El relicario (54 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

—Es posible que tuviese lugar una especie de golpe de Estado —comentó Margo—. En las sociedades primitivas, con frecuencia el chamán era asesinado y sustituido por un rival, por lo general una figura dominante del mismo grupo. —Siguió observando, intrigada pese al miedo y la aversión que sentía—. ¡Dios mío, si Frock viese esto!

—Sí —dijo Pendergast—. Si una de esas criaturas ocupó el lugar de Kawakita, acabando a la vez con su vida, se explicaría el incremento de asesinatos y la creciente brutalidad de sus actos.

—Fíjese en su manera de andar —susurró Margo—. Casi propia de patizambos. Podría deberse al incipiente escorbuto. Si sus organismos no aceptan la vitamina D, ése sería el resultado.

De pronto se produjo un alboroto, un coro de voces guturales fuera del área de visión de Margo. El grupo se disgregó. Se oyó una serie de llamadas, y Margo vio una figura, encapuchada como el resto, que llegaba lentamente transportada en un palanquín construido de huesos y tiras de cuero trenzadas. La procesión se acercó a la cabaña, incorpórea en el trémulo resplandor. Cuando el palanquín fue introducido en la cabaña, el canto cobró mayor volumen, reverberando en la enorme sala.

—Parece que ha llegado el chamán —dijo Margo—. La ceremonia, sea cual sea, empezará en cualquier momento.

—¿No sería mejor que nos pusiésemos en marcha? —oyó mascullar a D'Agosta—. Lamento estropearles el descubrimiento antropológico, pero en el pasillo hay quince kilos de explosivos que no tardarán en estallar.

—Tiene razón —dijo Pendergast—. Y aún nos queda una carga por colocar. —Apoyó una mano en el brazo de Margo—. Debemos marcharnos, doctora Green.

—Sólo un minuto, por favor —rogó.

Entre la multitud se originó un repentino revuelo, y apareció quizá una docena de figuras encapuchadas, camino de la cabaña. Se arrodillaron ante la entrada y dispusieron varios objetos pequeños y negros en un semicírculo. El canto continuó cuando una figura salió de la cabaña con dos antorchas encendidas.

Margo miró atentamente, intentando averiguar qué eran los objetos negros. Había seis, y desde allí arriba parecían pelotas de goma de forma irregular. Obviamente desempeñaban un papel esencial en la ceremonia. Recordó que en Natal la tribu de los chudzi usaba piedras redondas pintadas de rojo y blanco para simbolizar el ciclo diario de…

Una de las figuras dio un tirón al objeto más cercano, la capucha negra de goma se desprendió, y Margo retrocedió instintivamente, sofocando un gemido de consternación.

Pendergast se aproximó de inmediato a la abertura y miró hacia abajo durante un largo momento. Por fin se irguió y se echó hacia atrás.

—Hemos perdido al equipo de la Compañía de Operaciones Especiales —dijo.

Mephisto se acercó a la trampilla y echó un vistazo al parpadeante espacio; iluminada por el rojizo resplandor, su barba larga y enredada adquirió un aspecto mefistofélico.

—Y ahora, chicos, no olvidéis que es peligroso bañarse después de una comida pesada —masculló.

—¿Cree que habrán colocado las cargas antes…? —preguntó D'Agosta, y su voz se desvaneció gradualmente en la oscuridad.

—Esperemos que sí —murmuró Pendergast mientras cerraba la trampilla—. Pongamos la última carga y marchémonos antes de que sea demasiado tarde. Permanezcan atentos. Recuerden que nos encontramos prácticamente en su guarida. Manténganse hiperalertas.

—Hiperalertas —repitió Mephisto con desdén.

Pendergast lanzó una mirada de ligero reproche al jefe de los mendigos.

—Ya hablaremos en algún otro momento del bajo concepto que tiene de mí, y de mi opinión sobre sus gustos culinarios —dijo, y se volvió hacia la salida.

