Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—Son muchos más…
—Si tiene una idea mejor —lo interrumpió Horlocker—, oigámosla. Si no, cállese. —Miró a Waxie—. Esta noche hay luna llena. No podemos esperar otro mes entero, así que actuaremos de inmediato. —Se inclinó sobre el micrófono del teléfono—. Masters, quiero todos los espacios subterráneos de las inmediaciones del Central Park limpios de mendigos antes de medianoche. Desalojen todos los túneles desde la calle Cincuenta y nueve hasta la Ciento diez, y desde Central Park West hasta la Quinta Avenida. Una noche en los refugios no les hará mal a los topos. Solicite colaboración a la autoridad portuaria, a los responsables del transporte urbano, a quien haga falta. Y póngame con el alcalde. Tengo que informarle sobre nuestro plan de acción y pedirle el visto bueno.
—Necesitarán unos cuantos agentes de la Policía de Tráfico ahí abajo —sugirió D'Agosta—. Organizan patrullas de desalojo y saben a qué atenerse.
—No estoy de acuerdo —dijo Waxie de inmediato—. Los topos son gente peligrosa. Hace un par de días un grupo estuvo a punto de matarnos. Para esto se requieren policías de verdad.
—Policías de verdad —repitió D'Agosta. En un tono de voz más alto, añadió—: Entonces que los acompañe por lo menos la sargento Hayward.
—Ni hablar —respondió Waxie—. Sólo sería un estorbo.
—Eso demuestra lo inteligente que eres —espetó D'Agosta—. Es el elemento más valioso que tenías, y ni siquiera te has molestado en explotar sus posibilidades. Hayward es la persona que más sabe sobre la gente sin hogar que vive en los subterráneos. ¿Me has oído? La que más sabe. Créeme, vas a necesitar sus conocimientos y su experiencia en una operación de desalojo de esta envergadura.
Horlocker suspiró.
—Masters, incluya a la sargento Hayward en la batida. Waxie, póngase en contacto con ese técnico de Obras Hidráulicas… ¿Cómo se llamaba? ¿Duffy? Quiero que esas válvulas estén abiertas a medianoche. —Miró alrededor—. Creo que será mejor seguir con esto en jefatura. Profesor Frock, quizá necesitemos su ayuda.
Margo miró a Frock, quien, a su pesar, exteriorizó la satisfacción que le producía sentirse útil.
—Gracias por el ofrecimiento —dijo—. Pero, si es posible, primero pasaré por casa y descansaré un rato. Este asunto me ha agotado.
Sonrió a Horlocker, guiñó un ojo a Margo y se dirigió hacia la puerta.
Margo lo observó salir, pensando: «Nadie imaginará nunca el esfuerzo que le ha representado admitir su error.»
D'Agosta siguió a Horlocker y Waxie camino del pasillo. En la puerta, se detuvo y se volvió hacia Margo.
—¿Qué opina?
Margo movió la cabeza en un gesto de incertidumbre y se recostó en la silla.
—No lo sé. Soy consciente de que no hay tiempo que perder. Pero no puedo evitar acordarme de lo que ocurrió cuando… —Titubeó. Por fin añadió—: Ojalá Pendergast hubiese vuelto ya.
Sonó el teléfono, y Margo contestó.
—Margo Green. Dígame.
Escuchó por un momento y luego colgó.
—Mejor será que siga usted con lo suyo —dijo a D'Agosta—. Era mi ayudante. Quiere que baje inmediatamente.
Smithback apartó de un empujón a un hombre con un traje de cloqué y dio un codazo a otro, intentando abrirse paso a través de la apiñada multitud. Había calculado mal el tiempo que le costaría llegar; la muchedumbre se apretujaba a lo largo de tres manzanas de la Quinta Avenida, y cada minuto se unían nuevos manifestantes. Ya se había perdido la arenga inicial de la señora Wisher frente a la catedral. Y quería alcanzar el punto donde se encenderían las primeras velas antes de que la multitud reanudase la marcha.
—¡Un poco de cuidado, gilipollas! —protestó un joven, apartándose una petaca de plata de los labios el tiempo justo para hablar.
—¡Vete a la mierda! —replicó Smithback por encima del hombro sin detenerse.
Oyó que la policía empezaba a intervenir en la periferia de la manifestación, tratando en vano de despejar la avenida. Habían llegado varias unidades móviles de televisión, y Smithback vio a los cámaras encaramados a los techos de las camionetas, buscando una buena toma. Al parecer, a los ricos y poderosos de la primera concentración se había sumado una gran cantidad de gente mucho más joven.
—¡Eh, Smithback! —llamó alguien.
Volviéndose, vio a Clarence Kozinsky, un periodista del
Post
que cubría la información de Wall Street.
—Increíble, ¿no? —dijo Kozinsky—. La voz ha corrido como el agua.
—Parece que mi artículo ha surtido efecto —respondió Smithback con orgullo.
Kozinsky negó con la cabeza.
