El relicario (32 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

Al principio creyó que era el sonido de un tren lejano, frenando en una estación. Pero luego, al aguzar el oído, se dio cuenta de que era un grito prolongado y distante, extrañamente distorsionado por el eco.

—¿Qué demonios…? —dijo Kolb, echándose hacia adelante en el asiento.

El joven negro abrió al instante los ojos, y la camarera adoptó una actitud alerta.

Siguió un silencio eléctrico mientras escuchaban expectantes. No se oyó nada más.

—Dios santo, Bill, ¿has oído eso? —preguntó Kolb.

Trumbull no contestó. Se había producido un robo, quizá un asesinato. O aún peor, tal vez una banda avanzaba hacia el tren detenido. Ésa era la más horrenda pesadilla de cualquier usuario del metro.

—Nunca explican nada —protestó Kolb, dirigiendo una mirada nerviosa al altavoz— Alguien debería salir a echar un vistazo.

—Sal si quieres —repuso Trumbull.

—Un grito de hombre —continuó Kolb—. Ha gritado un
hombre,
te lo juro.

Trumbull volvió a mirar por la ventanilla. Esta vez distinguió otra figura que se aproximaba por la vía más alejada; caminaba con una extraña oscilación, casi una cojera.

—Viene alguien —anunció.

—Pregúntale qué pasa.

Trumbull se asomó.

—¡Eh! ¡Eh, oiga! —Vio que la figura se detenía—. ¿Qué ocurre? ¿Hay algún herido?

La figura siguió avanzando. Trumbull la observó mientras se dirigía a la parte delantera del vagón anterior, subía a la zona de enganche y desaparecía. El solitario pasajero continuaba allí, ahora leyendo un libro. Todo volvía a estar en silencio.

—¿Qué ves? —gimoteó Kolb.

Trumbull se sentó.

—Nada —respondió—. Quizá un trabajador del metro llamaba a un compañero.

—Espero que esto se ponga en marcha cuanto antes —comentó la camarera con voz tensa.

El muchacho del abrigo permanecía inmóvil en su asiento, con las manos en los bolsillos. Estoy seguro de que lleva una pistola, pensó Trumbull, sin saber si la idea lo inquietaba o lo tranquilizaba.

Se apagaron las luces del vagón anterior.

—¡Mierda! —exclamó Kolb.

Un violento golpe sonó en el vagón a oscuras, y todo el tren se estremeció como si algo pesado se hubiese estrellado contra él. A continuación se oyó un extraño silbido. A Trumbull se le antojó semejante al sonido de un globo mojado al perder el aire.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó la camarera.

—Yo me largo de aquí —dijo Kolb—. ¿Crees que voy a quedarme esperando a que una banda reviente esa puerta y venga a por nosotros?

Trumbull descartó la idea con un gesto. Lo que había que hacer era quedarse allí y mantener la calma. Si uno se levantaba y llamaba la atención, sólo conseguía convertirse en la víctima elegida.

Llegó otro ruido del vagón a oscuras, como el sonido de la lluvia al azotar una superficie de metal.

Con cautela, Trumbull se inclinó y miró hacia el otro vagón. Vio que algo salpicaba el cristal de la puerta desde dentro, algo parecido a la pintura. Una pintura espesa y oscura que resbalaba por el cristal.

—¿Qué es eso? —gritó Kolb.

Unos gamberros estaban destrozando el tren, rodándolo de pintura. Al menos parecía pintura, pintura roja. Quizá era el momento de largarse de allí, y aun antes de expresar su decisión, estaba ya de pie y corría hacia la puerta trasera del vagón.

—¡Billy! —gritó Kolb, pisándole los talones.

A sus espaldas, Trumbull oyó un golpe contra la puerta delantera, pisadas de varios pies y el repentino grito de la camarera. Sin detenerse ni volver la cabeza para mirar, agarró el tirador, lo hizo girar y abrió la puerta corredera. Saltó a la zona de enganche y abrió la puerta del vagón de cola, seguido de cerca por Kolb, que salmodiaba:

—¡Joder, joder, joder!

Antes de que las luces de todo el tren se apagaran, Trumbull tuvo tiempo de ver que el vagón de cola estaba vacío. Desesperado, miró alrededor. No había más iluminación que la que procedía de las débiles y espaciadas luces del túnel y del lejano resplandor amarillo de la estación de la calle Cincuenta y nueve.

Se detuvo y se volvió hacia Kolb.

—Tenemos que forzar la puerta de atrás.

En ese mismo instante un disparo resonó en el vagón del que acababan de salir. Cuando se desvaneció el eco de la detonación, a Trumbull le pareció oír que los sollozos de la camarera se interrumpían súbitamente.

—¡Le han cortado el cuello al chico! —gimió Kolb, mirando por encima del hombro.

—¡Cállate! —susurró Trumbull. Oyera lo que oyese, no pensaba volverse a mirar. Corrió hasta la puerta trasera y agarró las pestañas de goma para intentar abrirla—. ¡Ayúdame!

Kolb, con lágrimas en las mejillas, tiró de una de las pestañas.

—¡Más fuerte, por Dios!

