Read El restaurante del Fin del Mundo Online
Authors: Douglas Adams
—La familia siempre es algo molesta, ¿no es cierto?— dijo Ford a Zaphod cuando el humo empezó a clarear. Hizo una pausa y miró en torno suyo—. ¿Dónde está Zaphod?— preguntó.
Arthur y Trillian miraron alrededor con los ojos en blanco. Estaban pálidos, temblaban y no sabían dónde estaba Zaphod.
—¿Dónde está Zaphod, Marvin?— preguntó Ford. Un momento después añadió:
—¿Dónde está Marvin?
El rincón del robot estaba vacío.
La nave se encontraba en completo silencio. Pendía en la densa negrura del espacio. De vez en cuando se balanceaba y estremecía. Todos los instrumentos estaban desconectados; todas las pantallas, apagadas. Consultaron al ordenador, que dijo:
—Lamento hallarme temporalmente cerrado a toda comunicación. Mientras, ahí va un poco de música ligera.
Apagaron la música ligera.
Registraron todos los rincones de la nave con alarma y perplejidad crecientes. Todo estaba apagado y silencioso. En ninguna parte había rastro de Zaphod o de Marvin.
Una de las últimas zonas que registraron fue el pequeño espacio donde se encontraba la Nutrimática.
En la rampa de salida del Sintetizador Nutrimático de Bebidas había una bandeja pequeña que sostenía tres tazas de porcelana fina con sus platillos, una jarra de leche también de porcelana, una tetera de plata llena del mejor té que Arthur hubiera probado jamás, y una pequeña nota impresa que decía: «Esperad.»
Algunos dicen que Osa Menor Beta es uno de los lugares más sorprendentes del Universo conocido.
Aunque es extraordinariamente rico, tiene un clima tremendamente cálido y está más lleno de gente interesante y maravillosa que pipas tiene una granada, no puede menos de notarse el hecho de que cuando un número reciente de la revista
Playbeing
[1]
publicó un artículo titulado: «Si está cansado de Osa Menor Beta, es que está harto de la vida», el índice de suicidios se cuadruplicó de la noche a la mañana.
No es que haya noche en Osa Menor Beta.
Es un planeta de la zona occidental que por una rareza topográfica, inexplicable y un tanto dudosa, consiste casi por entero en una costa subtropical. Por una extravagancia igualmente sospechosa de la relastática temporal, casi siempre es sábado por la tarde justo antes de que cierren los bares de la playa.
Ninguna explicación adecuada de este hecho han presentado las formas de vida dominantes en Osa Menor Beta, que pasan la mayor parte del tiempo tratando de alcanzar la iluminación espiritual mediante carreras alrededor de las piscinas e invitaciones a investigadores del Consejo de Control Geotemporal de la Galaxia para que «experimenten una estupenda anomalía diurna».
En Osa Menor Beta sólo hay una ciudad, y se la considera ciudad porque hay más piscinas que en cualquier otra parte.
Si uno va a la Ciudad Luz volando— y no existe otra manera porque no hay carreteras ni instalaciones portuarias, y si uno no llega volando no quieren ni verlo por la Ciudad Luz—, comprenderá por qué se llama así. Brilla el sol más que en cualquier otra parte, centellea en las piscinas, resplandece en los blancos bulevares bordeados de palmeras, reluce sobre las manchitas tostadas que pasean por ellos de un lado para otro, y dora las villas, las acolchadas nubes, los bares de la playa, etcétera.
Y brilla de modo especial sobre un edificio, una construcción elevada y bella consistente en dos torres blancas de treinta pisos, comunicadas entre sí por un puente a media altura.
El edificio es el domicilio de un libro, y se construyó en tal lugar por causa de un extraordinario juicio acerca de los derechos de publicación entablado entre los editores del libro y una compañía de cereales para el desayuno.
Se trata de una guía, de un libro de viajes.
Es uno de los libros más notables, y sin duda el de más éxito, que salieron de las grandes compañías editoras de la Osa Menor; más famoso que
La vida empieza a los ciento cincuenta años
, más vendido que la
Teoría de la gran explosión
y que
Mi opinión personal
de Excéntrica Gallumbits (la puta de tres tetas de Eroticón Seis), y más polémico que el último e impresionante título de Oolon Colluphid
Todo lo que jamás quiso saber sobre la sexualidad pero se ha visto obligado a descubrir
.
(Y en muchas de las civilizaciones más tranquilas del Anillo Exterior de la Galaxia Oriental hace mucho que ha sustituido a la gran
Enciclopedia Galáctica
como el depósito reconocido de todos los conocimientos y de toda la sabiduría, porque si peca de muchas omisiones y contiene muchos datos de autenticidad dudosa, o al menos groseramente incorrectos, supera a la obra anterior, y más prosaica, en dos aspectos importantes. En primer lugar, es algo más barata, y después tiene en la portada las palabras NO SE ASUSTE impresas con letras grandes y agradables.)
