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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (27 page)

Margo se ocupó primero de la máquina más grande. La cubierta de metal se había desmontado a causa del calor y las piezas interiores se habían desunido. La golpeó ligeramente con un pie, y se desplomó con gran estrépito. Margo retrocedió de un salto y de pronto tomó conciencia de lo solitario que era aquel lugar. Más allá de los apartaderos y del río, el sol se hallaba suspendido justo encima de las Palisades de Nueva Jersey. Veía planear las gaviotas sobre los postes podridos de viejos embarcaderos que se adentraban en el Hudson desde la orilla y oía sus gritos. Lejos de los apartaderos terminaba una alegre tarde de verano. Allí sin embargo, en aquel lugar ruinoso y abandonado, no había espacio para la alegría. Miró a D'Agosta, que había recogido sus muestras y contemplaba el Hudson de brazos cruzados bajo el sol poniente. De pronto Margo se alegró de que el teniente hubiese insistido en quedarse.

Se inclinó sobre la máquina, riéndose de su nerviosismo. Revolviendo entre los fragmentos de metal chamuscado y descolorido, encontró por fin la placa frontal. Tras limpiar el hollín, distinguió el rótulo: WESTERLY GENETICS EQUIPMENT, junto con el logo de la WGE. Abajo, en la pestaña de acoplamiento, llevaba estampados un número de serie y las palabras: ANALIZADOR-SECUENCIADOR INTEGRADO DE ADN WGE. Anotó la información en el cuaderno.

En un rincón había restos fundidos de maquinaria que parecía distinta al resto. Margo la examinó, observando y retirando las piezas una a una para deducir qué era. Por lo visto, se trataba de un complejo equipo para la síntesis química de compuestos orgánicos, provisto incluso de aparatos de fraccionamiento y destilación, gradientes de difusión y nodos eléctricos de bajo voltaje. Al fondo, donde el calor había causado menos daños, encontró fragmentos de varios frascos de Erlenmayer. A juzgar por los rótulos grabados con esmeril en el cristal, en su mayor parte habían contenido sustancias químicas corrientes en un laboratorio. Sin embargo no reconoció de inmediato uno de los rótulos fragmentarios: 7-DIHIDROCOL… ACTIVADO.

Dio la vuelta al fragmento de frasco. El nombre del compuesto le resultaba familiar, pero no conseguía recordarlo. Finalmente, metió el fragmento en el bolso. Consultaría el nombre en la enciclopedia de química orgánica del laboratorio.

Junto a la máquina encontró los restos de una fina libreta, quemada completamente salvo por unas cuantas páginas que habían quedado carbonizadas. Cuando la cogió, empezó a desmenuzarse entre sus dedos. Reunió con sumo cuidado los trozos chamuscados, los introdujo en una bolsa con cierre hermético, y la guardó también en el bolso.

Al cabo de un cuarto de hora ya había identificado suficientes aparatos para estar segura de una cosa: aquello había sido un laboratorio de genética de alto nivel. Margo trabajaba a diario con aparatos semejantes y estimaba el coste de aquel laboratorio destruido en más de medio millón de dólares.

Retrocedió un paso, pensando: ¿De dónde sacaría Kawakita el dinero para financiar un laboratorio de estas características? ¿Y qué demonios se proponía?

Mientras recorría el laboratorio tomando notas en el cuaderno, algo le llamó la atención. En el suelo, entre los cascotes y el cristal fundido, distinguió algo semejante a cinco grandes charcos de barro —endurecido por efecto del fuego— rodeados de grava.

Movida por la curiosidad, se inclinó para examinarlos de cerca. En el charco más próximo había incrustado un objeto metálico del tamaño de un puño. Sacó una pequeña navaja del bolso y, haciendo palanca, consiguió liberar el objeto del barro. Con el filo de la navaja, raspó la costra que lo recubría, adherida a la superficie como cemento. Debajo leyó las letras: MATERIAL… ARIOS… Dando vueltas al objeto, llegó a la conclusión de que era una bomba de acuario.

Se irguió y contempló los cinco charcos similares de barro, alineados bajo lo que quedaba de una pared. La grava, los cristales rotos… Debían de ser los restos de cinco acuarios. Acuarios enormes, a juzgar por el tamaño de los charcos. Pero ¿acuarios llenos de barro? No tenía sentido.

Arrodillándose, hundió la navaja en la masa seca más cercana y presionó oblicuamente. Se desprendió una porción de barro, disgregándose en varios trozos. Cogió el fragmento mayor y lo examinó, sorprendiéndose al ver las raíces y parte del tallo de una planta, a salvo del fuego gracias a la capa protectora de barro. Lamentándose del escaso tamaño de la navaja, limpió la planta de barro y la alzó para contemplarla en la tenue luz.

De pronto dejó caer la planta y retiró bruscamente la mano como si quemase. Al cabo de un momento volvió a cogerla y la observó detenidamente, notando cómo se le aceleraba el corazón. No es posible, pensó.

