El relicario (45 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

Ni en sus más descabelladas fantasías habría imaginado que pudiese existir un espacio tan antiguo y extraño bajo el Reservoir del Central Park. Suponía que el gran techo de metal era en realidad el depósito de desagüe del Reservoir, donde su lecho de tierra se unía con la compleja red de colectores y canales de alimentación. Procuró no pensar en la enorme masa de agua suspendida justo sobre su cabeza.

En las sombras del pozo, vio al grupo sobre una pequeña plataforma contigua a la escalerilla. Smithback distinguía vagamente una maraña de tuberías de hierro, ruedas y válvulas semejante a una máquina infernal de una pesadilla de la era industrial. La escalerilla debía de estar muy resbaladiza a causa del vapor condensado y la pequeña plataforma situada bastante más abajo no tenía barandilla. Smithback apoyó un pie en el primer escalón, pero se lo pensó mejor y retrocedió. Este es tan buen puesto de observación como cualquier otro, se dijo, acuclillándose en la pasarela. Desde allí lo veía todo, permaneciendo él prácticamente invisible.

Abajo, los haces de las linternas se deslizaban por las paredes de ladrillo. Las voces de los policías, resonantes y distorsionadas, flotaban hacia él. Reconoció el timbre grave de Waxie, que había oído antes desde la cabina de proyección del museo. Al parecer, el corpulento policía hablaba por su radio. Guardó la radio y se volvió hacia el hombre de aspecto nervioso en mangas de camisa. Por lo visto, discutían enconadamente por algo.

—Es usted un embustero —acusaba Waxie—. A mí no me ha dicho que la operación era irreversible.

—Sí se lo he dicho, claro que se lo he dicho —gimoteó el otro hombre—. Y usted incluso ha remarcado que no habría cambio de planes. Ojalá hubiese grabado la conversación, porque…

—Cállese. ¿Son ésas las válvulas?

—Están aquí, al fondo.

Siguió un instante de silencio y luego, cuando los hombres cambiaron de posición, una chirriante protesta del metal.

—¿Es segura esta plataforma? —preguntó Waxie, y su voz retumbó en las profundidades del pozo.

—¿Y yo qué sé? —respondió la voz aguda—. Cuando se informatizó el sistema, abandonaron el mantenimiento…

—De acuerdo, de acuerdo. Usted, Duffy, haga lo que tenga que hacer, y marchémonos de aquí.

Smithback asomó un poco más la cabeza y vio que el hombre llamado Duffy examinaba el juego de válvulas.

—Tenemos que cerrar manualmente todas éstas, que corresponden al desagüe principal —explicó el hombre—. Así, cuando el ordenador dé inicio a la operación de desagüe, las compuertas se abrirán, pero estas válvulas manuales contendrán el agua. Actúan sobre el sifón principal, si es que aún funcionan. Como le he dicho, nunca se ha probado.

—Estupendo. Quizá le den el premio Nobel. Hágalo cuanto antes.

Hacer ¿qué?, se preguntó Smithback. Daba la impresión de que intentaban impedir el desagüe del Reservoir. No pudo menos que lanzar una mirada a la salida ante la sola idea de que millones de litros pudiesen escapar del depósito que se extendía sobre su cabeza. Pero ¿por qué?, pensó. ¿Algún fallo técnico? Fuera lo que fuese, dudaba que por aquello mereciese la pena perderse el mayor disturbio callejero de los últimos cien años. Smithback sintió un creciente desánimo; definitivamente allí no estaba la noticia.

—Ayúdeme a girar esto —dijo Duffy.

—Ya lo han oído —bramó Waxie, volviéndose hacia los policías.

Desde su puesto de observación, Smithback vio cómo dos de las pequeñas figuras agarraban una gran rueda de hierro. Se oyó un ligero gruñido.

—No se mueve —anunció uno de los policías.

Duffy se inclinó para inspeccionar de cerca el mecanismo.