—Lamento desilusionarte, muchacho, pero tu artículo ha salido a la calle hace sólo media hora. No querían arriesgarse a alertar a la policía demasiado pronto. La noticia ha circulado a través de los canales de comunicación de Wall Street. Ya sabes, los teletipos de los agentes, la red interna de la Bolsa, Quotron, LEXIS, etcétera. Parece que los chicos de allá abajo están entusiasmados con todo este revuelo de la señora Wisher. La consideran el remedio a todos sus males. —Kozinsky rió con sorna—. Ya no es sólo el problema de la delincuencia. No me preguntes cómo ha pasado, pero en las charlas de los bares se repite una y otra vez que esa mujer tiene más huevos que el alcalde. Piensan que de un plumazo va a acabar con los gastos sociales, limpiar la ciudad de mendigos, poner a un republicano en la Casa Blanca y llevar de nuevo los Dodgers a Brooklyn.
Smithback miró alrededor y dijo:
—No sabía que se dedicase a las finanzas tanta gente, no ya en Manhattan sino en el mundo entero.
Kozinsky volvió a reír.
—Cuando se habla de Wall Street, la gente da por supuesto que allí sólo hay yuppies con traje gris, dos coma cinco hijos por pareja, una casa en las afueras y una existencia monótona y aburrida. Olvidan que aquello tiene también su lado oscuro. Allí encuentras mensajeros, vendedores de bonos, comerciantes de poca monta, operarios, blanqueadores de dinero, lo que quieras. No hablamos de la flor y nata. Hablamos del neoyorquino corriente y moliente. Además, la cosa ha trascendido el ámbito de Wall Street. Unos han avisado a otros valiéndose de lo que tenían a mano: buscas, correo electrónico, fax. Ahora están uniéndose a la fiesta los empleados de sucursales bancarias y agentes de seguros de toda la ciudad.
Más adelante, entre las hileras de cabezas, Smithback divisó a la señora Wisher. Despidiéndose apresuradamente de Kozinsky, se abrió paso hasta las primeras filas. La señora Wisher se hallaba a la sombra del señorial edificio de los almacenes Bergdorf Goodman, acompañada de un sacerdote católico, un pastor episcopaliano y un rabino. Ante ellos se alzaba un montón de flores y tarjetas de un metro de altura. A un lado había un joven cabizbajo de cabello largo y aire afeminado con un traje a rayas oscuro y gruesos calcetines de color violeta. Smithback reconoció su compungido rostro: era el vizconde Adair, el novio de Pamela Wisher. La señora Wisher, sin maquillar y con el cabello recogido, ofrecía un aspecto austero y digno. Al poner en marcha el casete y alzarlo, Smithback no pudo menos que pensar que aquella mujer era una líder nata.
La señora Wisher permaneció en silencio con la cabeza inclinada durante unos minutos. Por fin se volvió hacia la multitud y ajustó un micrófono inalámbrico. Se aclaró la garganta.
—¡Ciudadanos de Nueva York! —dijo a voz en grito.
Mientras se hacía el silencio entre los congregados, Smithback echó un vistazo alrededor, sorprendido por la claridad y el volumen de su voz. Dispuestas estratégicamente entre el gentío, detectó a varias personas que sostenían en alto mástiles con altavoces portátiles. Pese a la apariencia espontánea de la manifestación, la señora Wisher y sus colaboradores habían tenido en cuenta hasta el último detalle.
Cuando los asistentes hubieron callado, la señora Wisher prosiguió en un tono de voz más bajo.
—Estamos aquí para recordar a Mary Ann Cappiletti, que fue asaltada y asesinada a tiros en este lugar el 14 de marzo. Oremos.
Entre sus frases, Smithback oía ahora con mayor claridad los megáfonos de la policía, ordenando a la multitud que se dispersase. Había llegado la policía montada, encontrándose con que la muchedumbre estaba demasiado apiñada para moverse entre la gente sin peligro, y los caballos, en su frustración, brincaban en las inmediaciones. Smithback sabía que en esta ocasión la señora Wisher, intencionadamente, no había solicitado permiso a fin de causar la máxima sorpresa y consternación en el ayuntamiento. Como Kozinsky había dicho, anunciar la manifestación a través de canales privados era un sistema de comunicación eficaz. A la vez, permitía prescindir de las fuerzas del orden, los medios y las autoridades municipales, que tenían noticia del acontecimiento cuando era ya demasiado tarde para impedirlo.
—Ha pasado mucho tiempo —decía la señora Wisher—, muchísimo tiempo desde que un niño podía pasear por Nueva York sin temor. Ahora incluso los adultos tenemos miedo; miedo de ir a pie por las calles, de pasear por el parque…, de viajar en metro.
La alusión a la reciente matanza despertó un murmullo airado. Smithback sumó su voz a la de la multitud, sabiendo que probablemente la señora Wisher no había pisado un vagón de metro en su vida.
—¡Esta noche! —gritó de pronto, clavando una mirada encendida en la muchedumbre—. Esta noche pondremos fin a eso. Y empezaremos recuperando el Central Park. A medianoche nos congregaremos, sin miedo, en el Great Lawn.
