El restaurante del Fin del Mundo (7 page)

—Eso es aún peor.

—¡Vaya!— admitió Zaphod, muy impresionado.

—¿Tienes alguna idea de por qué quieren esos tipos hacerme eso?— añadió un momento después.

—Creen que es la mejor manera de aniquilarte para siempre. Saben lo que te propones.

—¿Podrías pasarme una nota para que yo lo supiera también?

—Lo sabes, Beeblebrox— dijo Roosta—, lo sabes. Quieres ver al hombre que rige el Universo.

—¿Sabe guisar?— inquirió Zaphod.

Tras un momento de reflexión, añadió como para sí mismo:

—Lo dudo. Si supiera preparar una buena comida, no se preocuparía del resto del Universo. ¡Quiero ver a un cocinero!

Roosta respiró fuerte.

—De todos modos, ¿qué estás haciendo tú aquí?— preguntó Zaphod—. ¿Qué tiene que ver contigo todo esto?

—Yo soy uno de los que planearon este asunto, junto con Zarniwoop, Yooden Vranx, tu bisabuelo y tú mismo, Beeblebrox.

—¿Yo?

—Sí, tú. Me dijeron que habías cambiado, pero no me imaginaba cuánto...

—Pero...

—Estoy aquí para cumplir una misión. La llevaré a cabo antes de separarme de ti.

—¿Qué misión, hombre, de qué estás hablando?

—La cumpliré antes de separarme de ti.

Roosta se sumió en un silencio impenetrable. Zaphod se sentía tremendamente contento.

9

En el segundo planeta del sistema de la Ranestrella, el aire era rancio e insalubre.

El viento húmedo que barría continuamente la superficie, pasaba sobre bancos de sal, marismas secas, marañas de vegetación corrompida y ruinas desmoronadas de ciudades demolidas. Ni rastro de vida se movía por el territorio. El suelo, como el de muchos planetas de esa parte de la Galaxia, hacía tiempo que era desértico.

El aullido del viento era bastante desolado cuando sus ráfagas entraban en las viejas casas destruidas de las ciudades; y más triste aún cuando soplaba por la parte baja de las altas torres negras que oscilaban precariamente en algunos puntos de la superficie de aquel mundo. En la cima de tales torres habitaban colonias de pájaros descarnados, grandes y malolientes; eran los únicos supervivientes de una civilización que antiguamente vivía allí.

Sin embargo, el gemido del viento era más penoso cuando pasaba por un lugar semejante a un grano, situado en medio de una amplia llanura gris en las afueras de la más grande de las ciudades abandonadas.

El sitio semejante a un grano era lo que le había ganado a aquel mundo la fama de ser el lugar más enteramente diabólico de la Galaxia. Desde fuera, era simplemente una cúpula de acero de unos diez metros de diámetro. Desde dentro, era algo mucho más monstruoso de lo que la mente es capaz de imaginar.

A unos cien metros de distancia, y separada por una franja de tierra agujereada, marchita y enteramente yerma, había lo que podría describirse como una especie de pista de aterrizaje. Es decir, en una zona más bien extensa se veían dispersas las ruinas desgarbadas de dos o tres docenas de edificios sobre los que se realizaban aterrizajes de emergencia.

Por encima y en torno de aquellos edificios, revoloteaba una mente, un espíritu que estaba esperando algo.

La mente dirigió su atención al espacio, y al poco tiempo apareció una mancha rodeada de un anillo de manchas más pequeñas.

La mancha grande era la torre izquierda del edificio de oficinas de la
Guía del autoestopista galáctico
, que descendía por la estratosfera del Mundo Ranestelar B.

Mientras perdía altura, Roosta rompió súbitamente el largo e incómodo silencio que se había alzado entre ambos hombres.

Se puso en pie y guardó la toalla en una bolsa.

—Beeblebrox— dijo—, voy a cumplir la misión para la cual me enviaron.

Zaphod lo miró desde el rincón donde estaba sentado, compartiendo pensamientos silenciosos con Marvin.