—¡Alguien ha estado tocando esto! —exclamó, señalando con el dedo—. Fíjese. Han bloqueado el eje con plomo. Y han roto estas válvulas. Recientemente, además.

—No me venga con gilipolleces, Duffy.

—Mírelo usted mismo. Esto está inservible.

Se produjo un silencio.

—¡Mierda! —protestó Waxie, visiblemente preocupado—. ¿Puede arreglarse?

—Claro que sí. Siempre y cuando tuviésemos veinticuatro horas. Y sopletes de acetileno, un soldador por arco, vástagos de válvula nuevos, y quizá una docena de piezas más que no se fabrican desde principios de siglo.

—Eso no me sirve. Si no impedimos el desagüe manualmente, estamos perdidos. Usted nos ha metido en este lío, Duffy. Más le vale que lo solucione de una puñetera vez.

—¡Váyase a la mierda, capitán! —Su aguda voz resonó en el pozo—. Ya he aguantado bastante. Es usted un estúpido y un grosero. Ah, sí, y un gordo.

—Eso constará en el informe, Duffy.

—Pues no se olvide de poner lo de gordo, porque…

De pronto quedaron todos en silencio.

—¿Huelen eso? —preguntó uno de los policías.

—¿Qué demonios será? —dijo otra voz.

Smithback olfateó el aire fresco y húmedo, pero no percibió más olor que el del moho y los ladrillos mojados.

—Larguémonos de aquí —propuso Waxie, y de inmediato se agarró a la escalerilla y empezó a subir.

—¡Espere un momento! —dijo Duffy—. ¿Y qué hacemos con las válvulas?

—Acaba de decirme que no podía arreglarlas —contestó Waxie sin mirar abajo.

Smithback oyó una ligera vibración procedente del oscuro fondo del pozo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Duffy, quebrándosele la voz.

—¿Viene o no? —gritó Waxie, izando su torpe cuerpo travesaño a travesaño.

Mientras Smithback miraba, Duffy, vacilante, se asomó al borde de la plataforma a echar un vistazo. Al instante se dio media vuelta y comenzó a trepar por la escalerilla detrás de Waxie. Los policías de uniforme lo siguieron. Smithback supo que en cinco minutos llegarían a la pasarela. Para entonces tendría que haberse marchado, retrocediendo con sigilo por la larga pasarela hasta la salida. Y sin una mala noticia que contar después de tantas molestias. Se volvió para irse, esperando no haberse perdido el resto de la algarada y preguntándose dónde estaría la señora Wisher en esos momentos. «¡Por Dios, qué equivocación! —pensó—. ¿Cómo es posible que la intuición me haya fallado de este modo?» Con la mala suerte que tenía, aquel gilipollas de Bryce Harriman ya debía…

Abajo resonó un chirrido de goznes oxidados e inmediatamente después un violento golpe en una rejilla de hierro.

—¿Qué ha sido eso? —oyó preguntar a Waxie.

Smithback volvió a asomarse. Vio que las figuras colgadas de la escalerilla se habían detenido de repente. Todavía flotaba en el pozo el eco de la última pregunta de Waxie, desvaneciéndose lentamente. Todo quedó en silencio. Y en el silencio empezó a cobrar forma un rápido golpeteo de pies y manos en los travesaños de la escalerilla, mezclado con unos extraños gruñidos y resuellos que a Smithback le pusieron la carne de gallina.

Las linternas de los policías rastrearon la oscuridad sin revelar nada.

—¿Quién hay ahí? —dijo Waxie, mirando hacia abajo.

—Sube un grupo de gente por la escalerilla —anunció por fin uno de los agentes.

—¡Somos policías! —gritó Waxie, su voz de pronto mucho más aguda.

No hubo respuesta.

—¡Identifíquense!

—Siguen subiendo —informó el policía.

—Otra vez ese olor —dijo una voz distinta.

