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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (55 page)

—¡Otra vez! —dijo Donovan mientras colocaba otra granada.

Snow volvió a cargar y disparó de nuevo, esta vez desplazando el cañón ligeramente a la derecha. Como hipnotizado, igual que si ocurriese en cámara lenta, observó salir el proyectil y girar en el aire hasta perderse por encima de las cabezas del confuso grupo de figuras más allá de la boca del túnel. Se produjo otro temblor y un estallido de luz.

—¡Más bajo! —gritó Donovan—. ¡Están acercándose!

Sollozando, Snow abrió la otra bolsa con los dientes, cargó y disparó de nuevo. La feroz columna de fuego se alzó en medio del grupo. Por encima del estruendo de la explosión sonaron penetrantes gritos.

—¡Otra vez! —dijo Donovan, disparando su lanzagranadas—. ¡Tire otra vez!

Snow cargó y apretó el gatillo. El disparo se quedó corto, y la contundente ráfaga de calor los derribó a los dos. Se irguió, parpadeando en la nube de polvo y humo que flotaba en el oscuro espacio. Se le habían acabado las granadas, y llevó el dedo al gatillo trasero.

Donovan alzó una mano. Aguardaron, apuntando los fusiles hacia la negrura, durante lo que a Snow se le antojaron varios minutos. Finalmente Donovan bajó el cañón de su arma.

—Les hemos soltado una verdadera lluvia de mierda —susurró—. Lo ha hecho usted muy bien. Quiero que se quede aquí un momento mientras yo echo un vistazo. Si oye algo, avíseme. Dudo que encontremos nada mucho mayor que un meñique, pero no voy a arriesgarme.

Comprobó el cargador de su M-16, encendió una bengala y la lanzó hacia la nube de humo. Después avanzó lentamente, pegado a la pared del túnel. Cuando el humo empezó a disiparse, Snow vio los borrosos contornos de la cabeza y los hombros de Donovan, moviéndose con sigilo, su oscura sombra parpadeando tras él.

Sorteó las formas maltrechas y humeantes esparcidas por el suelo. Al llegar a la boca del túnel, se asomó con cautela y girando sobre sí mismo, salió a Tres Puntos. Luego se adentró en la cámara y desapareció en las sombras, dejando a Snow sin más compañía que la oscuridad. De pronto cayó en la cuenta de que llevaba aún colgado del cuello el talego con las bengalas de magnesio, olvidado durante la lucha. Contuvo el impulso de quitárselo y dejarlo allí. «Rachlin ha dicho que no me separase de él hasta el final de la misión —pensó—, y eso haré.»

Rachlin… Parecía imposible que aquellas criaturas hubiesen matado al resto del equipo de la Compañía de Operaciones Especiales de la Marina. Eran hombres bien armados y fogueados en el combate. «Si los otros dos túneles eran como éste —se dijo—, quizá alguno haya escapado por la escalerilla del fondo. Si es así, deberíamos volver atrás e intentar…»

Snow interrumpió sus pensamientos, sorprendido por la frialdad con que se planteaba la situación. Quizá era más valiente de lo que creía. O simplemente más tonto. «Si el hijo de puta de Fernández me viese ahora», pensó.

Donovan salió de nuevo de la oscuridad, escudriñó el túnel y le hizo una seña para que se acercase. Snow avanzó rápidamente, pero aminoró el paso ante la espeluznante visión que apareció ante sus ojos. El material seguía pulcramente dispuesto junto a la pared, en contraste con los cuerpos desmembrados que yacían en posiciones absurdas, dispersos por el lodoso suelo del túnel.

—Dése prisa —oyó susurrar a Donovan—. No hay tiempo para hacer turismo.

Snow alzó la vista. Donovan, con los brazos cruzados, examinaba el equipo con expresión ceñuda e impaciente.

De pronto, en la densa oscuridad de la bóveda, una figura negra se lanzó con un chirrido desde la cadena que pendía del techo y cayó sobre Donovan.

Donovan se tambaleó y consiguió zafarse de la criatura, pero saltaron otras dos y empezaron a forcejear con él hasta obligarlo a arrodillarse. Snow retrocedió a trompicones, apuntando el fusil, incapaz de encontrar un ángulo de tiro. Otra figura, cuchillo en mano, corrió hacia el grupo, y Donovan lanzó un alarido inimaginablemente agudo, casi femenino. Realizó un extraño movimiento, como si manejase una sierra, y por fin, con un gutural rugido de triunfo coreado por sus compañeros, levantó la cabeza de Donovan. Momentáneamente paralizado por aquella visión, Snow creyó ver cómo giraban sin control los ojos de Donovan en sus órbitas, reflejando el resplandor rojo procedente del túnel.

En ese instante Snow empezó a disparar contra el monstruoso grupo apiñado en torno a su víctima, con ráfagas cortas y trazando un arco de izquierda a derecha, como Donovan le había enseñado. Aunque no oía su propia voz, supo que estaba gritando. Al vaciarse el cargador, insertó otro y siguió gritando y disparando hasta que en el segundo cargador tampoco quedaron más balas. Zumbándole los oídos en el repentino silencio, dio un paso al frente. Apartó el humo con la mano y escrutó las sombras en busca de aquellas siniestras apariciones. Dio otro paso, y otro más.

