El restaurante del Fin del Mundo (11 page)

En el centro se alza la gigantesca cúpula dorada, casi un globo completo, y a esa zona fue a donde pasaron entonces Zaphod, Ford, Trillian y Arthur.

Al menos cinco toneladas de brillo se habían extendido sobre lo que tenían delante, cubriendo todas las superficies existentes. Las demás no existían porque ya estaban incrustadas de piedras preciosas, conchas marinas de Santraginus, pan de oro, mosaicos y un millón de adornos y decoraciones inidentificables. El vidrio brillaba, la plata relucía, el oro destellaba, Arthur Dent tenía los ojos en blanco.

—¡Vaya!— dijo Zaphod—. ¡Zape!

—¡Increíble!— jadeó Arthur—. ¡La gente...! ¡Las cosas...!

—Las cosas— dijo Ford en voz baja— también son gente.

—La gente...— prosiguió Arthur—, la otra gente...

—¡Las luces...!— exclamó Trillian.

—Las mesas...— dijo Arthur.

—¡Los manteles...! completó Trillian.

El camarero pensó que parecían administradores de una finca.

—El Fin del Mundo es muy famoso— dijo Zaphod, avanzando tambaleante entre la multitud de mesas, algunas de mármol, otras de lujosa ultracaoba, otras incluso de platino; en todas había un grupo de criaturas extrañas charlando y leyendo la carta.

—A la gente le gusta emperejilarse para esto— prosiguió Zaphod—. Les da una sensación de acontecimiento.

Las mesas estaban distribuidas en un amplio círculo alrededor de un escenario central donde una pequeña orquesta tocaba música ligera; según los cálculos de Arthur, había por lo menos mil mesas, separadas por palmeras cimbreantes, fuentes susurrantes, estatuas grotescas, en resumen, había toda la parafernalia común a todos los restaurantes donde se han escatimado pocos gastos para dar la impresión de que no se ha reparado en ningún gasto. Arthur miró alrededor, casi esperando ver a alguien que hiciera un anuncio del American Express.

Zaphod guiñó un ojo a Ford, que a su vez hizo un guiño a Zaphod.

—Vaya— dijo Zaphod.

—Zape— dijo Ford.

—Mi bisabuelito debe haber arreglado los mecanismos del ordenador, ¿sabes?— dijo Zaphod—. Le dije al ordenador que nos llevara a comer al sitio más cercano y nos ha traído al Fin del Mundo. Recuérdame que me porte bien con él algún día.

Hizo una pausa.

—¡Eh! ¿Sabéis que está aquí todo el mundo? Todo el mundo que era alguien.

—¿Que era?— inquirió Arthur.

—En el Fin del Mundo hay que utilizar mucho el pretérito— explicó Zaphod—, porque todo ha terminado, ¿sabes? ¡Hola muchachos!— saludó a un grupo cercano de gigantescas formas de vida iguanoides—. ¿Qué tal estuvisteis?

—¿No es ese Zaphod Beeblebrox?— preguntó una iguana a otra.

—Creo que sí— contestó la segunda iguana.

—¡Qué cosa tan extraordinaria!— dijo la primera iguana.

—La vida era una cosa rara— sentenció la segunda iguana.

—Sí te parece— dijo la primera, y volvieron a guardar silencio. Estaban esperando el mayor espectáculo del mundo.

—Oye, Zaphod— dijo Ford, tratando de cogerle del brazo y fallando debido al tercer detonador gargárico pangaláctico—. Ahí hay un viejo amigo mío— dijo—, Hotblack Desiato. ¿Ves a ese hombre con un traje de platino sentado a la mesa de platino?

Zaphod trató de seguir con la mirada el dedo de Ford, pero se mareaba. Por fin lo vio.

—Ah, sí— dijo; un momento después lo reconoció y añadió—: ¡Oye, qué megaimportante ha sido ese tío! ¡Vaya, más importante que el ser más importante que haya existido! Más que yo.

—¿Y a qué se dedica?— preguntó Trillian.

