El relicario (57 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

Frock permaneció inmóvil, sin hablar.

—Ésa es la verdadera razón del reciente incremento de asesinatos —prosiguió Pendergast—. Ya no es por falta de droga, ¿verdad? Ahora tiene el Reservoir lleno. No; ahora el plan es otro. Un plan obsesivo. Un plan
arquitectónico
. —Señaló la cabaña con el mentón—. Necesitaba un templo para su nueva religión, para su deificación personal.

Frock miró a Pendergast. Le temblaban los labios.

—¿Y por qué no? Cada nueva era necesita una nueva religión.

—Pero sigue siendo en esencia una ceremonia, ¿no? Y todo depende del control. Si estas criaturas averiguasen que los efectos de la droga son irreversibles, ¿qué poder tendría usted sobre ellas?

Se oyó un murmullo entre los rugosos más cercanos.

—¡Basta! —gritó Frock, y dio una palmada—. No nos queda mucho tiempo. ¡Preparadlos! —Margo notó que la agarraban por los brazos, la ponían de pie y le apoyaban la punta de un cuchillo en la garganta—. Desearía que estuviese aquí para ver el cambio con sus propios ojos, Margo. Pero muchos habrán de caer en la transición. Lo siento.

Smithback se abalanzó hacia Frock, pero lo contuvieron.

—¡Doctor Frock! —dijo Pendergast—. Margo fue alumna suya. Recuerde cómo luchamos los tres contra la Bestia del Museo. Aun ahora, no es usted totalmente responsable de lo que ha ocurrido. Quizá le sea aún posible volver a la normalidad. Curaremos su mente.

—¿Y arruinarán mi vida? —Frock se inclinó hacia el agente del FBI y bajó la voz—. ¿Volver a qué normalidad, si puede saberse? ¿La de un conservador emérito inútil, caduco y un tanto ridículo? ¿La de un anciano con apenas unos años de vida por delante? Seguramente las investigaciones de Margo han revelado que la droga tiene otro efecto secundario: elimina la concentración de moléculas radicales libres en los tejidos vivos. Dicho de otro modo, ¡alarga la vida! —Consultó su reloj—. Faltan veinte minutos para las doce. Se nos ha acabado el tiempo.

De repente sopló una ráfaga de viento y pequeñas nubes de polvo se elevaron de la última hilera de cráneos de la cabaña. Casi de inmediato se oyó un penetrante tableteo, y Margo se dio cuenta de que eran disparos de armas automáticas.

A continuación se produjo un extraño chasquido y luego otro, y de pronto un intenso resplandor inundó el pabellón. Alrededor se oían alaridos de dolor. Hubo otro estallido de luz, y la punta del cuchillo desapareció de su garganta. Aturdida y momentáneamente cegada, sacudió la cabeza. El canto había dado paso a un confuso griterío, y Margo oyó surgir furiosos aullidos entre la muchedumbre. Cuando tenía los ojos cerrados, se produjo una nueva erupción de luz, acompañada de más chillidos de dolor. Margo advirtió que uno de los rugosos la soltaba. Con la instintiva rapidez de la desesperación, se revolvió y consiguió zafarse del otro rugoso. Se lanzó al suelo y se alejó a gatas, parpadeando frenéticamente en un esfuerzo por recuperar la visión. Cuando empezaron a disiparse los puntos blancos y negros, vio en el pabellón varias columnas de humo que despedían un brillo inconcebible. Muchos rugosos se retorcían en el suelo, tapándose los rostros con las manos, ocultando las cabezas bajo las capas. Cerca de ella, Pendergast y D'Agosta se habían liberado también y corrían en auxilio de Smithback.

Súbitamente se produjo una violenta explosión, y un lado de la cabaña se desplomó envuelto en llamas. Astillas de hueso salieron despedidas como metralla hacia las primeras filas de rugosos.

