El restaurante del Fin del Mundo (21 page)

30

Aquella noche las estrellas salieron con una claridad y un brillo cegadores. Ford y Arthur habían caminado más kilómetros de lo que eran capaces de calcular y por fin se detuvieron a descansar. La noche era suave y fresca; el aire, puro; el Sub-Etha Sens-O-Mático guardaba un silencio absoluto.

Una quietud maravillosa pendía sobre el mundo; una tranquilidad mágica que se unía a la dulce fragancia de los bosques, a la callada charla de los insectos y a la luz brillante de las estrellas, para aliviar sus espíritus crispados. Incluso Ford Prefect, que había visto más mundos de los que podía contar en una larga tarde, llegó a preguntarse si no era aquél el más hermoso que hubiera visto jamás. Habían pasado el día atravesando colinas y valles verdes y ondulados, profusamente cubiertos de hierba, con flores de aromas indescriptibles y árboles altos de muchas hojas; el sol los había calentado, suaves brisas los habían refrescado y Ford Prefect había probado el Sub-Etha Sens-O-Mático cada vez con menor frecuencia, mostrando menos irritación por su silencio obstinado. Empezaba a pensar que le gustaba estar allí.

Pese a que el aire nocturno era fresco, durmieron profunda y cómodamente a la intemperie; pocas horas después se despertaron con la luz que precede al amanecer, descansados pero hambrientos. En Milliways, Ford había guardado unas rosquillas en el bolsillo, y con ellas desayunaron antes de emprender la marcha.

Hasta entonces habían vagado al azar, pero ahora se dirigieron en línea recta hacia el Este, pensando que si iban a explorar aquel mundo, deberían tener una idea clara de dónde habían venido y hacia dónde se encaminaban.

Poco antes de mediodía tuvieron el primer indicio de que el mundo en que habían aterrizado no estaba deshabitado; entrevieron un rostro entre los árboles, vigilándolos. Desapareció en el momento que lo vieron, pero ambos quedaron con la imagen de una criatura humanoide que al verlos sintió curiosidad pero no alarma. Media hora después volvieron a atisbar otra cara semejante; y diez minutos más tarde, otra más.

Un minuto después dieron en un claro amplio y se detuvieron en seco.

Ante ellos, en medio del claro, había un grupo de unos doce hombres y mujeres. Permanecían quietos y callados frente a Ford y Arthur. Varias mujeres tenían niños en brazos, y detrás del grupo había un conjunto de habitáculos destartalados, hechos de barro y ramas.

Ford y Arthur contuvieron el aliento.

El hombre más alto medía poco más de un metro y sesenta centímetros; todos estaban levemente inclinados hacia delante, tenían brazos largos, frentes estrechas y ojos claros y brillantes con los que miraban fijamente a los extraños.

Al ver que aquella gente no llevaba armas ni hacía movimiento alguno hacia ellos, Ford y Arthur se tranquilizaron un poco.

Durante un rato, los dos grupos se limitaron a observarse, inmóviles. Los nativos parecían perplejos ante los intrusos, y aunque no daban muestras de agresividad, tampoco ofrecían señal alguna de hospitalidad.

Nada sucedió.

Durante dos minutos enteros siguió sin ocurrir nada.

Al cabo de los dos minutos, Ford decidió que ya era hora de que pasara algo.

—Hola— dijo.

Las mujeres apretaron a los niños un poco más contra sus cuerpos.

Los hombres no hicieron ningún movimiento perceptible; sin embargo, toda su actitud demostraba claramente que el saludo no era bien acogido: no lo rechazaban de manera manifiesta, sólo que no lo recibían bien.

Uno de ellos, que permanecía un poco destacado en la vanguardia del grupo y que, en consecuencia, podía ser su dirigente, dio un paso adelante. Su rostro estaba tranquilo y en calma, casi sereno.

—Aggfffggghhhrrr uh uh ruh uurgh— dijo con voz queda.

Aquello pilló desprevenido a Arthur. Estaba tan acostumbrado a recibir la traducción instantánea e inconsciente de todo lo que oía por medio del Pez Babel que tenía alojado en el oído, que había dejado de percibir su presencia, y sólo ahora lo recordó, cuando parecía que no funcionaba. Vagas sombras de sentido parpadearon en el fondo de su mente, pero nada percibió con claridad. Supuso (da la casualidad que correctamente) que aquellos seres sólo habían desarrollado los más toscos rudimentos, del lenguaje, y que por tanto el Pez Babel era incapaz de prestarle ayuda. Miró a Ford, infinitamente más experimentado en aquellos asuntos.

—Creo— dijo Ford con la comisura de los labios— que nos pregunta si nos importaría seguir caminando, alejándonos de la aldea.

Un momento después, un gesto del humanoide pareció confirmar sus palabras.

—Ruurggghhh; urgh urgh (uh ruh) rruurruuh ug— prosiguió el homínido.

—Por lo que puedo deducir— dijo Ford—, el sentido general es que somos bien recibidos para continuar nuestro viaje en la forma que queramos, pero si decidimos rodear su aldea en vez de atravesarla, les haríamos muy dichosos a todos.