Se trata, por supuesto, de ese compañero inestimable de todos aquellos que quieren ver las maravillas del Universo conocido por menos de treinta dólares altairianos al día: la
Guía del autoestopista galáctico
.
Si uno se coloca de espaldas al vestíbulo de la entrada principal de las oficinas de la Guía (en el supuesto de que ya haya aterrizado y se haya refrescado con un baño rápido y una ducha) y luego camina hacia el Este, pasará por la sombra frondosa del Bulevar de la Vida, se sorprenderá del pálido color dorado de las playas que se extienden a la izquierda, se asombrará de los patinadores mentales que flotan con indiferencia a sesenta centímetros por encima del agua como si no fuese nada especial, se extrañará y quizá se irritará un poco ante las palmeras gigantes que tararean melodías discordantes durante las horas diurnas, es decir, de manera continua.
Sí después camina uno hasta el final del Bulevar de la Vida, entrará en el distrito comercial de Lalamatine, con nogales y terrazas de cafés a donde van a descansar los ombetanos tras una dura tarde de relajación en la playa. El distrito de Lalamatine es una de las pocas zonas que no gozan de un eterno sábado por la tarde; en cambio, disfruta del fresco perpetuo de las tempranas horas de la noche del sábado. Detrás de él están los clubs nocturnos.
Sí en este día en concreto, o tarde, o primeras horas de la noche, llámese como se quiera, uno se acerca a la terraza del segundo café a la derecha, verá a la multitud habitual de ombetanos charlando y bebiendo, con aspecto de estar muy relajados, y mirando con naturalidad a los relojes de los demás para comprobar lo caros que son.
También verá a un par de autoestopistas muy desaliñados que acaban de llegar de Algol a bordo de un megavión arturiano donde han pasado calamidades durante unos días. Se han asombrado y enfadado al descubrir que allí, a la vista del mismísimo edificio de la Guía del autoestopista galáctico, un simple vaso de zumo de frutas cuesta el equivalente de más de sesenta dólares altairianos.
—Traición— dice amargamente uno de ellos.
Si en ese momento mira uno a la segunda mesa que está junto a ellos, verá sentado a ella a Zaphod Beeblebrox con aspecto muy perplejo y confundido.
La razón de tal confusión es que cinco segundos antes se encontraba sentado en el puente de la nave espacial
Corazón de Oro
.
—Una absoluta traición— repitió la voz.
Zaphod miró nerviosamente con el rabillo del ojo a los dos autoestopistas sentados a la mesa de al lado. ¿Donde demonios se encontraba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Dónde estaba su nave? Tanteó con la mano el brazo de la silla en que se sentaba y luego la mesa que tenía delante. Parecían bastante sólidas. Estaba muy erguido en su asiento.
—¿Cómo pueden sentarse a escribir una guía para autoestopistas en un sitio como éste?— prosiguió la voz—. Pero míralo. ¡Fíjate!
Zaphod lo estaba mirando. Bonito lugar, pensó. Pero ¿dónde? ¿Y por qué?
Buscó en el bolsillo sus dos pares de gafas de sol. En el mismo bolsillo encontró un trozo de metal pulido, duro y muy pesado que no pudo identificar. Lo sacó y lo miró. La sorpresa le hizo guiñar los ojos. ¿De dónde lo había sacado? Volvió a guardárselo y se puso las gafas; le molestó descubrir que el objeto de metal había arañado uno de los cristales. Sin embargo, se sintió mucho más cómodo con ellas puestas. Eran dos pares de Gafas de Sol sensibles al Peligro joo janta Supercromáticas 200, especialmente pensadas para que los usuarios adoptaran una actitud tranquila ante el peligro. Al primer indicio de apuro se volvían completamente negras y de ese modo evitaban que el portador viera algo que pudiese alarmarle.
Aparte del arañazo, las gafas estaban claras. Se tranquilizó, pero sólo un poco.
El autoestopista enfadado siguió mirando fijamente a su zumo de frutas monstruosamente caro.
—Lo peor que le ha pasado nunca a la
Guía
ha sido mudarse a Osa Menor Beta — rezongó—; se han vuelto bobos. ¿Sabes una cosa? Me han dicho que han creado un Universo sintético por vía electrónica en uno de los despachos, de manera que puedan investigar sus cosas durante el día y asistir a fiestas por la noche. Aunque el día y la noche no significan mucho en este sitio.
Osa Menor Beta, pensó Zaphod. Al menos ya sabía dónde estaba. Supuso que se trataba de alguna ocurrencia de su bisabuelo, pero ¿por qué?
Muy a su pesar, una idea le vino a la cabeza. Era muy clara y evidente, y ya alcanzaba a reconocer la esencia de tales ideas. Se resistía a ellas por instinto. Se trataba de los impulsos prescritos en las partes oscuras y cerradas de su mente.
Permaneció inmóvil erguido en la silla, e ignoró furiosamente tal idea. Le importunó. La ignoró. Le importunó. La ignoró. Le importunó. Se rindió.