—Debe de haber sobrevivido algún hombre de la Compañía de Operaciones Especiales —gritó Pendergast, tirando de Smithback hacia ellos—. Los disparos provienen del andén contiguo al pabellón. Vamos hacia allí ahora que todavía podemos. ¿Dónde está Mephisto?

En ese preciso instante cayó otro proyectil frente a la cabaña, reduciendo a añicos la empalizada y destrozando dos de los calderos. Un gran charco de líquido humeante se formó en el suelo, resplandeciente bajo la luz. Los rugosos profirieron voces de consternación, y algunos de los que se revolcaban por el suelo en las inmediaciones comenzaron a lamer la preciada sustancia. Frock gritaba y señalaba en la dirección de donde procedían los proyectiles.

D'Agosta y los otros fueron a refugiarse tras la cabaña. Margo vaciló y miró alrededor buscando su bolso. La luz empezaba a perder intensidad, y varias criaturas se encaminaban ya hacia ellos, protegiéndose los ojos contra el resplandor; los cuchillos de pedernal brillaban perversamente en sus manos.

—¡Doctora Green, venga de inmediato! —gritó Pendergast.

De pronto vio el bolso, rasgado y abierto en el suelo polvoriento. Lo cogió y corrió tras Smithback. El grupo se había detenido cerca del arco que conducía al andén, encontrando el paso obstruido por una irregular fila de rugosos.

—¡Mierda! —exclamó D'Agosta con ira.

—¡Eh, Napoleón! —oyó gritar Margo por encima del alboroto. Era la inconfundible voz de Mephisto.

Al volverse, vio trepar a Mephisto a una de las plataformas vacías, el collar de turquesas saltando en torno a su cuello. Sonó otra explosión, ésta más lejana, y una columna de fuego brotó en medio de uno de los grupos dispersos.

Frock se volvió hacia Mephisto y lo miró con los ojos entornados.

—Conque vagabundo embotado por la droga, ¿eh? ¡Pues mire esto! —Mephisto se metió la mano en la entrepierna del mugriento pantalón y extrajo lo que a Margo le pareció un disco de plástico verde en forma de riñón—. ¿Sabe qué es? Una mina antipersonal. Llena a rebosar de astillas de metal recubiertas de teflón, impulsadas por una carga equivalente a la de veinte granadas. Muy peligrosa. —Mephisto la sacudió en dirección a Frock—. Está activada, así que ordene a sus correosos esbirros que retrocedan.

Los rugosos se detuvieron.

—Eso es un farol —repuso Frock con calma—. Es un individuo despreciable, pero no un suicida.

—¿Está seguro? —Mephisto sonrió—. ¿Sabe qué le digo? Preferiría volar en pedazos a acabar formando parte de la decoración de su barraca. —Miró a Pendergast—. ¡Eh, Tumba de Grant! Espero que me perdone por llevarme este artefacto de su arsenal. Las promesas están muy bien, pero mi idea era asegurarme de que
nadie
volvía a acosar a la Ruta 666. Ahora mejor será que vengan aquí si quieren llegar a la superficie.

Pendergast negó con la cabeza y se tocó la muñeca, dándole a entender que se había acabado el tiempo.

—¡Cortadle el cuello! —gritó Frock, haciendo furiosas señas a los rugosos que rodeaban las plataformas.

Los rugosos se precipitaron hacia Mephisto, y él se situó en el centro de la plataforma.

—¡Adiós, alcalde Whitey! —dijo—. ¡Recuerde su promesa!

Margo, horrorizada, volvió la cabeza cuando Mephisto lanzó la mina sobre la muchedumbre que se arremolinaba en torno a sus pies. Se produjo un destello anaranjado y un intenso calor se propagó por el espacio sucio y húmedo. Después notó la onda expansiva, una brutal embestida que la tiró al suelo. Irguiéndose sobre las rodillas, miró atrás y vio ascender una cortina de llamas al otro lado de la cabaña, roja sobre el resplandor blanco de las bengalas. Por un momento distinguió la silueta de Frock, de pie en pose triunfal, los brazos extendidos, el cabello blanco teñido de color naranja por un millar de lenguas de fuego, y después todo desapareció entre el humo y las llamas.