Conocía aquella planta; la conocía bien. El tallo duro y fibroso y las nudosas raíces despertaron en ella dolorosos recuerdos. Se vio a sí misma sentada en el Laboratorio de Genética del museo, la vista fija en el visor de un microscopio, horas antes de la desastrosa inauguración de la exposición «Supersticiones». Era la rara planta amazónica que Mbwun ansiaba con desesperación; la planta cuyas hojas, hacía casi una década, Whittlesey había utilizado inadvertidamente como material de embalaje en la fatídica caja de reliquias que había enviado al museo desde el Alto Xingú. Se suponía que la planta se había extinguido; su hábitat natural había sido arrasado y los vestigios existentes en el museo habían sido destruidos por las autoridades cuando por fin se consiguió matar a Mbwun, la Bestia del Museo.

Margo se levantó y se limpió de hollín las rodillas. Greg Kawakita había logrado hacerse con la planta y la cultivaba en aquellos acuarios enormes.

«Pero ¿para qué?», se preguntó.

De repente la asaltó una horrible sospecha, pero la rechazó de inmediato. No era posible que Greg estuviese alimentando a un segundo Mbwun.

¿O si lo era?

—Teniente, ¿sabe qué es esto? —preguntó Margo.

D'Agosta se acercó.

—No tengo la más remota idea.

—Una
Liliceae mbwunensis.
La planta de Mbwun.

—¿Me toma el pelo? —dijo D'Agosta.

Margo negó lentamente con la cabeza.

—Ojalá fuese así.

Permanecieron inmóviles mientras el sol se ponía tras las Palisades, envolviendo los lejanos edificios en un nimbo de luz dorada. Observando de nuevo la planta mientras hacía hueco en su bolso para colocarla, Margo notó algo que antes le había pasado inadvertido.

En la base de la raíz, a lo largo de la xilema, había una pequeña hendidura en forma de doble uve, resultante de una operación de injertado. Una hendidura como aquélla, sabía Margo, sólo podía significar dos cosas. Un experimento corriente de hibridación.

O un complejo experimento de ingeniería genética.

30

A la hora del almuerzo Hayward, aún con la boca llena, abrió bruscamente la puerta. Tragándose el bocado de atún, anunció:

—Acaba de telefonear el capitán Waxie. Quiere que baje inmediatamente a la unidad de interrogatorios. Lo han cogido.

D'Agosta levantó la vista después de clavar los últimos alfileres correspondientes a personas desaparecidas en un plano que sustituía al que Waxie se había llevado.

—¿A quién?

—¿A quién va a ser? —repuso Hayward, enarcando las cejas—. A
él.
Al asesino que imitaba a la Bestia del Museo.

—¡No joda! —exclamó el teniente. Se plantó al instante en la puerta, descolgó la chaqueta de la percha y se la puso.

—Lo han cogido en el Ramble —dijo Hayward mientras cruzaban la oficina en dirección a los ascensores—. Un agente que estaba de vigilancia en la zona oyó gritos y se acercó a ver qué ocurría. El tipo acababa de apuñalar a un vagabundo y se proponía cortarle la cabeza.

—¿Cómo saben que se proponía cortarle la cabeza?

—Pregúntele al capitán Waxie —contestó Hayward, encogiéndose de hombros.

—¿Y el cuchillo?

—De fabricación casera. Muy rudimentario. Exactamente lo que buscaban —explicó Hayward, al parecer no muy convencida.

Las puertas del ascensor se abrieron y dentro apareció Pendergast. Viendo que D'Agosta y Hayward se disponían a entrar, los miró con expresión interrogativa.

—El asesino está en la unidad de interrogatorios —dijo D'Agosta—. Waxie quiere que baje.

—¿En serio? —El agente del FBI retrocedió y pulsó el botón de la segunda planta—. Pues bajemos, cómo no. Siento curiosidad por ver qué clase de pez ha pescado Waxie.

La unidad de interrogatorios de la jefatura de policía se componía de una serie de lóbregas habitaciones de color gris con paredes de hormigón y macizas puertas metálicas. El agente que estaba de guardia en la entrada les franqueó el paso y los envió al área de observación de la celda número nueve. Allí encontraron a Waxie, que, repantigado en una silla, contemplaba la celda a través del cristal unidireccional. Al oírlos llegar, alzó la vista, saludó a D'Agosta con un gruñido, miró a Pendergast con expresión ceñuda y no se fijó siquiera en Hayward.

—¿Ha hablado? —preguntó D'Agosta.

Tras otro gruñido, Waxie contestó:

—Ah, sí. No hace otra cosa que hablar. Pero hasta el momento sólo hemos oído una sarta de gilipolleces. Dice llamarse Jeffrey, y de ahí no sale. Pero pronto le sacaremos la verdad. He pensado que entretanto quizá querrías preguntarle alguna que otra cosa. —En su triunfo, Waxie se mostraba generoso, rebosante de seguridad en sí mismo.

A través del cristal, D'Agosta vio a un hombre desaliñado con mirada de loco. Los movimientos mudos y rápidos de su boca contrastaban casi cómicamente con la rígida inmovilidad de su cuerpo.

—¿Es ése? —dijo D'Agosta con escepticismo.

—El mismo.

D'Agosta siguió mirando a través del cristal.

