El relicario (49 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

La vanguardia original de la plataforma Recuperemos Nuestra Ciudad —los brahmanes de la riqueza y la influencia en Nueva York— se habían alejado rápidamente del lugar. En su mayor parte, habían regresado a sus mansiones y dúplex consternados. Otros se habían congregado en el Great Lawn, dando por sentado que la policía sofocaría en breve el disturbio y confiando en que la oración final se llevase a cabo según lo previsto. Pero conforme la policía avanzaba sus líneas y acorralaba a los alborotadores, la lucha se trasladó gradualmente al interior del parque, acercándose cada vez más al Great Lawn y al Reservoir. La oscuridad del parque, las densas arboledas, la maleza y el laberinto de caminos entorpecieron los esfuerzos por controlar el disturbio.

La policía acometía contra los alborotadores con cautela. Dispersos a causa de la masiva operación de desalojo, buena parte de los efectivos policiales llegó con retraso al lugar del disturbio. Los altos mandos del cuerpo sabían que podía haber personas influyentes en la multitud enfervorizada, y la idea de gasear o vapulear a un miembro de la élite neoyorquina no habría sido bien acogida por un alcalde con tanta conciencia política como el suyo. Además, había sido necesario enviar un gran contingente de policías a las zonas vecinas de la ciudad, donde se habían denunciado actos esporádicos de vandalismo y saqueo. Y aunque nadie hablaba de ello, en la mente de todo el mundo estaba presente el temible espectáculo de los disturbios de Crown Heights, ocurridos unos años antes, que se habían prolongado durante tres días y dejado tras de sí un poso de inquietud.

Hayward observó al equipo médico de urgencias mientras trasladaba a Beal en camilla hacia la ambulancia. Las patas posteriores de la camilla se plegaron en el momento en que lo entraban. Beal gimió y se llevó una mano a la cabeza vendada.

—¡Cuidado! —dijo Hayward al enfermero. Apoyó una mano en una de las puertas traseras de la ambulancia y se inclinó hacia el herido—. ¿Qué tal?

—Me he sentido mejor otras veces —respondió Beal con una débil sonrisa.

Hayward asintió con la cabeza.

—Se pondrá bien —afirmó. Se volvió para marcharse.

—¿Sargento? —dijo Beal, y Hayward se detuvo—. El cabrón de Miller habría dejado que encontrase yo solo la salida. O que me ahogase, posiblemente. Creo que le debo la vida.

—No tiene importancia —contestó Hayward—. Forma parte del trabajo, ¿no?

—Puede ser, pero de todos modos no lo olvidaré. Gracias.

Hayward dejó a Beal con el enfermero y rodeó la ambulancia hasta la puerta del conductor.

—¿Qué novedades tenemos? —preguntó.

—¿De qué quiere que le hable? —repuso el conductor, rellenando una hoja de ruta—. ¿De cómo está el oro en el mercado de futuros? ¿De la situación internacional?

—Deje los chistes para mejor ocasión —replicó Hayward. Abarcando Central Park West con un gesto, añadió—: Me refiero a esto.

Una surrealista quietud reinaba en la lóbrega escena. Salvo por los vehículos de emergencia y los coches de policía estacionados cada dos calles, no había tráfico en las inmediaciones. Manchas de oscuridad salpicaban la ancha avenida; sólo un puñado de farolas permanecían encendidas, crepitando y chisporroteando. Esparcidos por el suelo, había trozos de cemento, cristales rotos y basura. Al sur se veían los destellos de muchas más luces giratorias.

—¿Dónde ha estado? —preguntó el conductor—. A menos que haya pasado la última hora en el centro de la tierra, no me explico cómo ha podido perderse esto.

—No anda desencaminado —dijo Hayward—. Hemos estado desalojando a los mendigos de debajo del parque. Han opuesto resistencia. El agente que lleva detrás ha resultado herido, y hemos tardado un buen rato en sacarlo. Estábamos muy lejos de la superficie y no queríamos apremiarlo demasiado. ¿Entendido? Hemos salido hace cinco minutos por la estación de la calle Setenta y dos y nos hemos encontrado aquí una ciudad fantasma.

—¿Desalojando a los mendigos? —repitió el conductor—. Así que es usted la responsable.

Hayward frunció el entrecejo.

—Responsable ¿de qué?

El conductor de la ambulancia se tocó la oreja. Luego señaló hacia el este como si con eso quedase todo aclarado.

Hayward escuchó con atención. Por encima del zumbido del escáner de la ambulancia y el pulso lejano de la ciudad, distinguió los sonidos que llegaban del Central Park: los graznidos furiosos de los megáfonos, gritos, ulular de sirenas.

—¿Sabrá que Recuperemos Nuestra Ciudad ha organizado una manifestación? —dijo el conductor—. En Central Park South, sin anunciarla.

—Algo he oído —respondió Hayward.

