El restaurante del Fin del Mundo (17 page)

¿Y qué ocurría con los rayos de transferencia de la materia? Cualquier medio de transporte que le despedazara a uno átomo por átomo, lanzando tales átomos por el sub-éter para luego volverlos a reunir justo cuando empezaban a gustar la libertad por primera vez durante años, tenía que ser una mala noticia.

Muchas personas habían pensado exactamente lo mismo antes que Arthur Dent, e incluso llegaron al extremo de escribir canciones al respecto. A continuación transcribimos una que solía cantarse por enormes multitudes frente a la fábrica de Sistemas de Teleporte de la Compañía Cibernética Sirius, en Mundi-Félix III:

Aldebarán es grande, sí,

Algol, muy bonito,

Las guapas chicas de Betelgeuse

Te harán perder el tino.

Harán lo que quieras,

Muy de prisa y después muy lento,

Pero, si para llevarme, despedazarme esperas,

Entonces no quiero ir.

Cantando,

Despedázame, despedázame,

¡Vaya forma de viajar!,

Y si, para llevarme, me has de despedazar,

En casa prefiero quedarme.

Sirio está pavimentado de oro,

Eso he oído decir.

A chiflados que luego añaden:

«Ve Tau antes de morir.»

Alegre tomaría el camino principal.

Y hasta el secundario,

Pero si, para llevarme, en pedazos me debes partir,

Lo que es yo, me niego a ir.

Cantando,

Despedázame, despedázame,

Tienes que estar mal de la cabeza,

Pero si para llevarme, pedazos me debes hacer,

En la cama me he de meter.

Y así sucesivamente. Había otra canción de moda, mucho más breve:

Me teleportaron a casa una noche

Con Ron y Sid y Meg.

Ron se llevó el corazón de Meggie,

Y yo me quedé con la pierna de Sidney.

Arthur sintió que las oleadas de dolor se debilitaban, aunque seguía percibiendo la palpitación sorda y pesada. Se levantó despacio, con cuidado.

—¿Oyes una palpitación sorda y pesada?— le preguntó Ford Prefect.

Arthur se volvió en redondo, tambaleándose inseguro. Ford Prefect se acercó con ojos rojos y pastosos.

—¿Dónde estamos?— murmuró Arthur.

Ford miró alrededor. Se encontraban en un pasillo largo y curvo que se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista. La pared exterior, de acero pintado en ese horrible tono verde pálido que utilizan en escuelas, hospitales y manicomios para tener apaciguados a niños y pacientes, se curvaba por encima de sus cabezas hasta reunirse con la pared perpendicular interior, que curiosamente estaba tapizada de arpillera entretejida de color castaño oscuro. El suelo era de caucho acanalado, de color verde oscuro.

Ford se aproximó a un panel transparente, muy grueso y oscuro, empotrado en la pared exterior. Tenía varias capas de espesor, pero a su través podían verse los puntos luminosos de las estrellas lejanas.

—Creo que estamos en algún tipo de nave espacial.

Por el pasillo llegó el rumor de una palpitación sorda y pesada.

—¿Trillian?— llamó Arthur, nervioso—. ¿Zaphod? Ford se encogió de hombros.

—No hay nadie— anunció—, ya he mirado. Pueden estar en cualquier parte. Un teleporte sin programar puede enviarle a uno a años luz en cualquier dirección.
A juzgar por cómo me siento, diría que hemos venido a parar muy lejos.

—¿Cómo te encuentras?

—Mal.

—¿Dónde crees que están...?

—¿Dónde están, cómo están...? No hay manera de saberlo, y no podemos hacer nada. Haz lo que yo.

—¿Qué?

—No pensar en ello.

Arthur dio vueltas a aquella idea, comprendió de mala gana su utilidad, la arropó y la dejó dormir. Exhaló un hondo suspiro.

—¡Pasos!— exclamó de pronto Ford.

—¿Dónde?

—Ese ruido. Esa palpitación sorda. Son pasos. ¡Escucha!

Arthur escuchó. Desde una distancia indeterminada, el ruido resonaba por el pasillo en dirección a ellos. Era un rumor apagado de pisadas fuertes, que ahora se oían con mayor intensidad.

—Vámonos— dijo secamente Ford. Se marcharon; cada uno por un lado.

—Por ahí, no— dijo Ford—, es por donde vienen ellos.

—No, no— repuso Arthur—. Vienen por esa dirección.

—No, vienen por...

Se detuvieron. Se volvieron. Escucharon con atención. De nuevo se marcharon cada uno por un lado.

El miedo les atenazó.

En ambas direcciones, el ruido se hacía cada vez más fuerte.

A unos metros a la izquierda corría otro pasillo en ángulo recto con la pared interior. Se precipitaron por él a toda velocidad. Era oscuro, enormemente largo, y a medida que lo recorrían, les daba la impresión de que cada vez hacía más frío. A izquierda y a derecha desembocaban en él otros pasillos, todos muy oscuros, y al pasar por ellos les azotaban ráfagas de aire helado.