—Parece difícil que alguien tan pequeño haya causado tantos estragos.

Waxie contrajo los labios en una mueca defensiva.

—Quizá haya soportado muchas humillaciones en su vida.

D'Agosta se inclinó y apretó el botón del micrófono interior. Al instante, una avalancha de palabras soeces afluyó al altavoz situado sobre el cristal. D'Agosta escuchó por un momento y volvió a apagar el micrófono.

—¿Qué se sabe sobre el arma del crimen? —preguntó a Waxie.

El capitán se encogió de hombros.

—Es de fabricación casera. Un trozo de acero hundido en un palo de madera. El mango estaba envuelto en un paño, gasa o algo así. Estaba demasiado manchado de sangre para saber qué era. Habrá que esperar el informe forense.

—Acero —dijo Pendergast.

—Acero —repitió Waxie.

—No piedra.

—He dicho acero. Vaya a verlo usted mismo.

—Lo haremos —terció D'Agosta, apartándose del cristal—. Pero ahora veamos qué nos cuenta ese tipo.

Se dirigió hacia la puerta, y Pendergast lo siguió en silencio.

La celda número nueve era como cualquier sala de interrogatorios de cualquier comisaría del país. Una mesa de madera con la superficie rayada ocupaba el centro del austero espacio. A un extremo de la mesa estaba el detenido, sentado en una silla de respaldo recto con las manos esposadas a la espalda. En una de las sillas dispuestas al otro lado de la mesa, un inspector manejaba la grabadora y soportaba los insultos con absoluta indiferencia. En rincones opuestos de la celda montaban guardia dos agentes armados y uniformados. Dos ampliaciones en blanco y negro colgaban de las paredes laterales: una mostraba el cuerpo desgarrado y mutilado de Nicholas Bitterman en el suelo del servicio de caballeros del Castillo de Belvedere; la otra era la ya famosa fotografía de Pamela Wisher difundida por el
Post.
Desde un ángulo del techo, una cámara de vídeo grababa imparcialmente la reunión.

D'Agosta tomó asiento y percibió un familiar olor a sudor, calcetines húmedos y miedo. Waxie acomodó con cuidado su considerable humanidad en la silla contigua. Hayward se quedó de pie junto al agente uniformado más cercano. Pendergast cerró la puerta y se apoyó contra ella, cruzando de manera informal los brazos ante la impecable pechera de su chaqueta negra.

El detenido había dejado de vociferar al abrirse la puerta, y escrutaba a los recién llegados desde detrás de un grasiento mechón de pelo. Posó la mirada en Hayward por un largo momento; luego la desvió.

—¿Qué coño mira? —dijo por fin, dirigiéndose a D'Agosta.

—No lo sé —contestó D'Agosta—. Dígamelo usted.

—Váyase a la mierda.

D'Agosta dejó escapar un suspiro.

—¿Conoce sus derechos?

El detenido sonrió, revelando unos dientes pequeños y sucios.

—Me los ha leído ese gordo maricón que tiene al lado. No necesito que un abogado me coja de la mano.

—¡Cuidado con esa boca! —saltó Waxie, rojo de ira.

—No, gordinflón, cuida tú la tuya. Y también de paso ese pedazo de culo que tienes —replicó el detenido, y prorrumpió en carcajadas.

Hayward no se molestó en disimular la sonrisa.

D'Agosta se preguntó si la conversación habría discurrido en esos términos antes de llegar él.

—¿Qué ha pasado en el parque? —preguntó.

—¿Quiere que se lo diga punto por punto? Primero, ese fulano estaba durmiendo en mi sitio. Segundo, me ha silbado como una serpiente de Egipto. Tercero, no tenía la bendición de Dios. Cuarto…

Waxie lo interrumpió con un ademán y dijo:

—Ya nos hacemos una idea. ¿Y los otros?

Jeffrey permaneció en silencio.

—Vamos —insistió Waxie—. ¿A quién más has matado?

—A muchos —respondió por fin—. Todo el que me ofende recibe su merecido. —Se inclinó sobre la mesa—. Vale más que te andes con cuidado, gordinflón, no vaya a rebanarte un pedazo de grasa.

D'Agosta apoyó una mano en el brazo de Waxie para contenerlo.

—Así pues, ¿a quién más ha matado? —se apresuró a preguntar.

—Ah, ya me conocen. Conocen bien a Jeffrey, el gato querubín. Sigo mi camino.

—¿Y qué dices de Pamela Wisher? —lo interrumpió Waxie—. No lo niegues, Jeffrey.

—No lo niego —repuso el detenido, y las profundas arrugas que nacían en las comisuras de sus ojos se ensancharon—. Esos cerdos me faltaron al respeto, todos. Se lo merecían.

—¿Y qué hiciste con las cabezas? —preguntó Waxie al instante.

—¿Las cabezas? —preguntó Jeffrey.

D'Agosta creyó advertir en su voz una ligera vacilación.

—Estás metido hasta el cuello —prosiguió Waxie—, ahora no intentes negarlo.

—¿Las cabezas? —repitió Jeffrey—. Me las comí; eso hice con las cabezas.

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