—¿Hotblack Desiato?— dijo asombrado Zaphod—. ¿No lo sabes? ¿Nunca has oído hablar de Zona Catastrófica?

—No— confesó Trillian, que realmente no había oído hablar de ello.

—El mayor, el más ruidoso...— dijo Ford.

—El más espléndido...— sugirió Zaphod.

—...grupo de rock en la historia de...— buscó la palabra... en la historia misma— concluyó Zaphod.

—No— repitió Trillian.

—¡Vaya!— dijo Zaphod—, estamos en el Fin del Mundo y tú ni siquiera has vivido todavía. Lo echarás de menos.

La condujo a la mesa, donde el camarero les llevaba esperando todo el rato. Arthur los siguió, sintiéndose perdido y muy solo.

Ford se abrió paso entre la multitud para renovar una vieja amistad.

—Oye, humm, Hotblack— le saludó—. ¿Qué tal estás? Me alegro de verte, chavalote, ¿qué tal va ese ruido? Tienes un aspecto magnífico; estás muy, muy gordo y pareces enfermo. Asombroso.

Le dio una palmada en la espalda y se sorprendió un poco de que aquello no parecía provocar respuesta. Los detonadores gargáricos, que se removían en su interior, le aconsejaron que siguiera a pesar de todo.

—¿Te acuerdas de los viejos tiempos? Cuando íbamos de cachondeo, ¿eh? El Bistró ilegal, ¿recuerdas? El Emporio de la Garganta de Slim. El Malódromo Alcohorama. Qué tiempos, ¿verdad?

Hotblack Desiato no dio su opinión sobre si eran buenos tiempos o no. Ford no se inmutó.

—Y cuando teníamos hambre nos hacíamos pasar por inspectores de Sanidad, ¿te acuerdas de eso? Íbamos por ahí, confiscando comidas y bebidas, ¿eh? Hasta que nos envenenaron. Y luego estaban aquellas noches largas en que charlábamos y bebíamos en las hediondas habitaciones de encima del Café Lou en la ciudad de Gretchen, en Nuevo Betel, mientras tú estabas en el cuarto de al lado tratando de escribir canciones en tu ajuitar. Todos las detestábamos, y tú decías que no te importaba; pero a nosotros sí, porque las aborrecíamos de todo corazón.

Los ojos de Ford empezaban a velarse.

—Y tú afirmabas que no querías ser una estrella— prosiguió, revolcándose en la nostalgia—, porque despreciabas el mundo del estrellato. Y Hadra, Sulijoo y yo decíamos que creíamos que no tenías posibilidades. ¿Y qué haces ahora? ¡Compras mundos del estrellato!

Se volvió y solicitó la atención de los comensales de las mesas próximas.

—¡Eh— dijo—, este hombre
compra
mundos del estrellato!

Hotblack Desiato no intentó confirmar ni negar ese hecho, y la atención de los momentáneos oyentes languideció.

—Me parece que alguien está borracho— murmuró en su copa de vino un ser purpúreo en forma de rama de hiedra.

Ford se tambaleó un poco y se sentó pesadamente en una silla, enfrente de Hotblack Desiato.

—¿Cuál era aquella canción que tocabas?— dijo, agarrándose imprudentemente a una botella para mantener el equilibrio y derribándola; dio la casualidad de que cayó sobre una copa. Para no desperdiciar un accidente afortunado, la apuró. Era una canción formidable— prosiguió—. ¿Cómo era? «¡Bruam, bruam! ¡Badar!» o algo así, y terminabas el número escénico con una nave que se estrellaba contra el sol, ¡y lo
hacías
de veras!

Ford se dio un puñetazo en la palma de la mano para ilustrar gráficamente aquella hazaña. Volvió a derribar la botella.

—¡Nave! ¡Sol! ¡Bim, bam!— gritó.— ¡Quiero decir que nada de láser y esas bobadas, vosotros soltabais llamas solares y bronceado
auténtico
! ¡Ah, y canciones formidables.