Cruzaron la puerta del lado opuesto de la cámara y avanzaron rápidamente por el pasadizo. Tras recorrer unos cien metros, Pendergast se detuvo en un punto donde un túnel de irregulares paredes ascendía hasta el pasadizo principal. A través del estrecho conducto se oía claramente el sonido de los tambores.

—Es extraño —comentó el agente del FBI, contemplando el túnel que confluía en el pasadizo—. Este acceso no consta en el plano. No importa; en todo caso, la última carga debería hundir toda esta estructura.

Siguieron adelante y en unos minutos llegaron a la entrada de un espacio que parecía una antigua zona de mantenimiento. Contra una pared se alzaban pilas de ruedas grandes y herrumbrosas, junto con lo que, a juicio de Margo, podían ser diversas piezas de cambios de agujas y señales. Sobre una mesa podrida descansaba una fiambrera de hojalata; dentro, Margo vio el esqueleto seco de un pollo a medio comer. En apariencia, el lugar había sido abandonado precipitadamente.

—¡Dios, qué sitio! —exclamó D'Agosta—. Uno se pregunta cuál es la verdadera historia de estos túneles.

—O si alguien la conoce todavía después de casi un siglo —añadió Pendergast. Señaló hacia un rincón, donde había una puerta ribeteada de metal entre dos montones de material polvoriento—. Ésa es la escalera de mantenimiento que baja a los túneles Astor. Aquí colocaremos la última carga. —Sacó otro bloque de explosivo de la bolsa, se agachó y lo rebozó de barro.

—¿Y eso? —preguntó D'Agosta—. ¿Camuflaje?

—En efecto —respondió Pendergast mientras moldeaba la carga en torno a la base de un pilar de cemento—. Ésta es, por lo visto, una zona muy transitada. Señaló con el mentón hacia el túnel a título ilustrativo.

—¡Dios mío! —exclamó Margo entre dientes.

Incontables huellas de pies descalzos surcaban el suelo del pasadizo por donde habían llegado. Cogió la mascarilla y tomó oxígeno. Había una humedad próxima al ciento por ciento. Volvió a respirar por la mascarilla y luego se la ofreció a Smithback.

—Gracias —dijo el periodista, e inhaló dos veces lentamente. El cabello le caía lacio sobre la frente y llevaba la camisa hecha jirones y manchada de sangre.

«Pobre Bill —pensó Margo—. Parece salido de una cloaca, nunca mejor dicho.»

—¿Cómo estaban las cosas en la superficie? —preguntó Margo para distraerlo de sus pensamientos.

—Era un caos absoluto —contestó el periodista, devolviéndole la mascarilla con un gesto solemne—. En medio de la manifestación organizada por la señora Wisher han empezado a aparecer centenares de topos de los subterráneos. Allí mismo, en Broadway. Según he oído, la policía había echado gases lacrimógenos en los túneles situados entre la calle Noventa y nueve y el parque.

—¿Topos, plumífero? —lo interrumpió Mephisto—. Sí, somos topos. Huimos de la luz, y no por su calor o su brillo, sino por lo que nos muestra: venalidad, corrupción e incontables hormigas obreras aferradas a su rutina.

—Cállese —dijo D'Agosta con aspereza—. Lléveme de regreso a la superficie venal y corrupta, y le prometo que puede ir a esconderse al pozo de mierda más profundo que encuentre sin miedo a que yo vaya a buscarlo.

—Mientras ustedes discutían, he colocado la última carga —anunció Pendergast, frotándose las manos y tirando a un rincón la bolsa de explosivos ya vacía—. Me sorprende que con tanta disputa la guarida entera no se nos haya echado ya encima. Ahora marchémonos de aquí cuanto antes. Tenemos menos de treinta minutos.

Con Pendergast al frente, salieron de la zona de mantenimiento.

De pronto el agente del FBI se detuvo. Siguió un breve silencio.

—Vincent —lo oyó susurrar Margo—. ¿Está preparado?