Finalmente la puerta cedió con un silbido, y un sofocante olor a tierra inundó el vagón. Trumbull no había tenido aún tiempo de moverse cuando notó que Kolb lo apartaba de un empujón y se lanzaba a las vías a través de la estrecha abertura. Se tensó para saltar, pero de pronto se quedó paralizado. Varias figuras surgían de la oscuridad del túnel, avanzando hacia Kolb. Trumbull abrió la boca y volvió a cerrarla, tambaleándose ligeramente, sin dar crédito a lo que veía. Las figuras se movían de una manera extraña, aterradoramente ajena. Vio cómo rodeaban a Kolb. Una de las figuras lo agarró del pelo; otra le inmovilizó los brazos. Kolb forcejeaba mudamente en una absurda pantomima. Una tercera figura salió de las sombras, se acercó a Kolb y, con un delicado movimiento, le pasó una mano por la garganta. De inmediato la sangre manó a borbotones en dirección al tren.

Trumbull retrocedió horrorizado, cayó al suelo y se apresuró a ponerse de rodillas, momentáneamente desorientado. En su desesperación, volvió la vista atrás, hacia el vagón del que habían escapado. En la oscuridad, vio a la camarera tendida boca abajo, y junto a ella dos figuras en cuclillas, al parecer muy ocupadas con su cabeza.

Trumbull sintió que una desolación indescriptible le perforaba el estómago. Se volvió, saltó a las vías por la puerta de emergencia y echó a correr hacia la tenue y lejana luz de la estación, dejando atrás a las figuras inclinadas sobre Kolb. Notó una violenta arcada y se vomitó en las piernas la cena y la cerveza. Oyó tras él unos pasos rápidos y sonoros. Un sollozo escapó de sus labios.

De pronto dos figuras encapuchadas aparecieron en las vías ante él, recortándose contra la lejana luz de la estación. Trumbull paró en seco al ver que avanzaban hacia él a extraordinaria velocidad. Detrás, las pisadas de sus perseguidores se acercaban. Un extraño aletargamiento le impidió mover los miembros, y notó que ya apenas podía pensar racionalmente. En cuestión de segundos lo atraparían, como a Kolb.

En ese momento el breve destello de una señal luminosa alumbró el rostro de uno de sus atacantes.

Una sola idea, clara e inequívoca, cobró forma en medio del aturdimiento de aquella noche convertida en pesadilla. Rápidamente, observó las vías, localizó las líneas amarillas de advertencia y el raíl limpio y brillante. Metió el pie bajo la cubierta de seguridad, y al instante el mundo se fundió en un maravilloso resplandor.

37

D'Agosta pensó en el Yankee Stadium: la blanca esfera de cuero surcando el cielo azul de julio, el olor de la hierba recién arrancada al deslizarse el corredor hacia la base, el jugador exterior lanzándose contra la valla con el guante en alto. Era su peculiar forma de meditación transcendental, una manera de aislarse del mundo y recomponer sus ideas. Una técnica especialmente útil cuando todo se había ido al garete.

Mantuvo los ojos cerrados un momento más, intentando olvidar los timbres de los teléfonos, los portazos, el alboroto de las secretarias. En algún lugar, sabía, Waxie corría de un lado a otro como un pavo en celo. Afortunadamente no estaba lo bastante cerca para oír sus graznidos. Pero eso no le servía de consuelo.

Lanzando un suspiro, D'Agosta se obligó a pensar de nuevo en la extraña imagen de Alberta Muñoz, la única superviviente de la matanza del metro.

D'Agosta había llegado al lugar de los hechos cuando la sacaban en camilla por una salida de emergencia de la calle Sesenta y seis, con las manos cruzadas sobre el regazo, expresión plácida y ausente, cuerpo regordete y maternal, la tez tersa y morena en marcado contraste con las sábanas que la envolvían. Sólo Dios sabía cómo había logrado esconderse; por el momento, la señora Muñoz no había pronunciado una sola palabra. El tren se había convertido en un depósito de cadáveres provisional: siete pasajeros y dos empleados del metro muertos; cinco de ellos con los cráneos aplastados y las gargantas cercenadas hasta el hueso, tres decapitados, uno electrocutado por el tercer raíl. D'Agosta casi olía ya a los abogados.

La señora Muñoz había sido trasladada de inmediato al St. Luke, donde se hallaba en aislamiento psiquiátrico. Waxie había vociferado, golpeado mesas y proferido amenazas, pero el médico de guardia se había mostrado inflexible: nada de preguntas hasta por lo menos las seis de la mañana.

Tres cabezas desaparecidas. Habían encontrado enseguida los rastros de sangre, pero el equipo de hemoluminiscencia lo estaba pasando mal en el laberinto de húmedos túneles. D'Agosta reconstruyó mentalmente la escena una vez más. Alguien había cortado el cable de una señal poco más allá de la estación de la calle Cincuenta y nueve, provocando de inmediato la detención de todos los trenes expresos del East Side entre las calles Catorce y Ciento veinticinco. Un tren había quedado atrapado en el largo tramo anterior a la estación de la calle Ochenta y seis. Allí lo esperaban, emboscados.