—¿Sí?— dijo.

—Dentro de poco aterrizará el edificio. Cuando salgas, no lo hagas por la puerta; sal por la ventana— le dijo Roosta, y añadió: ¡Buena suerte!

Salió por la puerta y desapareció de la vida de Zaphod de manera tan misteriosa como había entrado en ella.

Zaphod se incorporó de un salto y trató de abrir la puerta, pero Roosta ya la había cerrado. Se encogió de hombros y volvió al rincón.

Dos minutos después, el edificio realizó un aterrizaje de emergencia entre las demás ruinas. La escolta de Cazas Ranestelares desactivó los haces de energía y volvió a elevarse en el aire con rumbo al Mundo Ranestelar A, un sitio definitivamente más agradable. Jamás aterrizaban en el Mundo Ranestelar B. Nadie lo hacía. Nadie andaba nunca por su superficie, salvo las futuras víctimas del Vórtice de la Perspectiva Total.

Zaphod quedó bastante conmocionado por el aterrizaje. Se tumbó durante un rato sobre los escombros silenciosos y polvorientos a que había quedado reducida la mayor parte de la habitación. Pensó que se encontraba en el punto más bajo que había alcanzado en su vida. Se sentía aturdido, solo y despreciado. Finalmente, juzgó que debería enfrentarse con lo que le esperaba.

Examinó la habitación, resquebrajada y derruida. La pared había caído en torno al marco de la puerta, que estaba abierta de par en par. Por un milagro, la ventana estaba cerrada e intacta. Vaciló durante un rato, luego pensó que si su extraño y reciente compañero había pasado por todo lo que había pasado sólo para decirle lo que le había dicho, debía existir una buena razón para ello. Con ayuda de Marvin abrió la ventana. Afuera, la nube de polvo levantada por el aterrizaje y las ruinas de los demás edificios que rodeaban al suyo, impidieron efectivamente que Zaphod viera nada del mundo exterior.

No es que aquello le inquietara excesivamente. Su preocupación fundamental era lo que vio al mirar hacia abajo. El despacho de Zarniwoop estaba en el piso quince. El edificio había aterrizado con una inclinación de cuarenta y cinco grados, pero de todos modos la idea del descenso quitaba el aliento.

Por fin, acuciado por la continua serie de miradas desdeñosas que Marvin parecía lanzarle, respiró hondo y gateó por el costado del edificio, bastante empinado. Marvin le siguió, y juntos empezaron a bajar reptando, lenta y penosamente, los quince pisos que los separaban del suelo.

Al arrastrarse, el polvo y el aire húmedo le sofocaban los pulmones; le escocían los ojos y la aterradora distancia hasta abajo hacía que las cabezas le dieran vueltas.

Los ocasionales comentarios de Marvin del tipo de: «¿Es ésta la clase de cosas que os gustan a las formas vivientes? Lo pregunto sólo para saberlo», hacían poco por mejorar su estado de ánimo.

Hacia la mitad de la bajada del edificio resquebrajado hicieron una pausa para descansar. Mientras permanecía allí tumbado, jadeando de miedo y agotamiento, pensó Zaphod que Marvin parecía una pizca más alegre que de costumbre. Luego se dio cuenta de que no era así. El robot sólo parecía animado en comparación con su propio estado de ánimo.

Un pájaro negro, grande y huesudo, apareció aleteando entre las nubes de polvo que iban asentándose lentamente, y, estirando las patas larguiruchas, se posó en el saliente de una ventana inclinada, a un par de metros de Zaphod. Recogió las desgarbadas alas y se tambaleó torpemente en su percha.

Sus alas debían tener una envergadura de unos dos metros, y su cabeza y cuello parecían curiosamente alargados para un ave. Tenía la cara plana, el pico sin desarrollar y, hacia la mitad de la parte interior de las alas, se veían claramente los vestigios de algo parecido a una mano.

En realidad, tenía un aspecto casi humano.