Qué demonios, pensó, déjate llevar. Estaba demasiado cansado, confuso y hambriento para resistir. Ni siquiera sabía lo que significaba aquel pensamiento.
—¿Dígame? ¿Sí? Ediciones Megadodo, domicilio de la
Guía del autoestopista galáctico
, el libro más absolutamente notable de todo el Universo conocido, ¿puedo servirle en algo?— dijo el voluminoso insecto de alas rosadas por uno de los setenta teléfonos instalados a lo largo de la vasta extensión del cromado mostrador de recepción del vestíbulo de las oficinas de la
Guía del autoestopista galáctico
. Agitó las alas y volvió los ojos. Lanzó una mirada feroz a las mugrientas personas que se apiñaban en el vestíbulo, ensuciando las alfombras y manchando la tapicería con las manos. El insecto adoraba trabajar para la
Guía del autoestopista galáctico
, y sólo deseaba que hubiera algún medio de mantener alejados a los autoestopistas. ¿No tenían que estar rondando por sucios puertos espaciales o algo así? Estaba seguro de que en alguna parte del libro había leído algo acerca de la importancia de vagar por sucios puertos espaciales. Por desgracia, parecía que la mayoría iba a zascandilear por aquel bonito vestíbulo, limpio y reluciente, inmediatamente después de rondar por puertos espaciales sumamente sucios. Y lo único que hacían era quejarse. Sintió un escalofrío en las alas.
—¿Cómo?— dijo por el teléfono—. Sí, le he comunicado su recado a mister Zarniwoop, pero me temo que está demasiado ocupado para verle en seguida. Está haciendo un crucero intergaláctico.
Hizo un gesto petulante con un tentáculo a una de aquellas personas mugrientas que trataban airadamente de llamar su atención. El gesto petulante del tentáculo dirigió a la persona enfadada a consultar el aviso que había en la pared de la izquierda, advirtiéndole que no interrumpiera una importante llamada telefónica.
—Sí— dijo el insecto—, está en su despacho, pero está haciendo un crucero intergaláctico. Muchas gracias por llamar.
Colgó bruscamente.
—Lea el aviso— dijo al enfadado visitante que trataba de quejarse de uno de los errores más absurdos y peligrosos contenidos en el libro.
La
Guía del autoestopista galáctico
es un compañero indispensable para todos aquellos que se sientan inclinados a encontrar un sentido a la vida en un Universo infinitamente confuso y complejo, porque si bien no espera ser útil o instructiva en todos los aspectos, al menos sostiene de manera tranquilizadora que si hay una inexactitud, se trata de un error
definitivo
. En casos de discrepancias importantes, siempre es la realidad quien se equivoca.
Esa era la esencia del aviso. Decía: «La
Guía
es definitiva. La realidad es con frecuencia errónea.»
Eso había traído unas consecuencias interesantes. Por ejemplo, cuando se entabló juicio contra los editores de la
Guía
por las familias de aquellos que habían muerto como resultado de considerar en sentido literal el artículo sobre el planeta Traal (que decía: «Las Voraces Bestias Bugblatter suelen preparar una comida buenísima
para
los turistas visitantes», en vez de decir: «Las Voraces Bestias Bugblatter suelen preparar una comida buenísima
con
los turistas visitantes»), los editores sostuvieron que la primera versión de la frase era más agradable desde el punto de vista estético, convocando a un poeta capacitado para que diera testimonio bajo juramento de que la belleza era verdad, evidencia perfecta, con intención de demostrar, por consiguiente, que el culpable en este caso era la Vida misma por no ser ni bella ni verdadera. Los jueces se pusieron de acuerdo y en un discurso emocionante concluyeron que la Vida misma había cometido desacato al tribunal y se la confiscaron a todos los presentes antes de ir a disfrutar de una agradable tarde de golf.
Zaphod Beeblebrox entró en el vestíbulo. A grandes zancadas se dirigió hacia el insecto recepcionista.
—Bueno— dijo—. ¿Dónde está Zarniwoop? Búscame a Zarniwoop.
—¿Perdón, señor?— dijo el insecto en tono seco. No le gustaba que se dirigieran a él de aquella manera.
—Zarniwoop. Localízalo, ¿eh? Ahora mismo.
—Mire, señor— saltó la frágil criaturita—, si pudiera tomárselo con un poco de calma.
—Escucha— dijo Zaphod—, he venido aquí bien tranquilo, ¿vale? Soy tan asombrosamente frío, que podrías guardar en mi interior un trozo de carne durante un mes. Estoy tan pasado, que no veo más allá de mis narices. Y ahora, ¿quieres moverte antes de que estalle?
—Pues si deja que me explique,
señor
— dijo el insecto, dando golpecitos con el tentáculo más petulante que tenía a mano—, me temo que en estos momentos sea imposible, porque el señor Zarniwoop está haciendo un crucero intergaláctico.