—Ya. En fin, el caso es que de pronto han empezado a salir mendigos de los subterráneos. Y con una actitud bastante hostil, además. Han tenido un roce con los manifestantes, y en un abrir y cerrar de ojos se ha convertido en una batalla campal. La gente se ha vuelto loca, según he oído. Insultos, chillidos, intercambio de golpes. Más tarde ha comenzado el pillaje en los alrededores. La policía ha tardado más de una hora en tener la situación bajo control. En realidad, todavía no está controlada. Pero han conseguido concentrar el alboroto en el parque.

El enfermero hizo una señal desde la parte trasera, y el conductor puso en marcha el motor. La ambulancia se alejó, sus luces deslizándose por las fachadas de piedra caliza. En Central Park West, algo más al norte, Hayward vio curiosos asomados a las ventanas, señalando hacia el parque. Unos cuantos valientes habían bajado a la calle y miraban desde la acera, sin alejarse de la protectora presencia de los porteros uniformados. Contempló la enorme silueta gótica del Dakota, intacto y al parecer al margen del caos. Inconscientemente, recorrió con la mirada la torre de la esquina, donde debían de estar las ventanas del apartamento de Pendergast. Se preguntó si habría regresado entero de la Buhardilla del Diablo.

—¿Se han llevado ya a Beal? —oyó preguntar a Carlin. Su descomunal figura surgió entre las sombras.

—Hace un momento —respondió Hayward, volviéndose hacia él—. ¿Y el otro?

—No ha querido asistencia médica —dijo Carlin—. ¿Se sabe algo de Miller?

—Probablemente estará ya en algún bar de Atlantic Avenue —contestó Hayward con expresión ceñuda—, bebiendo cerveza y alardeando de sus hazañas. Así son las cosas, ¿no? Él recibirá un ascenso, y nosotros amonestaciones por insubordinación.

—Quizá otras veces sea así —comentó Carlin con una sonrisa de complicidad—. Pero ésta no.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Hayward. Sin darle tiempo a responder, añadió—: No tiene sentido contar qué hizo o dejó de hacer Miller. Mejor será que nos reportemos.

Cogió su radio y la encendió. Pero todas las frecuencias emitían torrentes de ruido, interferencias y pánico.

«Avanzando hacia el Great Lawn, necesitamos más efectivos… He cogido a ocho de ellos, pero no voy a poder retenerlos mucho más tiempo; si ese furgón tarda mucho en llegar, desaparecerán en la oscuridad… He solicitado una evacuación urgente hace media hora; aquí hay gente herida…»

Hayward apagó la radio y volvió a prendérsela en el cinturón. Luego indicó a Carlin que la siguiese hasta el coche patrulla estacionado en la esquina. Al lado montaba guardia un agente equipado con material antidisturbios, escrutando la calle escopeta en mano.

—¿Dónde está el centro de mando de esta operación? —preguntó Hayward.

El policía se levantó la visera y la miró.

—Hay un puesto avanzado de mando en el castillo —contestó—. Al menos, eso dice el comunicado. Pero en estos momentos está todo bastante desorganizado, como puede verse.

—El Castillo de Belvedere. —Hayward se volvió hacia Carlin—. Mejor será que vayamos.

Mientras corrían por Central Park West, Hayward curiosamente recordó su visita a unos estudios de Hollywood dos años atrás. Había paseado por unos decorados que reproducían una calle de Manhattan y habían sido utilizados en el rodaje de innumerables musicales y películas de gángsters. Había visto farolas, escaparates, bocas de incendios… de todo menos gente. En aquella ocasión, el sentido común le había dicho que a sólo cien metros de allí se hallaban las calles bulliciosas y vibrantes de California. Así y todo, la silenciosa desolación del decorado se le había antojado casi espectral.

Esa noche Central Park West le producía la misma impresión. Aunque a lo lejos oía las bocinas de los coches y las sirenas, y sabía que dentro del parque se concentraba gran número de efectivos de la policía para acabar con los disturbios y la confusión, aquella avenida anormalmente oscura le resultaba irreal y espectral. Sólo algún que otro portero, vecino curioso o control policial rompían el ambiente de ciudad fantasma.

—¡Joder! —masculló Carlin a su lado—. ¿Ha visto eso?

Hayward alzó la vista, y sus lucubraciones se desvanecieron en el acto.

Fue como pasar del orden al caos a través de una zona desmilitarizada. Al sur, al otro lado de la calle Sesenta y cinco, vieron los estragos de la algarada: vidrieras de establecimientos hechas añicos, marquesinas rasgadas cuyos jirones ondeaban al viento. Allí se incrementaba la presencia policial, con barricadas azules por todas partes. Los coches aparcados junto a la acera no tenían ventanillas ni parabrisas. Unas manzanas más abajo, una grúa de la policía con luces de advertencia amarillas retiraba el chasis humeante de un taxi.

—Parece que por aquí ha pasado una horda de topos no muy contentos —murmuró Hayward.

Cruzaron la calle oblicuamente en dirección a una entrada del parque. Después de la destrucción que acababan de ver, los estrechos caminos de asfalto parecían apacibles y desiertos. Pero los bancos destrozados, las papeleras volcadas, los montones de basura aún llameantes daban mudo testimonio de lo que había ocurrido allí hacía sólo un rato. Y el ruido procedente de las zonas interiores del parque presagiaba un caos aún mayor.