Frente a él, la oscuridad pareció moverse. Se dio media vuelta y echó a correr hacia el fondo del túnel, sus pies chirriando en el barro y el agua estancada, el cargador vacío rebotando ruidosamente en las resbaladizas piedras.

61

Margo cerró los ojos, apretando los párpados, intentando dejar la mente en blanco ante la inminencia del dolor final. Pero pasó un instante, luego otro, y de pronto notó que la levantaban del suelo y la llevaban en volandas, zarandeándola, las correas del pesado bolso hincándosele en el hombro. Pese al profundo terror, la invadió una sensación de alivio: al menos estaba todavía viva.

A través de los párpados percibió que cruzaba una densa y pestilente oscuridad y llegaba a un espacio tenuemente iluminado. Se obligó a abrir los ojos e intentó orientarse. Vio un espejo hecho añicos, sin la mayor parte del cristal, cubierto por lo que parecían incontables capas de barro seco. Al lado, un tapiz podrido de arriba abajo que representaba un ciervo en cautividad. De pronto notó otra sacudida y en su nueva posición vio unas altas paredes de mármol, un techo brillante, y la ruinosa araña de cristal. Una pequeña lámina de metal resplandecía en el centro del techo: la trampilla a la que estaban asomados hacía apenas diez minutos. «Estoy en el Pabellón de Cristal», pensó.

El repugnante olor era allí más intenso que en ninguna otra parte, y Margo luchó contra el pánico y una creciente desesperación. La arrojaron bruscamente al suelo y se le cortó la respiración a causa del golpe. Jadeando, trató de alzarse sobre un codo. Vio que se hallaba rodeada de rugosos que se movían de un lado a otro cubiertos con sus remendadas capas y capuchas. A pesar del miedo, los observó con curiosidad. Así que éstas son las víctimas del esmalte, pensó. No pudo menos que sentir cierta lástima por lo que les había ocurrido. Se preguntó una vez más si era inevitable que tuviesen que morir, aunque en el fondo sabía que no había otra solución. El propio Kawakita había escrito que no existía antídoto, que los efectos del retrovirus eran irreversibles, como había sido irreversible el estado de Whittlesey.

De pronto otro pensamiento asaltó su mente, y miró alrededor desesperada. Las cargas estaban colocadas y pronto estallarían. Incluso si los rugosos le perdonaban la…

Una de las criaturas se inclinó ante ella y le lanzó una mirada lasciva. La capucha se deslizó hacia atrás por un momento, y una incontenible repugnancia barrió de su mente todo atisbo de lástima e incluso el miedo por el inminente peligro. Fugazmente vio la grotesca piel cubierta de arrugas y flácidos pliegues, los hundidos ojos de reptil, negros, de mirada mortecina, las pupilas reducidas a dos trémulos puntos. Margo desvió la vista.

Oyó un golpe, y vio caer a Pendergast en el suelo junto a ella. Lo siguieron Smithback y Mephisto, forcejeando ferozmente.

Pendergast la miró con expresión interrogativa. Ella asintió con la cabeza, confirmándole que no estaba herida. Se produjo otro alboroto, y el teniente D'Agosta rodó por el suelo. De inmediato le quitaron el arma y la lanzaron a un lado. Tenía una brecha sobre el ojo y sangraba copiosamente. Un rugoso arrebató el bolso a Margo, lo arrojó al suelo y se dirigió hacia D'Agosta.

—No te acerques a mí, mutante de mierda —exclamó el policía.

Uno de los rugosos se inclinó y lo abofeteó brutalmente.

—Mejor será que coopere, Vincent —dijo Pendergast con calma—. Estamos en ligera desventaja numérica.

D'Agosta se irguió sobre las rodillas y sacudió la cabeza.

—¿Por qué seguimos vivos?

—Esa es la gran duda del momento —contestó Pendergast—. Me temo que tiene algo que ver con la ceremonia que está a punto de empezar.

—¿Ha oído eso, plumífero? —Mephisto rió con amargura—. Quizá el
Post
compre su siguiente artículo: «¿Cómo me convertí en víctima de un sacrificio humano?»

El suave canto subió nuevamente de volumen, y Margo notó que la ponían de pie de un tirón. Se abrió un camino entre la oscilante multitud, y vio ante ella, a unos seis o siete metros, la cabaña de cráneos. Contempló con mudo terror la macabra construcción, compuesta de un millar de muecas sonrientes, los restos de piel aún adheridos. En el interior se movían varias figuras, y grandes nubes de humo surgían del techo inacabado. La rodeaba una empalizada de huesos humanos, limpiados de carne sin gran esmero. Ante la entrada distinguió varias plataformas ceremoniales de piedra. Dentro, a través de las innumerables cuencas oculares vacías, vio la forma indistinta del palanquín en que había llegado el chamán. Se preguntó qué aspecto tendría la aterradora aparición. No se sentía con valor para soportar la visión de otro rostro como el que la había mirado ávidamente hacía unos minutos.