En los posteriores instantes de desconcierto, el grupo de rugosos que les cortaba el paso se disgregó.

—¡Adelante! —gritó Pendergast por encima del fragor del fuego.

Agarrando su bolso, Margo los siguió a través del arco situado en un extremo del Pabellón de Cristal. Al otro lado, en el andén, D'Agosta y Smithback se detuvieron junto a un hombre de complexión ligera, vestido de submarinista y con la cara reluciente por el sudor y la tintura de camuflaje.

Detrás, Margo oyó resuellos húmedos. Los rugosos habían cerrado filas y se abalanzaban hacia ellos. Al llegar al estrecho arco, Margo paró y se dio media vuelta.

—¡Margo! —llamó Pendergast desde el andén—. ¿Qué hace?

—Tenemos que impedirles pasar de aquí —respondió Margo, metiendo una mano en el bolso—. Corriendo, no conseguiremos escapar.

—¡No sea loca! —gritó Pendergast.

Desoyendo su advertencia, Margo agarró dos de las botellas, una en cada mano. Las apretó con fuerza, lanzando chorros de líquido a través del arco.

—¡Alto! —dijo—. En estas botellas tengo dos mil millones de unidades de vitamina D
3
.

Los rugosos siguieron avanzando, sus ojos llorosos e inyectados en sangre, su piel manchada y quemada por la intensa luz.

Agitó las botellas.

—¿No me oís? ¡7-dihidrocolesterol activado! ¡Suficiente para mataros a todos aunque fueseis diez veces más!

Cuando se acercaba el primer rugoso, cuchillo en mano, le lanzó un chorro a la cara y lo mismo hizo con el siguiente. Cayeron de espaldas, retorciéndose, y pequeñas volutas de humo acre se elevaron de su piel.

Los otros rugosos se detuvieron, prorrumpiendo en un incoherente balbuceo.

—¡Vitamina D! —repitió Margo—. ¡Rayos de sol embotellados!

Alzó los brazos y trazó dos arcos de líquido sobre el alborotado grupo. Se oyeron gemidos. Algunos se desplomaron y rasgaron las capas, salpicando a sus compañeros. Margo dio un paso al frente y roció a toda la primera fila. Cayeron de espaldas aterrorizados, llenando el aire de balbuceos y gemidos. Dio otro paso al frente, lanzando un grueso chorro de izquierda a derecha. Los rugosos se dieron media vuelta y se dispersaron, tropezando entre sí, dejando atrás una docena de cuerpos convulsos y humeantes.

Margo retrocedió y vertió el resto de la solución en el suelo y los contornos del arco, dejando encharcada la salida. Luego arrojó las botellas vacías al pabellón.

—¡Vámonos!

Corrió tras los otros y se reunió con ellos junto a una rejilla abierta al fondo del andén.

—Tenemos que volver al punto de encuentro —dijo el submarinista—. Las cargas estallarán dentro de diez minutos.

—Usted primero, Margo —dijo D'Agosta.

Margo saltó a la vía, y cuando empezaba a descender por el sumidero, resonó una serie de explosiones por encima de ellos.

—¡Nuestras cargas! —exclamó D'Agosta—. El fuego debe de haberlas detonado antes de tiempo.

Pendergast se volvió para contestar, pero su voz quedó ahogada por un estruendo que, como los terremotos, se notó primero en los pies y luego en el vientre con progresiva violencia y volumen. Un viento extraño barrió el túnel —un creciente rugido de aire provocado por el hundimiento del Pabellón de Cristal—, arrastrando polvo, humo, papeles y el olor dulzón de la sangre.