—Nací preparado.

Pendergast comprobó la boquilla del lanzallamas.

—Si es necesario, usaré esto, y luego iniciaremos la retirada. Esperen a que las llamas se extingan por completo antes de avanzar. Esta arma utiliza una mezcla de combustión rápida y limpia creada para la lucha a corta distancia, pero el propelente se adhiere a las superficies durante unos segundos antes de arder. ¿Entendido? Quítense las gafas y cierren los ojos para protegerse del fogonazo. No hagan nada hasta que yo dé la señal. Tengan sus armas preparadas.

—¿Qué pasa? —preguntó Margo mientras extraía la Glock y quitaba el seguro. De repente lo olió; era el hedor repugnante de aquellas criaturas, flotando en el aire como una aparición.

—Tenemos que conseguir llegar más allá de aquel acceso —susurró Pendergast—. Vamos.

Empezaron a oírse rápidos pasos ascendentes en el túnel que confluía con el pasadizo poco más adelante. Pendergast bajó la mano, y D'Agosta encendió el haz de luz a su mínima potencia. Asustada, Margo vio un grupo de criaturas envueltas en capas que corría hacia ellos por el pasadizo. Avanzaban a una velocidad escalofriante. De pronto pareció ocurrir todo a la vez. Pendergast dio el aviso, y D'Agosta accionó el flash con un seco chasquido. Una luz blanca de una intensidad casi sobrenatural inundó el pasadizo, dotando instantáneamente de color a los negros contornos de la roca. Se oyó un extraño zumbido líquido y el lanzallamas escupió una llama azul anaranjada. Pese a que se hallaba tras el agente del FBI, Margo notó en el rostro una brutal vaharada de calor. El chorro alcanzó a las criaturas que se abalanzaban hacia ellos con un sonoro estampido y una lluvia de vertiginosas chispas. Por un momento las figuras siguieron adelante, y Margo, observando a las que ocupaban las primeras filas, tuvo la sensación de que llevaban extrañas túnicas de fuego, que crepitaron y quedaron reducidas a cenizas. El fogonazo del flash se desvaneció, pero no antes de que se grabase en las retinas de Margo la espantosa imagen de unos cuerpos encorvados y contrahechos, envueltos en carne quemada, desplomándose, sacudiendo las piernas.

—¡Retrocedan! —gritó Pendergast.

Volvieron atropelladamente a la zona de mantenimiento mientras Pendergast lanzaba otra llamarada. En la ráfaga de luz anaranjada, Margo vio que otras muchas criaturas subían por el túnel de acceso hacia ellos. Instintivamente alzó la pistola y disparó varias veces. Dos de las figuras cayeron de espaldas y desaparecieron en la parpadeante oscuridad. Vagamente, tuvo conciencia de haber perdido a Smithback en los iniciales momentos de desconcierto. Sonó una detonación junto a su oído al disparar Mephisto los dos cañones de la escopeta. Oía gritar a alguien —quizá era ella—, y los inarticulados alaridos de dolor de las criaturas heridas. D'Agosta lanzó una granada al centro del grupo. Se produjo un estampido seco e inmediatamente después una potente explosión sacudió el túnel.

—¡Deprisa! —dijo Pendergast—. ¡Bajen por la escalera de mantenimiento!

—¿Está loco? —gritó D'Agosta—. ¡Nos atraparán como a ratas!

—Estamos ya atrapados como ratas —contestó Pendergast—. Son demasiados, y sería una temeridad luchar aquí. Podríamos detonar el C-4. En los túneles Astor, al menos tendremos una oportunidad. ¡Bajen!