Siguió con la mirada el chorro de líquido que goteaba de la botella a la mesa. Hay que hacer algo con esto, pensó.

—Oye, ¿quieres un trago?— dijo.

En su mente aturdida empezó a surgir la idea de que echaba algo de menos en aquella reunión, y que ese algo estaba relacionado en cierto modo con el hecho de que el hombre gordo que estaba sentado frente a él, vestido con un traje de platino y un sombrero plateado, aún no había dicho: «Hola, Ford», o «Me alegro mucho de verte después de tanto tiempo», o cualquier cosa. Y además, ni siquiera se había movido.

—¿Hotblack?— dijo Ford.

Una enorme mano carnosa se posó en su hombro por detrás y le empujó a un lado. Se deslizó torpemente de la silla y atisbó hacia arriba para ver si podía descubrir al dueño de aquella mano descortés. El dueño no era difícil de localizar, debido a que poseía una estatura del orden de los dos metros y diez centímetros y carecía de las proporciones normales. En realidad, tenía la constitución de esos sofás de cuero, relucientes, voluminosos y con un relleno consistente. El traje con que habían tapizado a aquel hombre parecía tener el único objetivo de demostrar lo difícil que resultaba vestir a tamaña especie de cuerpo. El rostro tenía la textura de una naranja y el color de la manzana, pero en ese punto terminaba la semejanza con algo dulce.

—Chaval...— dijo una voz que emergió de los labios de aquel hombre como si lo hubiera pasado verdaderamente mal para salir de su pecho.

—Humm, ¿sí?— dijo Ford en el tono más natural del mundo. A duras penas volvió a ponerse en pie y se sintió decepcionado al comprobar que su cabeza no rebasaba el cuerpo de aquel hombre.

—Lárgate— ordenó el hombre.

—¿Ah, sí?— dijo Ford, preguntándose si se comportaba con prudencia—. ¿Y quién eres tú?

El hombre consideró un momento aquellas palabras. No estaba acostumbrado a que le hicieran esa clase de preguntas. Sin embargo, al cabo del rato se le ocurrió una respuesta.

—Soy el tipo que te dice que te largues antes de que te obliguen a hacerlo.

—Escúchame bien— dijo Ford, nervioso; deseaba que la cabeza dejara de darle vueltas, que se serenara y que tratara de resolver la situación—. Escúchame bien— continuó—, soy uno de los amigos más antiguos de Hotblack y...

Miró a Hotblack Desiato, que seguía sin mover ni una pestaña.

—Y, prosiguió Ford,— preguntándose qué palabra podría ir bien después de «y».

Al hombre grande se le ocurrió una frase entera para decir después de «y». La dijo:

—Y yo el guardaespaldas de mister Desiato, y soy responsable de su cuerpo pero no del tuyo, de manera que llévatelo antes de que le pase algo.

—Espera un momento— dijo Ford.

—¡Nada de momentos!— bramó el guardaespaldas—. ¡Nada de esperar! ¡Mister Desiato no habla con nadie!

—Bueno, tal vez sea mejor que le dejes decir lo que piensa del asunto— insinuó Ford.

—¡No habla con nadie!— aulló el guardaespaldas.

Ford volvió a lanzar una mirada inquieta a Hotblack y se vio obligado a admitir en su fuero interno que los hechos parecían dar la razón al guardaespaldas. Desiato seguía sin dar la más mínima muestra de movimiento, ni mucho menos de sentir un vivo interés por la suerte de Ford.

—¿Por qué?— preguntó Ford—. ¿Qué le pasa?

El guardaespaldas se lo contó.

17

La
Guía del autoestopista galáctico
observa que Zona Catastrófica, un conjunto de rock plutónico de los Territorios Mentales Gagracácticos, es generalmente considerado no sólo como el grupo de rock más ruidoso de la Galaxia, sino como los productores del ruido más estrepitoso de cualquier clase. Los habituales de conciertos estiman que el sonido más compensado se escucha en el interior de grandes
bunkers
de cemento a unos diecisiete kilómetros del escenario, mientras que los propios músicos tocan los instrumentos por control remoto desde una astronave con buenos dispositivos de aislamiento, en órbita permanente en torno al planeta, o con mayor frecuencia alrededor de otro planeta diferente.