La operación exigía inteligencia y planificación, y quizá conocimiento interno de la red de metro. Por el momento no se habían hallado huellas claras, pero D'Agosta calculaba que los asaltantes habían sido por lo menos seis. No menos de seis ni más de diez. Un ataque bien planeado y bien coordinado.

Pero ¿por qué?

Los técnicos habían determinado que probablemente el hombre electrocutado había pisado el tercer raíl adrede. D'Agosta se preguntó qué podía haber visto un hombre para actuar de ese modo. Fuera lo que fuese, quizá Alberta Muñoz también lo hubiese visto. Tenía que hablar con ella antes de que Waxie lo echase todo a perder.

—¡D'Agosta! —bramó una voz familiar, como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿Qué coño haces? ¿Dormir?

Abrió lentamente los ojos y observó el rostro rojo y tembloroso.

—Perdona que te despierte en el mejor sueño —continuó Waxie—, pero tenemos entre manos una pequeña crisis…

D'Agosta se irguió en su butaca. Recorrió el despacho con la mirada, localizó su chaqueta en el respaldo de una silla, la cogió y empezó a ponérsela

—¿Me oyes, D'Agosta? —dijo Waxie a voz en grito.

D'Agosta apartó al capitán y salió al pasillo. Hayward estaba junto a la mesa de seguimiento, leyendo un fax que acababa de llegar. Cuando alzó la vista, D'Agosta le hizo una seña para que se dirigiese hacia el ascensor.

—¿Adónde demonios vas? —preguntó Waxie, saliendo detrás de ellos—. ¿Estás sordo o qué? He dicho que tenemos una crisis…

—Es tu crisis —lo interrumpió D'Agosta—. Resuélvela tú. Yo tengo cosas que hacer.

Cuando se cerraron las puertas del ascensor, D'Agosta se llevó un cigarro a la boca y miró a Hayward.

—¿Al St. Luke? —preguntó la sargento.

D'Agosta asintió con la cabeza.

Al cabo de un momento las puertas se abrieron en el amplio vestíbulo embaldosado. D'Agosta salió pero se detuvo al instante. Al otro lado de las puertas de cristal, una muchedumbre alzaba los puños al aire. Se había triplicado desde que D'Agosta había llegado, a las dos de la madrugada. Aquella mujer de la alta sociedad, la señora Wisher, estaba de pie sobre el capó de un coche de policía y hablaba acaloradamente a través de un megáfono. Los medios de comunicación habían acudido en tropel. D'Agosta veía los destellos de los flashes y los dispositivos de las unidades móviles de la televisión.

Hayward le apoyó una mano en el antebrazo.

—¿Está seguro de que no quiere bajar al sótano y coger un coche patrulla del parque móvil?

D'Agosta se volvió hacia ella.

—Buena idea —dijo, y entró de nuevo en el ascensor.

El médico de guardia los tuvo esperando en las sillas de plástico de la cafetería durante cuarenta y cinco minutos. Era joven y adusto, y a juzgar por su aspecto estaba exhausto.

—Ya le he dicho a ese capitán que ha venido antes que nada de preguntas hasta las seis —advirtió con voz débil y airada.

D'Agosta se puso en pie y estrechó la mano al médico.

—Soy el teniente D'Agosta, y ésta es la sargento Hayward. Encantado de conocerlo, doctor Wasserman.

El médico dejó escapar un gruñido y retiró la mano.

—Doctor, en primer lugar quiero asegurarle que no deseamos hacer nada que pueda perjudicar a la señora Muñoz.

El médico asintió con la cabeza.

—Y eso sólo usted puede juzgarlo —añadió D'Agosta.

El médico guardó silencio.

—Por otra parte, me consta que un tal capitán Waxie ha estado aquí y ha causado problemas. Quizá incluso lo ha amenazado.

De pronto Wasserman estalló.

—En todos los años que llevo trabajando en el servicio de urgencias de este hospital, nadie me había tratado nunca como ese hijo de puta.

Hayward se rió y dijo:

—Bienvenido al club.

El médico le lanzó una mirada de sorpresa y luego se relajó un poco.

—Doctor, en esa matanza han intervenido por lo menos seis hombres, quizá diez —prosiguió D'Agosta—. Sospecho que son los mismos que mataron a Pamela Wisher, Nicholas Bitterman y muchos otros. Creo también que deben de estar rondando por los túneles del metro en este mismo momento. Es posible que la señora Muñoz sea la única persona viva capaz de identificarlos. Si de verdad considera que mis preguntas pueden afectar negativamente a la señora Muñoz, lo aceptaré. Sólo espero que tenga usted en cuenta que otras vidas pueden correr peligro.

El médico lo miró fijamente durante un largo momento. Finalmente esbozó una leve sonrisa.

—Muy bien, teniente. Accedo con tres condiciones: yo estaré presente; debe hacer sus preguntas con la mayor delicadeza, e interrumpirá el interrogatorio en cuanto yo diga.

D'Agosta asintió.

—Me temo que va a ser una pérdida de tiempo —agregó el médico—. Se encuentra en estado de shock y presenta los primeros síntomas de estrés postraumático.

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