Una mano la empujó con brusquedad hacia adelante, y a trompicones avanzó hacia la cabaña. De reojo vio forcejear a D'Agosta con los rugosos que lo llevaban a rastras. Smithback se resistía también en silencio. Uno de ellos sacó un cuchillo de aspecto perverso de entre los pliegues de la capa y lo apoyó en la garganta del periodista.


Cuchillos de pedernal
—masculló Pendergast en español—. ¿No es eso lo que dijo la superviviente de la matanza del metro?

D'Agosta asintió con la cabeza.

A unos pasos de la empalizada, obligaron a Margo y los demás a detenerse y arrodillarse. Alrededor, el canto y el redoble de tambores había cobrado un tono fervoroso.

Observó las plataformas situadas ante la cabaña. En la más cercana, dispuestos con la meticulosidad propia de un ritual, había varios objetos metálicos.

De pronto Margo contuvo la respiración.

—¡Pendergast! —dijo con voz entrecortada.

Pendergast le dirigió una mirada interrogativa, y ella señaló hacia la plataforma con la cabeza.

—Ah, los objetos más grandes —susurró el agente del FBI—. Sólo pude llevarme los trozos menores.

—Sí —respondió Margo con tono apremiante—, pero reconozco uno de ellos. Es el freno de mano de una silla de ruedas.

Una expresión de sorpresa apareció en el rostro de Pendergast.

—Y esa otra pieza pertenece también a una silla de ruedas —continuó Margo—. Es una palanca para graduar la inclinación, rota por la base.

Pendergast intentó acercarse a la plataforma, pero una de las figuras lo obligó a retroceder.

—Esto es absurdo. ¿Con qué finalidad…? —Pendergast se interrumpió. Luego añadió con un susurro—. Una especie de Lourdes.

—No lo entiendo —contestó Margo.

Pendergast guardó silencio, manteniendo la mirada fija en una de las figuras que se hallaban dentro de la cabaña.

En el interior se oyó un murmullo de tela y al instante empezaron a salir figuras encapuchadas de dos en dos. Cada par acarreaba un gran caldero de líquido humeante. El canto subió de volumen hasta convertirse en una prolongada y monótona cacofonía. Los rugosos depositaron los calderos en los hoyos excavados en el suelo del pabellón. Después apareció el palanquín, conducido por cuatro portadores y tapado con una tupida tela negra. Los portadores bordearon la empalizada, desfilando acompasadamente. Al llegar a la plataforma de piedra mayor y más alejada, colocaron el palanquín sobre ella con sumo cuidado. Los lugartenientes retiraron los soportes y la tela y regresaron lentamente a la cabaña.

Margo escrutó la figura sentada en el palanquín entre las sombras. La oscuridad velaba sus facciones, y sólo era visible el movimiento de unos gruesos dedos ligeramente flexionados. El canto decayó por un instante y volvió a cobrar intensidad, percibiéndose en las voces un tono expectante. De pronto la figura alzó una mano y el canto cesó en el acto. Cuando se inclinó, el parpadeante resplandor iluminó su rostro.

Para Margo fue como si el tiempo se hubiese detenido por un instante. Olvidó el miedo, el dolor de las rodillas, los temporizadores de detonación que avanzaban inexorablemente hacia la hora fijada en los oscuros pasadizos. El hombre sentado en lo alto del palanquín construido de huesos humanos —vestido con sus habituales pantalones de gabardina y su corbata estampada de cachemir— era Whitney Frock.

Abrió la boca para hablar, pero ningún sonido salió de su garganta.

—¡Dios mío! —exclamó Smithback detrás de ella.

Frock contempló a la multitud con rostro impasible, inexpresivo. En la enorme sala reinaba un silencio sepulcral.

Lentamente la mirada de Frock fue a posarse en los prisioneros arrodillados frente a él. Miró primero a D'Agosta, luego a Smithback y después a Pendergast. Al llegar a Margo, se sobresaltó. Algo se encendió en sus ojos.

—Querida, cuánto lo lamento —dijo—. Sinceramente, no esperaba que formase parte de esta pequeña expedición como asesora científica. Lo siento mucho. No, no me mire de esa forma. Recuerde que, llegado el momento de deshacernos de aquel irlandés entrometido, le perdoné a
usted
la vida. Aun sabiendo que era un error, debo añadir.

Margo, conmocionada e incrédula, fue incapaz de hablar.

—Sin embargo aún tiene remedio. —La luz que Margo había visto brillar en los ojos de Frock unos segundos antes se extinguió por completo—. En cuanto al resto de ustedes, bienvenidos sean. Creo que deben hacerse algunas presentaciones. Por ejemplo, ¿quién es ese desaliñado caballero vestido con harapos? —Se volvió hacia Mephisto—. Tiene el rostro de un animal salvaje acorralado, y supongo que eso es exactamente. Un nativo, imagino, incorporado a la expedición como guía. Repetiré la pregunta: ¿Cómo se llama?

Mephisto guardó silencio.

—Córtale la garganta si no contesta —ordenó Frock a uno de sus lugartenientes—. No podemos tolerar la descortesía.

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