De repente Smithback lo percibió claramente. Era un intenso olor a cabra. En su memoria irrumpió, casi como un golpe físico, el horrible recuerdo de las horas que había pasado en los sótanos del museo dieciocho meses atrás.

—¡Desenfunden sus armas! —ordenó Waxie, presa del pánico.

Smithback veía ya unas formas oscuras que trepaban rápidamente por la escalerilla desde las profundidades. Iban encapuchadas y llevaban capas oscuras que flameaban tras ellas movidas por la corriente de aire ascendente.

—¿Me han oído? —gritó Waxie—. ¡Deténganse e identifíquense! —Contorsionó su gruesa silueta en la escalerilla y miró a los agentes—. Ustedes esperen ahí. Averigüen qué hacen aquí. Y si han entrado sin permiso, entréguenles citaciones.

Se volvió y siguió subiendo desesperadamente, seguido de cerca por Duffy.

Mientras Smithback miraba, las extrañas figuras llegaron a la plataforma y se acercaron a los policías, inmóviles en la escalerilla. Tras un breve silencio se inició aparentemente un forcejeo, semejante en la penumbra a una elegante danza. La ilusión óptica se desvaneció en el acto al sonar el estampido de una pistola de 9 milímetros, ensordecedor en el confinado espacio; el eco ascendió entre las paredes de ladrillo como un trueno. Al cabo de un instante, un grito ahogó las últimas reverberaciones del disparo, y Smithback vio al primer policía desprenderse de la escalerilla y caer al pozo, una de las extrañas figuras aferrada todavía a él. Los alaridos se atenuaron gradualmente hasta extinguirse por completo.

—¡Deténganlos! —ordenó Waxie por encima del hombro sin interrumpir su atropellado ascenso—. ¡No los dejen pasar!

Mientras Smithback contemplaba la escena horrorizado, las figuras siguieron subiendo aún más deprisa, acompañadas del traqueteo y los gemidos de la escalerilla metálica. El segundo policía disparó desesperadamente contra las figuras, pero en cuestión de segundos lo agarraron de una pierna y, con un violento tirón, lo arrancaron de la escalerilla. Se precipitó hacia el fondo del pozo, disparando una y otra vez, y el remolino de fogonazos del arma se alejó en la oscuridad. El tercer policía, aterrorizado, se volvió y empezó a subir a toda prisa.

Las oscuras figuras trepaban rápidamente tras él, subiendo los peldaños de dos en dos. Una de las figuras atravesó el haz de un reflector, y Smithback vio el brillo fugaz de algo viscoso y húmedo. La primera figura alcanzó al policía y con un amplio movimiento, como si empuñase un cuchillo, pareció segarle las piernas. El policía lanzó un grito de dolor y se retorció en la escalerilla. La figura se situó de inmediato a su altura y empezó a desgarrarle la cara y la garganta mientras las demás continuaban la persecución pasando sobre ellos.

Smithback intentó moverse, pero fue incapaz de apartar la mirada de aquel horrible espectáculo. En su pánico, Waxie había resbalado y colgaba de un lado de la escalerilla, buscando con desesperación un travesaño donde apoyar los pies. Debajo, Duffy subía velozmente, pero varias figuras se aproximaban ya a él.

—¡Me ha cogido la pierna! —gritó Duffy. Sus patadas se oyeron claramente—. ¡Dios mío, auxilio!

Su voz histérica reverberó en el espacio oscuro. Con súbita fuerza nacida del terror, Duffy consiguió zafarse y siguió su frenético ascenso, rebasando a Waxie, que pataleaba aún en su esfuerzo por sujetarse.

—¡No! ¡No! —gritó Waxie, intentando apartar a patadas las manos de la figura más cercana, y en uno de los golpes le quitó la capucha.