—Bueno, ¿y qué hacemos?

—Creo que vamos a hacerlos felices— dijo Ford.

Despacio, y con mucho tiento, rodearon el perímetro del claro. Aquello pareció caerles muy bien a los nativos, que les dedicaron una ligerísima inclinación y luego se ocuparon de sus asuntos.

Ford y Arthur prosiguieron el viaje a través del bosque. A unos centenares de metros del claro se encontraron de pronto ante un pequeño montón de frutas colocadas en medio del camino: bayas que se parecían notablemente a frambuesas y moras, y unas frutas carnosas de piel verde muy semejantes a peras.

Hasta entonces se habían alejado de las frutas y bayas que habían visto, aunque los árboles y arbustos estaban plagados de ellas.

—Míralo de esta manera— había dicho Ford Prefect—, la fruta y las bayas de planetas extraños pueden revivirte o pueden matarte. Por consiguiente sólo hay que acercarse a ellas cuando veas que vas a morir si no lo haces. De ese modo sales ganando. El secreto de un
autoestopismo
sano está en comer chucherías.

Miraron suspicaces al montón de frutas colocado en su camino. Parecían tan buenas, que casi se marcaron de hambre.

—Míralo de esta manera— dijo Ford—, humm...

—¿Sí?— dijo Arthur.

—Estoy tratando de pensar en alguna manera de mirarlo que signifique que vamos a comérnoslas— dijo Ford.

El sol que se filtraba entre las hojas relucía sobre las rollizas pieles de lo que parecían peras. Las frutas semejantes a frambuesas y moras eran más gordas y carnosas de cuantas Arthur hubiera visto jamás, incluso en anuncios de helados.

—¿Por qué no comemos y lo pensamos después?— sugirió.

—Tal vez sea eso lo que quieren que hagamos.

—Muy bien, míralo de esta manera...

—Hasta ahora me parece bien.

—Están aquí para que las comamos. O son buenas o son malas; o pretenden alimentarnos, o bien quieren envenenarnos. Si son venenosas y no las comemos, nos atacarán de otra forma. En cualquier caso, si no las comemos estamos perdidos.

—Me gusta tu razonamiento— dijo Ford—. Venga, come una.

Con aire vacilante, Arthur cogió una de las frutas que parecían peras.

—Siempre recuerdo la historia del Jardín del Edén— dijo Ford.

—¿Eh?

—Lo del jardín del Edén. El árbol. La manzana. Esa historia, ¿te acuerdas?

—Sí, claro que sí.

—Ese Dios vuestro pone un manzano en medio de un jardín y dice: haced lo que queráis, chicos, pero de ningún modo comáis la manzana. Pero, sorpresa, se la comen y El salta de detrás de un arbusto diciendo: «¡Os pillé!» Si no se la hubieran comido, habría dado lo mismo.

—¿Por qué?

—Porque si uno anda en tratos con alguien que tiene la mentalidad del que deja sombreros en la acera con ladrillos dentro, hay que tener la plena seguridad de que nunca abandonará su empeño. Al final terminará cazándote.

—Pero ¿de qué hablas?

—No importa, cómete la fruta.

—¿Sabes una cosa? Este sitio guarda cierta semejanza con el jardín del Edén.

—Cómete la fruta.

—Se parece mucho.

Arthur dio un mordisco a lo que parecía una pera.

—Es una pera— anunció.

Pocos instantes después, cuando hubieron comido todas las frutas, Ford Prefect se volvió y gritó:

—¡Gracias! Muchísimas gracias, sois muy amables.

Siguieron su camino.

Durante los setenta y cinco kilómetros siguientes de su viaje hacia el Este, continuaron encontrándose de vez en cuando regalos de frutas colocadas en el camino, y aunque en una o dos ocasiones tuvieron la visión fugaz de un homínido entre los árboles, no volvieron a entablar contacto directo con los nativos. Decidieron que les gustaba mucho una raza de seres que manifestaban tan a las claras su agradecimiento sólo por el hecho de que los dejaran en paz.

Al cabo de setenta y cinco kilómetros se acabaron las frutas, porque allí era donde empezaba el mar.

Como no tenían prisa, construyeron una balsa y cruzaron el mar. Estaba relativamente en calma y sólo tenía unos noventa kilómetros de anchura, así que realizaron una travesía medianamente agradable, desembarcando en una región que era al menos tan hermosa como la que habían dejado.

En resumen, llevaban una vida ridículamente fácil y al menos durante un tiempo pudieron solucionar los problemas de ociosidad y aislamiento por el método de ignorarlos. Cuando el ansia de compañía se hiciera demasiado grande, ya sabían dónde encontrarla; pero de momento se contentaban con que los golgafrinchanos estuvieran a centenares de kilómetros de distancia.

No obstante, Ford Prefect volvió a utilizar su Sub-Etha Sens-O-Mático cada vez con mayor frecuencia. Sólo una vez recibió una señal, pero era tan débil y venía de una distancia tan enorme, que le deprimió más que si no se hubiese roto el silencio.