Dirigió a Zaphod sus ojos tristes e hizo sonar el pico de forma esporádica.

—Lárgate— dijo Zaphod.

—Vale— murmuró el pájaro de mal talante, remontando de nuevo el vuelo entre el polvo.

Zaphod le vio marcharse, estupefacto.

—¿Acaba de hablarme ese pájaro?— preguntó nerviosamente a Marvin. Estaba perfectamente preparado para creer la explicación alternativa: que en realidad tenía alucinaciones.

—Sí— confirmó Marvin.

—Pobrecitos— dijo al oído de Zaphod una voz etérea y profunda.

Al volverse bruscamente para buscar el origen de la voz, Zaphod estuvo a punto de caerse del edificio. Se agarró furiosamente al saliente de una ventana y se cortó la mano. Siguió agarrado, jadeando pesadamente.

La voz no tenía origen alguno; allí no había nadie. Sin embargo, volvió a hablar.

—Tienen una historia trágica, ¿sabes? Una desgracia terrible.

Zaphod miró desatinadamente a todos lados. La voz era profunda y tranquila. En otras circunstancias la habría descrito como tranquilizadora. Sin embargo, no hay nada tranquilizador en que le hable a uno una voz sin cuerpo, en especial cuando uno no está, como Zaphod Beeblebrox, en su mejor momento y agarrado a un saliente del octavo piso de un edificio estrellado.

—Eh, hummm...— tartamudeó.

—¿Quieres que te cuente su historia?— preguntó la voz en tono sosegado.

—Oye, ¿quién eres?— jadeó Zaphod—. ¿Dónde estás?

—Tal vez después, entonces— murmuró la voz—. Me llamo Gargrabar. Soy el Guardián del Vórtice de la Perspectiva Total.

—¿Por qué no puedo ver...?

—Encontrarás mucho más fácil el descenso del edificio— dijo la voz, elevándose, si te desplazas unos dos metros a tu izquierda. ¿Por qué no lo intentas?

Zaphod miró y vio una serie de breves ranuras horizontales que iban hasta el suelo a todo lo largo del costado del edificio.

Agradecido, se dirigió hacia ellas.

—¿Por qué no volvemos a vernos abajo?— le dijo la voz al oído, y desapareció en cuanto terminó de hablar.

—¡Eh!— llamó Zaphod—. ¿Dónde estás...?

—Sólo tardarás un par de minutos...— dijo la voz, que se oyó muy débil.

—Marvin— dijo Zaphod gravemente al robot, que iba en cuclillas y abatido a su lado—, ¿acaba... una... voz... de...?

—Sí— replicó secamente Marvin.

Zaphod asintió con las cabezas. Volvió a sacar sus gafas de sol Sensibles al Peligro. Estaban completamente negras y ya muy arañadas por el inesperado objeto de metal que guardaba en el bolsillo. Se las puso. Bajaría el edificio con mayor comodidad si no tenía que mirar lo que estaba haciendo.

Minutos después apareció entre los resquebrajados y deformados cimientos del edificio; se quitó las gafas de nuevo y saltó al suelo.

Marvin se reunió con él un momento después y quedó tumbado de cara al polvo y a los escombros, posición que no parecía inclinado a abandonar.

—Ah, estás ahí— dijo de pronto la voz, al oído de Zaphod—. Disculpa por haberte dejado así, es que tengo mala cabeza para las alturas— y añadió, añorante—: Al menos tenía mala cabeza para las alturas.

Zaphod miró alrededor lenta y cuidadosamente, sólo para ver si se le había escapado algo que pudiera ser el origen de la voz. Pero todo lo que vio fue polvo, escombros y las altas ruinas de los edificios circundantes.

—Oye, humm, ¿por qué no puedo verte?— preguntó—. ¿Por qué no estás aquí?


Estoy
aquí— dijo la voz, despacio—. Mi cuerpo quería venir, pero está algo ocupado en este momento. Cosas que hacer, gente que ver.— Tras de lo que pareció ser una especie de suspiro etéreo, añadió—: Ya sabes lo que pasa con los cuerpos.