Smithback retiró instintivamente la cabeza ante la súbita visión, pero no antes de que su cerebro registrase algo salido de su peor pesadilla, más horrendo aún en la escasa luz: unas pupilas estrechas de reptil, unos labios húmedos y viscosos, grandes arrugas y pliegues de piel. De pronto cayó en la cuenta de que aquéllos debían de ser los rugosos a que había aludido Mephisto. Entendió por qué los llamaban así.

Aquella visión sacó a Smithback de su parálisis, y empezó a alejarse por la pasarela. Atrás, oyó que Waxie disparaba su arma. Siguió un rugido de dolor, y a Smithback le temblaron las piernas. Tras otros dos rápidos disparos, Waxie lanzó un gemido largo y lastimero, truncado de pronto por un aterrador gorgoteo.

Smithback corrió furtivamente por la pasarela, intentando evitar que la abrumadora sensación de miedo lo paralizase de nuevo. Atrás, oyó a Duffy —o al menos esperaba que fuese Duffy— que, entre sollozos, trepaba sin cesar. «Tengo bastante ventaja», se dijo; las criaturas se hallaban treinta metros más abajo. Por un momento pensó en volver atrás para ayudar a Duffy, pero en décimas de segundo comprendió que no podía hacer nada por él. «Concédeme el privilegio de vivir para lamentarme de haber huido —rogó histéricamente en sus adentros—, y nunca pediré nada más, nunca.»

Pero cuando llegó a la escalera de piedra que conducía a la superficie, y asomó sobre él un acogedor círculo de cielo iluminado por la luna, horrorizado vio aparecer varias figuras en lo alto de la escalera, tapando las estrellas. Descendían hacia él. Retrocedió hasta la pasarela y escrutó las paredes curvas de ladrillo. A un lado de la pasarela vio la boca de un túnel de acceso, un viejo arco recubierto de cal cristalizada, semejante a la escarcha. Las figuras bajaban deprisa. Smithback saltó hacia el arco, lo atravesó y entró en un túnel de poca altura. Lo iluminaban débiles bombillas dispuestas en el techo a largos intervalos. Corrió como alma que lleva el diablo, dándose cuenta de que el túnel tomaba precisamente el rumbo que no deseaba seguir: hacia abajo, siempre hacia abajo.

51

El agente de guardia en el depósito de armas del FBI estaba retrepado en su silla, manteniendo ésta en precario equilibrio sobre las patas traseras, y tenía el rostro medio oculto tras un ejemplar de
Soldier of Fortune.
Por encima de la revista, Margo advirtió extrañeza en sus ojos al verlos entrar. En el sótano de la oficina central del FBI en Federal Plaza, probablemente no era habitual recibir la visita de un individuo en extremo andrajoso con mirada de loco, seguido de una mujer joven y un hombre rechoncho. Margo notó que entornaba los ojos y dilataba las aletas de la nariz. También debe de haber olido a Mephisto, pensó.

—¿Puede saberse qué demonios hacen aquí,
caballeros
? —preguntó el vigilante, bajando la revista y echándose lentamente hacia adelante.

—Vienen conmigo —contestó Pendergast con tono enérgico, saliendo de detrás y mostrándole su identificación.

Nada más verlo, el hombre se puso en pie de un salto, dejando caer al suelo la revista.

—Necesito material —dijo Pendergast.

—Sí, señor, enseguida —balbuceó el vigilante, y se apresuró a abrir las dos cerraduras de la puerta situada detrás de él y franquearles el paso.

Margo entró en una gran sala. Hileras e hileras de armarios de madera ascendían ordenadamente hasta el techo.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Margo, siguiendo a Pendergast por el pasillo más cercano.

—Suministros de emergencia —respondió Pendergast—. Víveres, medicamentos, agua embotellada, complementos alimenticios, mantas y colchones, piezas de repuesto para los sistemas básicos, combustible.

—Tienen aquí mierda suficiente para resistir un sitio —masculló D'Agosta.

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