Un clamor surgió de la multitud y gradualmente cobró tal intensidad que Smithback sintió que la presión casi le oprimía el pecho. Apagó el casete y se lo guardó en el bolsillo; con tanto ruido no servía de nada, y además no necesitaría ayuda para recordar todo aquello. Sabía que a esas alturas habrían llegado ya periodistas por docenas, tanto locales como nacionales. Pero él, Smithback, era el único con acceso directo a Anette Wisher, el único miembro de la prensa que conocía previamente los detalles de la manifestación. Un rato antes había aparecido en los quioscos una edición especial del
Post.
Incluía un encarte con un plano del recorrido y la lista de lugares donde se haría un alto en memoria de las víctimas de asesinato. Smithback se sintió de pronto orgulloso. Veía a mucha gente alrededor con ejemplares del encarte. Kozinsky no lo sabía todo. Él, Smithback, había contribuido a difundir la noticia. Sin duda las ventas del
Post
aumentarían de una manera espectacular, y no lo comprarían sólo las clases trabajadoras, sino también sectores acaudalados e influyentes que normalmente leían el
Times.
A ver cómo explicaba ese fenómeno a su fosilizado director el remilgado de Harriman.
El sol se había puesto tras las torres y minaretes de Central Park West y se percibía ya en el aire la llegada de una cálida noche veraniega. La señora Wisher encendió una pequeña vela e indicó a los religiosos que la acompañaban que prendiesen las suyas.
—Amigos —dijo la señora Wisher, alzando la vela sobre su cabeza—, que nuestras pequeñas llamas, que nuestras pequeñas voces se unan en una furiosa hoguera y un inconfundible clamor. Tenemos un único objetivo, un objetivo que no admite indiferencia ni oposición:
¡
Recuperar nuestra ciudad!
Cuando la multitud comenzó a entonar la consigna, la señora Wisher reanudó la marcha hacia Grand Army Plaza. Con un último esfuerzo, Smithback logró rebasar la primera fila y se incorporó al pequeño séquito que encabezaba la manifestación. Era como hallarse en el ojo de un huracán.
La señora Wisher se volvió hacia él.
—Encantada de verlo, Bill —saludó con la misma tranquilidad que si Smithback estuviese invitado a merendar.
—Encantado de estar aquí —respondió Smithback con una amplia sonrisa.
Cuando la manifestación desfiló lentamente ante el hotel Plaza y dobló por Central Park South, Smithback se giró y vio la gran masa de gente que los seguía, deslizándose como una enorme serpiente por el contorno del parque. Empezaba a afluir gente también del oeste, surgiendo ante ellos de las avenidas Sexta y Séptima. Se advertía una nutrida presencia de gente de alcurnia, hombres y mujeres serenos y canosos. Pero Smithback notó que aumentaban por momentos los jóvenes a que había aludido Kozinsky, vendedores de bonos, empleados de banca, fornidos comerciantes; bebían, silbaban, jaleaban, como si estuviesen preparándose para entrar en acción. Recordó lo poco que habían necesitado en la primera concentración para enardecerse y comenzar a lanzar botellas al alcalde, y se preguntó hasta qué punto sería capaz de controlar a la multitud la señora Wisher si la manifestación adquiría un cariz violento.
Los conductores inmovilizados en Central Park South habían renunciado ya a manifestar su indignación con los cláxones y abandonado sus vehículos para mirar o unirse a los manifestantes; pero el confuso fragor de bocinazos procedente de Columbus Circle era cada vez mayor. Smithback respiró hondo, saboreando el caos como un buen vino. Hay algo en extremo estimulante en los movimientos de masas, pensó.
Un joven se acercó apresuradamente a la señora Wisher.
—Es el alcalde —anunció entre jadeos, y le tendió un teléfono móvil.
La señora Wisher se guardó el micrófono y cogió el teléfono.
—¿Sí? —dijo fríamente sin detenerse. Siguió un largo silencio—. Lamento que no esté usted de acuerdo, pero la hora de los permisos ha pasado. Por lo visto, no se ha dado cuenta de que esta ciudad se halla en una situación de emergencia. Interprete esto como un aviso. Es su última oportunidad para devolver la paz a nuestras calles. —Hizo una pausa y escuchó, tapándose el otro oído con su mano libre para aislarse del ruido de la multitud—. Siento mucho que esta marcha entorpezca el trabajo de sus policías. Y me complace saber que el jefe de la policía ha organizado una operación. Pero permítame que le haga una pregunta: ¿Dónde estaban esos policías cuando asesinaron a mi Pamela? ¿Dónde estaban…? —Escuchó por un momento con impaciencia—. No. Ni hablar. La ciudad está en manos de los delincuentes, ¿y usted me amenaza con una citación? Si no tiene nada más que decir, colgaré. Aquí estamos muy ocupados.
Devolvió el teléfono a su ayudante.
—Si llama otra vez, dígale que no puedo ponerme.
Se volvió hacia Smithback y lo cogió del brazo.
—La siguiente parada es el sitio donde mataron a mi hija. Tengo que ser fuerte, Bill. Me ayudará, ¿verdad?