D'Agosta abrió la puerta ribeteada de metal, y descendieron rápidamente, con Pendergast detrás lanzando lenguas de fuego hacia el pasadizo. A Margo le ardían los ojos a causa del humo acre que flotaba en el aire. Parpadeando para contener las lágrimas, vio acercarse a otra figura, la capucha caída, el arrugado rostro contraído en una mueca de furia, un mellado cuchillo de pedernal en alto. Adoptando la posición de disparo, vació el cargador en aquella monstruosidad, observando casi con indiferencia cómo estallaban las balas de punta hueca al impactar en su cuerpo, desgarrando la carne correosa. La figura se desplomó y casi de inmediato la sustituyó otra. La alcanzó una ráfaga del lanzallamas y cayó de espaldas, retorciéndose en un halo de fuego.

Salieron a una pequeña sala de techo alto con azulejos en las paredes y el suelo. Al otro lado de un arco gótico se veía el resplandor rojizo de la ceremonia. Margo echó un rápido vistazo alrededor, esparciendo balas por el suelo mientras rellenaba con desesperación el cargador. El humo saturaba el aire, pero Margo advirtió con alivio que el lugar estaba vacío. Parecía una sala de espera secundaria, pensada quizá para niños; contenía varias mesas bajas, algunas de ellas aún con tableros de damas, ajedrez y backgammon dispuestos para jugar, las piezas cubiertas de telarañas y moho.

—Una lástima para el que llevaba las negras —comentó Mephisto, mirando la mesa más cercana mientras abría la escopeta para recargarla—. Tenía un peón de ventaja.

Se oyó ruido en la escalera, y al instante otro grupo de rugosos surgió de la oscuridad en dirección a ellos. Pendergast se agachó y lanzó una larga llama hacia las criaturas. Margo apoyó una rodilla en el suelo y disparó, las detonaciones de su pistola ahogadas por el fragor general.

Advirtió un movimiento al otro lado del arco, y al volverse vio otro grupo de criaturas correr hacia ellos desde el Pabellón de Cristal. Smithback, forcejeando desesperadamente con el lanzagranadas, fue reducido y derribado. Pendergast, con la espalda contra la pared, trazaba un arco de llamas, manteniendo a raya a las criaturas que lo rodeaban. Con una curiosa sensación de irrealidad, Margo apuntó a las cabezas de las criaturas que tenía enfrente y empezó a descerrajar un tiro tras otro. Cayó una criatura, luego otra, y después Margo notó que disparaba con el cargador vacío. Retrocedió tan deprisa como pudo, sacando del bolso otro puñado de balas. De pronto notó movimiento alrededor, muy cerca, en todas direcciones. Unos brazos como cables de acero la agarraron por el cuello y le arrancaron la pistola de la mano. Un olor fétido como el aliento de un cadáver inundó sus sentidos. Cerró los ojos, llorando de dolor, miedo y rabia, procurando prepararse lo mejor posible para una muerte inevitable.

60

Snow observó congregarse a las oscuras figuras en la boca del túnel, cortándoles el paso. Se habían detenido por un momento ante el intenso brillo de la bengala, pero se movían ya hacia ellos con una resolución que le ponía la carne de gallina. No eran bestias sin inteligencia que se lanzasen irreflexivamente a la batalla; se valían de alguna estrategia.

—Atienda —dijo Donovan con calma—. Cargue el XM-148. Dispararemos a la vez cuando yo dé la señal. Usted apunte a la izquierda del grupo; yo apuntaré a la derecha. Luego vuelva a cargar y disparar tan deprisa como pueda. Los lanzagranadas tienden a levantarse, así que apunte a baja altura.

Snow introdujo la carga en el lanzagranadas, notando que el corazón le latía en la garganta. Donovan se tensó a su lado.

—¡Ahora! —gritó Donovan.

Snow apretó el gatillo delantero, y el arma casi se le escapó de las manos cuando la granada partió hacia el grupo. Los destellos de las dos explosiones bañaron el túnel de una luz anaranjada, y Snow advirtió que había apuntado demasiado a la izquierda, dando en la pared del túnel. De pronto, con un violento temblor, se hundió una sección del techo. Gritos de terror surgieron del grupo de encapuchados.

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