcantarillas?

—Por el extremo opuesto —susurró Duffy.

—Pues vámonos.

Con cuidado, se dieron la vuelta en aquel fétido y reducido espacio y se arrastraron hasta el extremo de la tubería. Por fin Duffy salió. Smithback lo oyó hundir un pie en el agua y luego el otro, y cuando él avanzaba ya hacia el exterior, un penetrante grito atravesó la oscuridad y algo demasiado espeso y caliente para ser agua le salpicó la cara. Retrocedió aterrorizado.

—¡Socorro! —balbuceó Duffy—. No, por favor, va… ¡Dios, mis tripas! Que alguien llame…

La voz se convirtió de repente en un desesperado resuello líquido y desapareció por fin en medio de un intenso ruido de agua agitada. Smithback, presa del pánico, retrocedió atropelladamente, oyendo un sonido sordo, semejante al golpe de una cuchilla de carnicero en un trozo de carne, seguido de una serie de crujidos de huesos arrancados de sus articulaciones.

Smithback salió por el extremo opuesto de la tubería, cayó de espaldas en el agua, se puso de pie al instante y huyó a toda velocidad por el túnel lateral, sin mirar, sin oír, sin pensar en nada salvo en correr. Corrió y corrió, desviándose una y otra vez en las interminables bifurcaciones, adentrándose cada vez a mayor profundidad en las oscuras entrañas de la tierra. El túnel confluyó con otro, y con otro, cada uno más grande que el anterior. Hasta que de repente un brazo húmedo y extraordinariamente fuerte le rodeó el cuello y una poderosa mano le tapó la boca.

55

Una hora después de su espontáneo estallido, el disturbio de Central Park South empezaba a declinar. Ya antes de las once de la noche, muchos de los alborotadores iniciales habían agotado ya su ira y su energía. Los heridos abandonaban el campo de batalla con la ayuda de sus compañeros. Los gritos, insultos y amenazas comenzaban a sustituir a los puños, palos y piedras. No obstante, seguía vivo un núcleo central de violencia. A medida que la gente se retiraba de allí, magullada o exhausta, otros llegaban, movidos unos por la curiosidad, otros por la indignación, y otros por el alcohol y las ganas de luchar. Los informativos de la televisión se dejaban llevar cada vez más por el sensacionalismo y la histeria. La voz corrió como una chispa eléctrica por todo Manhattan: por las avenidas Primera y Segunda, donde los jóvenes republicanos se reunían en los bares de alterne para mofarse del presidente del Partido Demócrata; por St. Mark's Place y los reductos marxistas del East Village; por millares de líneas de fax y teléfono. A la vez que se difundía la noticia, se propagaban también los rumores. Unos afirmaban que la gente sin hogar y quienes habían intentado ayudarlos estaban siendo aniquilados en un genocidio instigado por la policía. Otros decían que izquierdistas radicales y elementos del crimen organizado incendiaban bancos, disparaban contra los ciudadanos y saqueaban tiendas. Aquellos que acudían a este llamamiento a la acción se tropezaban —en algunos casos brutalmente— con los últimos grupos de mendigos que salían a la superficie en las inmediaciones del Central Park, huyendo del gas lacrimógeno atrapado en los túneles.

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