Se detuvieron un momento, alarmados. Cuanto más se adentraban por el pasillo, más fuerte era el ruido de las pisadas.

Se apretujaron contra la pared fría y escucharon con frenesí. El frío, la oscuridad y el tamborileo de las pisadas sin cuerpo les afectaba de mala manera. Ford se estremeció, en parte por el frío y en parte por el recuerdo de historias que le contaba su madre preferida cuando no era más que un mozuelo betelgeusiano que no llegaba al tobillo de un megasaltamontes arturiano: cuentos de naves fantasmas, de cascos encantados que vagaban incansables por las regiones más oscuras del espacio profundo, infestado de demonios, de aparecidos o de tripulaciones olvidadas; historias de viajeros incautos que encontraban tales naves y entraban en ellas; historias de...

Entonces recordó Ford la arpillera de color castaño que tapizaba la pared del primer pasillo y recobró la calma. Fuera como fuese la forma en que aparecidos y demonios decorasen sus naves fantasmas, pensó que apostaría cualquier cantidad de dinero a que no lo hacían con arpillera. Cogió a Arthur del brazo.

—Volvamos por donde hemos venido— dijo en tono firme, y volvieron sobre sus pasos.

Un momento después saltaron como lagartos asustados al pasillo más próximo cuando los dueños de los pies pesados aparecieron súbitamente delante de ellos.

Ocultos detrás de la esquina, miraron con los ojos en blanco a una docena de hombres y mujeres obesos, vestidos con ropa de correr, que pasaban ruidosamente, jadeando y resollando de una forma que haría tartamudear a un cardiólogo.

Ford Prefect los miró con fijeza.

—¡Corredores!— siseó, cuando el eco de las pisadas se perdió en la red de pasillos.

—¿Corredores?— murmuró Arthur Dent.

—Corredores— confirmó Ford Prefect, encogiéndose de hombros.

El pasillo en el que se ocultaban era diferente de los otros. Era muy corto, y terminaba en una ancha puerta de acero. Ford la examinó, descubrió el mecanismo de apertura y, con un empujón, la abrió de par en par.

Lo primero que vieron sus ojos fue una cosa semejante a un ataúd.

Y las siguientes cuatro mil novecientas noventa y nueve cosas que vieron sus ojos, también eran ataúdes.

23

La bóveda era gigantesca, de techo bajo y mal iluminada. Al extremo, a unos trescientos metros, una arcada daba paso a lo que parecía ser una estancia similar, con enseres semejantes.

Ford Prefect dejó escapar un silbido sordo al pisar el suelo de la bóveda.

—Magnífico— comentó.

—¿Qué tienen los muertos de magnífico?— preguntó Arthur, entrando nervioso detrás de él.

—No sé— dijo Ford—. Vamos a averiguarlo, ¿eh?

Bajo una inspección más atenta, los ataúdes se parecían más a sarcófagos. Se elevaban a la altura de la cintura, y estaban hechos con algo parecido al mármol blanco, que lo era casi sin lugar a dudas; era algo que sólo parecía ser mármol blanco. Las partes superiores eran semitranslúcidas, y a través de ellas se percibían vagamente los rasgos de sus difuntos y presumiblemente llorados ocupantes. Eran humanoides, y estaba claro que habían dejado muy atrás las penas de cualquiera que fuese el mundo de donde procedían, pero poco más podía discernirse aparte de eso.

Por el suelo, haciendo lentos remolinos entre los sarcófagos, fluía un gas blanco, pesado y aceitoso, que a primera vista le hizo pensar a Arthur que lo habían puesto para conferir un poco de ambiente al lugar, hasta que descubrió que también le helaba los tobillos. Los sarcófagos también eran sumamente fríos al tacto.

De pronto, Ford se puso en cuclillas delante de uno de ellos. Sacó del bolso una esquina de la toalla y empezó a frotar algo con furia.

—Mira, en éste hay una placa— explicó a Arthur—. Está cubierta de escarcha.

Sacó la escarcha frotando y examinó las letras grabadas. A Arthur le parecieron huellas de una araña que hubiese bebido demasiadas copas de lo que bebieran las arañas por la noche, pero Ford reconoció en seguida una forma primitiva de Eezzeerced galáctico.

—Aquí dice: «Flota Arca de Golgafrinchan, Nave B, Cabina de Carga Siete, Esterilizador de Teléfonos de Segunda Clase», y un número de orden.

—¿Un esterilizador de teléfonos?— inquirió Arthur—. ¿Un esterilizador de teléfonos muerto?

—De la mejor especie.

—Pero, ¿qué hace aquí?

Ford atisbó por la parte de arriba al número que había escrito en el interior.

—No mucho— dijo, y de pronto lanzó una de esas sonrisas suyas que siempre hacían pensar a la gente que últimamente había trabajado en exceso y que trataba de descansar un poco.

Salió disparado hacia otro sarcófago. Tras un momento de vigoroso trabajo con la toalla, anunció:

—Este es un peluquero muerto. ¡Vaya!

El siguiente sarcófago resultó ser la última morada de un directivo contable de publicidad; el que estaba a su lado contenía los restos de un vendedor de coches de segunda mano, de tercera categoría.