De pronto Hayward se detuvo e hizo parar también a Carlin. Más adelante, en la oscuridad, distinguía a un grupo de personas —era imposible saber cuántas— que caminaba con actitud achulada hacia el Great Lawn. No pueden ser policías, pensó. No llevan cascos, o ni siquiera gorras. Una estridente andanada de abucheos y palabras soeces confirmó su sospecha.

Se encaminó rápidamente hacia ellos, de puntillas para reducir el ruido al mínimo. A diez metros por detrás del grupo, se detuvo.

—¡Alto! —dijo, apoyando la mano en su arma reglamentaria—. ¡Policía!

Pararon y se dieron media vuelta. Eran cuatro, no, cinco hombres, jóvenes, vestidos con chaquetas sport y polos. Hayward se fijó de inmediato en las armas visibles: dos bates de aluminio y algo que parecía un cuchillo de cocina.

La miraron, sonrojados, todavía risueños.

—¿Sí? —contestó uno de ellos, dando un paso al frente.

—No se mueva de donde está —advirtió Hayward. El hombre obedeció—. Y ahora ¿por qué no me explican adónde iban exactamente?

El hombre adelantado se mofó de la estupidez de la pregunta, y señaló hacia el interior del parque ladeando apenas la cabeza.

—Hemos venido a ocuparnos de un asunto —dijo una voz desde el grupo.

Hayward negó con la cabeza.

—Lo que está ocurriendo ahí no es asunto suyo.

—¡Y una mierda que no! —repuso el que encabezaba el grupo—. Una pandilla de vagos ha molido a palos a amigos nuestros. Eso no lo vamos a tolerar. —Avanzó otro paso.

—Eso es cosa de la policía —afirmó Hayward.

—La policía no ha hecho una mierda —replicó el hombre—. Mire cómo lo han dejado todo. Han consentido que esa basura destroce nuestra ciudad.

—Hemos oído que han matado ya a veinte o treinta personas, incluida la señora Wisher —dijo un hombre que llevaba un teléfono móvil, arrastrando las palabras—. Están arrasando la ciudad. Y han venido a ayudarlos unos hijos de puta del East Village y el Soho. Jodidos activistas de la Universidad de Nueva York. Nuestros amigos necesitan ayuda.

—Ya lo ha oído, ¿no? —añadió el más adelantado—. Así que, señora, no se meta donde no la llaman. —Dio otro paso al frente.

—Si da otro paso más, le haré la raya en el pelo con esto —advirtió Hayward, retirando la mano de la pistola y sacando con soltura la porra. Notó tensarse a Carlin junto a ella.

—Es muy fácil hacerse la dura con una pistola en el cinturón y ese armario humano al lado —dijo el hombre con desdén.

—¿Cree que puede detenernos a los cinco? —preguntó otro del grupo.

—Quizá piensa que puede asfixiarnos a todos con esas tetas que tiene —comentó otro.

Los demás sonrieron.

Hayward respiró hondo y guardó la porra.

—Agente Carlin —dijo—. Haga el favor de alejarse veinte pasos.

Carlin no se movió.

—¡Obedezca! —ordenó Hayward.

Carlin la miró con asombro por un momento. Luego, sin volver la espalda ni apartar la vista del grupo, empezó a retroceder por el camino.

Hayward se acercó pausadamente al cabecilla.

—Ahora escúcheme —dijo con voz serena, mirándolo a los ojos—. Aun quitándome la placa y la pistola, podría mandarlos de una patada en esos culos blandos a Scarsdale o Greenwich o adondequiera que sus mamás los arropen por las noches. Pero no tengo necesidad de hacerlo. Sepa que si no siguen mis instrucciones al pie de la letra, sus mamás no tendrán a quien arropar esta noche. Las pobres estarán mañana haciendo cola en jefatura para pagar sus fianzas. Y ni todo el dinero, el poder y la influencia del mundo servirán para borrar de sus antecedentes penales las palabras «intento de agresión criminal». En este estado, una persona declarada culpable de un delito grave
nunca
podrá ejercer la abogacía, ni ocupar cargos públicos, ni obtener la licencia de agente de cambio y bolsa. Y eso no les gustaría a sus papás. No les gustaría nada. —Hizo una pausa. A continuación añadió con frialdad—: Así que suelten las armas.

Por un breve instante nadie se movió.

—¡He dicho que suelten sus armas! —repitió Hayward, gritando a pleno pulmón.

En el silencio que siguió, oyó el ruido de un bate de aluminio al caer al asfalto. Luego otro. Después un sonido más suave: una hoja de acero al chocar contra el suelo. Hayward aguardó por un momento y retrocedió un paso.

—Agente Carlin —dijo con calma.

Al instante Carlin estaba junto a ella.

—¿Los cacheo? —preguntó.

Hayward negó con la cabeza.

—Sus carnets de conducir —dijo al grupo—. También los quiero. Tírenlos al suelo ahí mismo.

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