En un impulso repentino se dirigieron al Norte. Tras unas semanas de viaje, llegaron a otro mar, construyeron otra balsa y lo cruzaron. Esa vez tuvieron una travesía más dura; la temperatura empezaba a descender. Arthur sospechó una vena de masoquismo en Ford Prefect: la creciente dificultad del viaje parecía darle un aire de determinación del que normalmente carecía. Incansable, seguía adelante.

El viaje hacia el Norte les condujo hacia un país de altas montañas, a una región de pasmosa belleza y extensión. Las nevadas cimas, grandes y dentadas, embelesaron sus sentidos. El frío empezó a calar en sus huesos.

Se abrigaron con pieles y pellejos de animales que Ford Prefect consiguió empleando un método que aprendió una vez de dos ex monjes pralitos que regentaban un refugio de patinaje mental en la sierra de Hunian.

Hay ex monjes pralitos esparcidos por toda la Galaxia, resueltos todos a triunfar en la vida, porque las técnicas de dominio mental que la Orden ha creado como forma de disciplina devota, son francamente sensacionales; una cantidad extraordinaria de monjes abandonan la Orden inmediatamente después de terminar la disciplina piadosa y justo antes de profesar los votos definitivos y quedar encerrados de por vida en pequeñas cajas de metal.

El método de Ford parecía consistir fundamentalmente en quedarse quieto y sonreír durante un rato.

Al cabo de un tiempo, surgía del bosque un animal, tal vez un ciervo, y le observaba con cautela. Ford seguía sonriendo con ojos tiernos y brillantes, pareciendo irradiar un amor profundo y universal, un amor que se extendía y abarcaba a toda la creación. Una quietud maravillosa, pacífica y serena, que emanaba de aquel hombre transfigurado, descendía sobre la campiña circundante. El ciervo se acercaba poco a poco, paso a paso, hasta casi frotar el hocico contra Ford Prefect, que entonces extendía los brazos y le rompía el cuello.

—Dominio feromónico— eso decía que era—; no hay más que saber generar el olor adecuado.

31

Pocos días después de desembarcar en la región montañosa descubrieron una costa que se extendía ante ellos en diagonal, de sudoeste a noreste. Era una costa esplendorosa y monumental: acantilados profundos y majestuosos, desmesurados picachos de hielo, fiordos.

Durante dos días más subieron y escalaron rocas y glaciares, sobrecogidos por tanta belleza.

—¡Arthur!— gritó Ford de repente.

Era la tarde del segundo día. Arthur estaba sentado en una roca alta, viendo cómo el mar rompía estrepitoso contra los escarpados promontorios.

—¡Arthur!— volvió a gritar Ford.

Arthur miró en la dirección de donde venía la voz de Ford, debilitada por el viento.

Ford había ido a explorar un glaciar, y Arthur lo encontró en cuclillas junto a una pared maciza de hielo azulado. Vibraba de emoción; levantó rápidamente los ojos hacia Arthur.

—¡Mira— dijo—, mira!

Arthur miró y vio una pared maciza de hielo azulado.

—Sí— dijo—, es un glaciar. Ya lo había visto.

—No— dijo Ford—; lo has mirado, pero no lo has visto. Mira.

Ford señalaba a las profundidades del hielo.

Arthur miró; no vio nada, salvo sombras vagas.

—Retírate un poco— insistió Ford—; vuelve a mirar. Arthur se apartó y miró de nuevo.
— Nada— manifestó, encogiéndose de hombros—. ¿Qué es lo que tengo que ver?

Y, de pronto, lo vio.

—¿Lo ves?

Lo vio.

Abrió la boca para hablar, pero su cerebro decidió que aún no tenía nada que decir y volvió a cerrarla. Entonces, su mente empezó a luchar con el problema de lo que sus ojos le decían que estaba viendo, pero al hacerlo perdió el control de la boca, que en seguida volvió a abrirse. Una vez más, al retener la mandíbula, su cerebro perdió el dominio de la mano izquierda, que empezó a moverse sin sentido de un lado para otro. Durante un segundo más o menos, su mente trató de dominar la mano izquierda sin perder el control de la boca, al tiempo que intentaba pensar en lo que estaba enterrado en el hielo, razón por la cual le cedieron las piernas y cayó tranquilamente al suelo.

Lo que produjo todos esos trastornos neuronales era una red de sombras en el hielo, a unos cuarenta centímetros de profundidad. Miradas desde cierto ángulo, se resolvían claramente en contornos de letras de un alfabeto extraño, de unos noventa centímetros de longitud; y para aquellos que, como Arthur, no sabían leer magratheano, encima de las letras se veía el óvalo de una cara flotando en el hielo.

Era un rostro viejo, enjuto y distinguido, cargado de ansiedad pero no severo.

Era el rostro del hombre que había ganado un premio por diseñar la línea costera que, ya seguros de su nombre, ahora pisaban.

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