Una escotilla de inspección empotrada en el suelo llamó súbitamente la atención de Ford; se puso en cuclillas para abrirla, sacudiendo las nubes de gas gélido que trataban de envolverle.

A Arthur se le ocurrió una idea.

—Si no son más que ataúdes— dijo—, ¿por qué los mantienen tan fríos?

—Y en cualquier caso, ¿por qué los mantienen?— repuso Ford, abriendo la escotilla. El gas se escapó por ella—. ¿Por qué se toma alguien la molestia y los gastos de llevar cinco mil cadáveres por el espacio?

—Diez mil— dijo Arthur, señalando la arcada por la que se percibía vagamente la estancia siguiente.

Ford introdujo la cabeza por la escotilla del suelo.

Levantó la vista.

—Quince mil— dijo—; hay otra ahí abajo.

—Quince millones— sonó una voz.

—Eso es muchísimo— dijo Ford—. Un montón.

—¡Daos la vuelta, despacio!— gritó la voz—. Y levantad las manos. Otro movimiento cualquiera y os hago volar en pedacitos muy pequeños.

—¿Hola?— dijo Ford, dándose la vuelta despacio, levantando las manos y no haciendo ningún otro movimiento.

—¿Por qué nadie se alegra nunca de vernos?— preguntó Arthur Dent.

Recortado en el umbral de la puerta por donde habían entrado, estaba el hombre que no se alegraba de verlos. Su desagrado se comunicaba en parte por la voz chillona y dominante, y en parte por la maldad con que les apuntaba con un largo y plateado fusil Mat-O-Mata. Era evidente que el diseñador del arma recibió instrucciones de no andarse con rodeos. «Hazla maligna», le habían dicho. «Haz que resulte enteramente claro que este fusil tiene un lado bueno y un lado malo. Haz que para el que esté en el lado malo no haya duda alguna de que las cosas le van a ir mal. Si hay que ponerle toda clase de púas y dientes, tanto mejor. No es un fusil para colgarlo encima de la chimenea o colocarlo en el paragüero, es un arma para sacarla a la calle y hacer que la gente se sienta desgraciada.»

Ford y Arthur miraron desconsoladamente el fusil.

El hombre armado se apartó de la puerta y dio una vuelta en torno a ellos. Cuando llegó a la luz, vieron su uniforme negro y oro, con unos botones bruñidos que brillaban con tal intensidad, que un automovilista que viajase por dirección contraria habría encendido los faros con irritación.

Hizo un gesto hacia la puerta.

—Fuera— dijo. La gente que ostenta tal cantidad de potencia de fuego, no necesita utilizar los verbos. Ford y Arthur salieron, seguidos muy de cerca por el lado malo del Mat-O-Mata y los botones.

Al dar la vuelta por el pasillo, se vieron envueltos entre veinticuatro corredores, ya duchados y cambiados, que los pasaron velozmente en dirección a la bóveda. Confuso, Arthur se volvió para verlos.

—¡Muévete!— gritó su captor.

Arthur continuó caminando.

Ford se encogió de hombros y le siguió.

En la bóveda, los corredores se dirigieron a veinticuatro sarcófagos vacíos colocados a lo largo de la pared lateral; los abrieron, se metieron en ellos y cayeron en un sueño sin sueños de veinticuatro horas.

24

—Hmm, Capitán...

—¿Sí, Número Uno?

—Pues nada, que tengo una especie de informe del Número Dos.

—¡Válgame Dios!

En lo más alto del puente de la nave, el Capitán escudriñaba las distancias infinitas del espacio con mansa resignación. Descansaba bajo una burbuja elevada como una cúpula, y desde allí veía enfrente y por encima el vasto paisaje de estrellas por el que viajaban; un panorama que se había hecho visiblemente menos denso durante la trayectoria del viaje. Si se daba la vuelta y miraba hacia atrás, por encima de los tres kilómetros y medio del casco de la nave, veía un conjunto más denso de estrellas, que casi parecían formar una franja sólida. Así era el paisaje del centro galáctico, por donde viajaban ahora y por donde habían estado viajando durante años a una velocidad que el Capitán apenas podía recordar en aquel momento, pero que sabía que era tremendamente alta. Era algo que se acercaba a la velocidad de una cosa u otra, ¿O era tres veces la velocidad de otra cosa? De todos modos, era muy impresionante. Oteó a popa entre la luminosa distancia, buscando algo. Lo hacía cada pocos minutos, pero nunca encontraba lo que buscaba. Sin embargo, no permitía que eso le preocupara. Los científicos habían insistido mucho en que todo iría perfectamente con tal de que a nadie le entrara el pánico y de que todo el mundo se dedicara a cumplir su cometido de manera ordenada.

A él no le entraba el pánico. Por lo que a él concernía, todo iba espléndidamente. Se restregó el hombro con una esponja porosa. Vagamente percibió que se sentía un tanto molesto por algo. Pero, ¿de qué se trataba? Una tos ligera le alertó de que el primer oficial de la nave aún seguía en el puente.

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