62

Margo descendió por el sumidero y, al final de la escalerilla, saltó a un túnel largo de techo bajo, iluminado sólo por el chisporroteo de una bengala casi extinguida. Varios montones de escombros sobresalían del agua estancada en el suelo del túnel. Sobre ella, los pasadizos seguían retumbando y sacudiéndose como consecuencia de la explosión. Polvo y cascotes le caían en los hombros desde el sumidero.

Smithback cayó en el agua a su lado. Lo siguieron Pendergast, D'Agosta y el submarinista.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó D'Agosta—. ¿Y qué ha sido del resto del equipo de la Compañía de Operaciones Especiales?

—Yo no pertenezco a esa compañía, señor —contestó el hombre—. Soy un submarinista de la policía. Agente Snow, señor.

—¡Vaya, vaya! —exclamó D'Agosta—. El causante de todo esto. ¿Tiene una linterna, Snow?

El submarinista encendió otra bengala y un vivo resplandor rojizo iluminó el túnel.

—¡Dios mío! —oyó susurrar Margo a Smithback junto a ella.

De pronto Margo advirtió que lo que en un primer momento le habían parecido montones de escombros eran en realidad cuerpos con trajes de goma, maltrechos y decapitados. Boquetes ennegrecidos e innumerables orificios de bala salpicaban las paredes.

—El equipo Gamma —murmuró Snow—. Al caer mi compañero, he retrocedido para oponer resistencia. Esas criaturas me han seguido tubería arriba, pero han abandonado la persecución en las vías.

—Probablemente llegaban tarde al baile —comentó D'Agosta, contemplando la carnicería con expresión severa.

—¿No ha visto arriba a ningún hombre de la Compañía de Operaciones Especiales, señor? —preguntó Snow—. Me he guiado hasta allí por las huellas. Confiaba en que alguno de ellos hubiese sobrevivido… —Su voz se desvaneció al ver el semblante de D'Agosta.

Se produjo un incómodo silencio.

—Vamos —apremió Snow, recobrando el ánimo—. Hay aquí veinte kilos de C-4 a punto de estallar.

Margo, aturdida, avanzó tambaleándose en la oscuridad. Notaba sólido el suelo del túnel, e intentó que esa solidez se contagiase a sus pies, sus manos y sus brazos. Sabía que no podía permitirse pensar en lo que había visto y averiguado en el Pabellón de Cristal; si lo hacía, sería incapaz de seguir adelante.

Dobló un largo recodo del túnel. Más adelante veía a Snow y D'Agosta, que salían ya al amplio espacio abovedado en el que desembocaba el túnel. A su lado oía la respiración de Smithback, que de pronto se tornó entrecortada. Margo bajó la vista. Alrededor, esparcidos por el suelo del túnel, yacían los cuerpos destrozados y ensangrentados de al menos una docena de rugosos. La capucha quemada de uno de ellos dejaba a la vista una piel fruncida y veteada de extraordinario grosor.

—Es sorprendente —murmuró Pendergast junto a ella—. Los rasgos de reptil son inconfundibles, y sin embargo predominan los atributos humanos. Un primer paso, por así decirlo, en el camino hacia el estado de Mbwun plenamente desarrollado. Curiosamente, la metamorfosis es mucho mayor en unos especímenes que en otros. Se debe sin duda a los continuos refinamientos y experimentaciones de Kawakita. Es una lástima que no haya tiempo para un estudio más detenido.

El eco de sus pisadas se alejó cuando salieron al amplio espacio donde terminaba el túnel. Había varias figuras más caídas en el agua poco profunda.

—Esto era nuestro punto de encuentro —dijo Snow mientras revisaba rápidamente los equipos colocados junto a una pared de la cámara abovedada. Margo percibía nerviosismo en su voz—. Hay equipos de buceo suficientes para todos, pero no trajes. Tenemos que darnos prisa. Si seguimos aquí cuando estallen las cargas, todo esto se nos vendrá encima.

Pendergast entregó a Margo un juego de botellas de oxígeno.

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