En conjunto, las canciones son muy simples, y la mayoría sigue el tema familiar de un ser-muchacho conoce a un ser-muchacha bajo la luna plateada, que luego explota por ninguna razón convenientemente explicada.

Muchos mundos han prohibido terminantemente sus actuaciones, algunas veces por razones artísticas, pero normalmente debido a que el sistema de amplificación de sonido del grupo infringe los tratados locales de limitación de armas estratégicas.

Sin embargo, eso no ha mermado sus ganancias provenientes de ampliar los límites de la hipermatemática pura, y recientemente se ha nombrado profesor de Neomatemática en la Universidad de Maximegalón a su principal investigador contable en reconocimiento de sus Teoría Especial y Teoría General de la Declaración sobre la Renta de Zona Catastrófica, en las que demuestra que todo el entramado del continuo espacio-tiempo no es simplemente curvo, sino que en realidad está totalmente inclinado.

Ford volvió tambaleante a la mesa donde Zaphod, Arthur y Trillian estaban sentados esperando a que comenzara la diversión.

—Tengo que comer algo— dijo Ford.

—Hola, Ford— saludó Zaphod—. ¿Has hablado con el capitoste del ruido? Ford meneó la cabeza con aire evasivo.
— ¿Con Hotblack? Puede decirse que he hablado con él, sí.

—¿Y qué ha dicho?

—Pues no mucho, en realidad. Está... hummm...

—¿Sí?

—Está pasando un año muerto por razones de impuestos. Tengo que sentarme. Se sentó.
Se acercó el camarero.

—¿Quieren ver la carta— les preguntó,— o desean el plato del día?

—¿Eh?— dijo Ford.

—¿Eh?— dijo Arthur.

—¿Eh?— dijo Trillian.

—Excelente— dijo Zaphod—, queremos carne.

En una habitación pequeña de una de las alas del restaurante, un hombre alto, estilizado y delgaducho retiró una cortina y el olvido le miró a la cara.

No era una cara bonita, tal vez porque el olvido la había mirado muchas veces. Para empezar, era demasiado larga, de ojos escondidos y párpados pesados, mejillas hundidas, labios finos y largos que al abrirse dejaban ver unos dientes que parecían cristales de un ventanal recién pulido. Las manos que sostenían la cortina eran largas y delgadas; además, estaban frías. Caían suavemente entre los pliegues de la cortina y daban la impresión de que si su dueño no las vigilaba como un halcón, se escabullirían por voluntad propia y cometerían algún desaguisado en un rincón.

Dejó caer la cortina y la terrible luz que había jugado con sus rasgos se fue a jugar a otra parte más saludable. Merodeó por el pequeño cuarto como una mantis que contemplara una víctima al atardecer, y terminó sentándose en una silla desvencijada junto a una mesa de caballete donde hojeó unas páginas de chistes.

Sonó un timbre.

Dejó a un lado el pequeño montón de papeles y se puso de pie. Pasó flojamente la mano por varias lentejuelas multicolores entre el millón de que estaba festoneada su chaqueta y se dirigió a la puerta.

Las luces del restaurante se debilitaron, la orquesta aceleró el ritmo, un solo foco horadaba las sombras de la escalera que conducía al centro del escenario.

Una figura de colores brillantes subió a saltos los escalones. Irrumpió en el escenario, sufrió un ligero tropezón al llegar al micrófono, que separó del pie con un gesto de su mano larga y fina, para luego hacer reverencias a diestra y siniestra, agradeciendo los aplausos del público y mostrando su ventanal. Saludó con la mano a los amigos que tenía entre el público aunque entonces no hubiera ninguno, y esperó a que se disipara la ovación.

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