Zaphod no estaba seguro.

Creía que sí.

—Sólo espero que haga una cura de reposo— prosiguió la voz—. Por la vida que lleva últimamente, debe estar en las primeras.

—¿En las primeras?— dijo Zaphod—. ¿No querrás decir en las últimas?

La voz no dijo nada durante un rato. Zaphod miró intranquilo a su alrededor. No sabía si se había marchado, si aún estaba allí o qué estaba haciendo. Luego, la voz volvió a hablar.

—De modo que tú eres el que hay que meter en el Vórtice, ¿no?

—Pues, humm— dijo Zaphod en una tentativa muy pobre por parecer indiferente—, eso no tiene prisa, ¿sabes? Podía dar un paseo por aquí y contemplar el paisaje, ¿te parece?

—¿Has echado una mirada al paisaje?— le preguntó la voz de Gargrabar.

—Pues no.

Zaphod subió a un montón de escombros y dio la vuelta a la esquina de uno de los edificios en ruinas que le impedían la visión.

Miró el paisaje del Mundo Ranestelar B.

—Bueno, vale— dijo—. Entonces sólo daré un paseo por aquí.

—No— dijo Gargrabar—, el Vórtice te está esperando. Debes venir. Sígueme.

—¿Ah, sí?— dijo Zaphod—. ¿Y cómo lo haré?

—Yo murmuraré— dijo Gargrabar—. Sigue el murmullo.

Un sonido suave y lastimero vagó por el aire; un susurro triste que parecía carecer de centro. Sólo si escuchaba con mucha atención podía Zaphod detectar la dirección de donde venía. Despacio, aturdido, lo siguió tambaleándose. ¿Qué otra cosa podía hacer?

10

El Universo, como ya hemos observado antes, es un lugar inabarcablemente grande, hecho que la mayoría de la gente tiende a ignorar en beneficio de una vida tranquila.

Mucha gente se mudaría contenta a otro sitio bastante más pequeño de su propia invención, cosa que realmente hace la mayoría de los individuos.

Por ejemplo, en un rincón del extremo oriental de la Galaxia está el planeta Oglarún, un enorme bosque cuya población «inteligente» vive siempre en un nogal bastante pequeño y lleno hasta los topes. En ese árbol nacen, viven, se enamoran, tallan en la corteza diminutos artículos especulativos sobre el sentido de la vida, la inutilidad de la muerte y la importancia del control de natalidad, libran unas cuantas guerras sumamente insignificantes y al fin mueren atados a la parte oculta de las ramas exteriores menos accesibles.

En realidad, los únicos oglarunianos que salen del árbol son aquellos expulsados por el nefando delito de preguntarse si existe otro árbol que contenga algo más que las ilusiones producidas por comer demasiadas oglanueces.

Por extraña que pueda parecer dicha conducta, en la Galaxia no existen formas de vida que no sean en cierto modo culpables de lo mismo, y por eso es tan terrible el Vórtice de la Perspectiva Total.

Porque cuando introducen a alguien en el Vórtice, le ofrecen un atisbo momentáneo de toda la inimaginable infinitud de la creación, y en alguna parte de ella hay una notita diminuta, una mancha microscópica sobre una mancha microscópica, que dice: «Estás aquí.»

La gran llanura gris se extendía ante Zaphod: en ruinas, destrozada. El viento la azotaba con violencia.

En medio se veía el grano acerado de la cúpula. Allí era adonde iba, pensó Zaphod. Aquello era el Vórtice de la Perspectiva Total.

Other books

New Beginnings by E. L. Todd
Back to Madeline Island by Jay Gilbertson
Tempter by Nancy A. Collins
The Whole Truth by Kit Pearson
Tropic of Night by Michael Gruber
How My Summer Went Up in Flames by Doktorski, Jennifer Salvato
Drive Me Crazy by Portia MacIntosh
A Stitch in Time by Penelope Lively
Letters to Leonardo by Dee White