El restaurante del Fin del Mundo (23 page)

—Muy divertido— comentó—; pero ¿os habéis dado cuenta de que se están muriendo?

En el viaje de vuelta, Ford y Arthur habían atravesado dos aldeas en ruinas y habían visto muchos cadáveres de nativos en los bosques, a donde se habían arrastrado para morir. Los que aún vivían, parecían agotados y apáticos, como si padecieran alguna enfermedad del espíritu y no del cuerpo. Se movían despacio y con una tristeza infinita. Les habían arrebatado el futuro.

—¡Están muriendo!— repitió Ford—. ¿Sabéis lo que eso significa?

—Hummm...— volvió a terciar el bromista—. ¿No deberíamos venderles un seguro de vida?

Ford lo ignoró y se dirigió a la multitud entera.

—¡No podéis entender— dijo— que han empezado a morir desde que nosotros llegamos aquí!

—En realidad— dijo la muchacha de los estudios de mercado—, eso está saliendo muy bien en el documental, y da ese toque conmovedor que es la impronta de una película verdaderamente buena. Es un productor muy comprometido.

—Debe de serlo— masculló Ford.

—Supongo— dijo la muchacha, volviéndose para dirigirse al Capitán, quien empezaba a asentir con la cabeza— que ahora querrá convencerle a usted, Capitán.

—¡Ah! ¿De veras?— dijo, sobresaltándose un poco—. Es muy amable de su parte.

—El tiene una posición muy difícil, ¿sabes? La carga de la responsabilidad, la soledad del mando...

Durante un momento, el Capitán emitió una serie de interjecciones mientras pensaba en ello.

—Pues yo no exageraría mi posición ¿sabes?— dijo al cabo—, uno nunca está solo con un pato de goma.

Alzó el pato en alto y la multitud prorrumpió en vítores apreciativos.

Entretanto, el consejero de dirección estaba sentado en silencio absoluto, con las puntas de los dedos puestas sobre las sienes para indicar que estaba aguardando y que esperaría todo el día si era necesario.

En ese momento decidió que, después de todo, no iba a esperar todo el día, sino que fingiría que la última media hora no había pasado.

Se puso en pie.

—Si pudiéramos pasar un momento al tema de la política fiscal...— dijo brevemente.

—¡Política fiscal!— gritó Ford Prefect—. ¡Política fiscal!

El consejero de dirección le lanzó una mirada que sólo un pez dípneo podría haber imitado.

—Política fiscal...— repitíó, eso es lo que he dicho.

—¿Cómo podéis tener dinero— preguntó Ford—, si ninguno de vosotros produce nada? No crece de los árboles ¿sabéis?

—Si me permite continuar...

Ford asintió de mala gana.

—Gracias. Como hace unas semanas decidimos adoptar la hoja como moneda legal, todos somos inmensamente ricos.

Ford miró incrédulo a la multitud, que lanzó un murmullo apreciativo y empezó a acariciar ávidamente los fajos de hojas de que tenían rellenos los monos de correr.

—Pero también tenemos— prosiguió el consejero de dirección— un pequeño problema inflacionario debido al alto grado de disponibilidad de la hoja, lo que significa, según creo, que en la tasa actual se necesitan tres bosques efímeros para comprar una bagatela.

Murmullos de alarma recorrieron la multitud. El consejero de dirección los acalló con un gesto.

—De manera que, con el fin de solucionar ese problema— prosiguió— y revaluar la hoja de modo eficaz, estamos a punto de iniciar una campaña de defoliación general, y... hummm, quemaremos todos los bosques. Creo que todos estaréis de acuerdo en que es una medida sensata, dadas las circunstancias.

La multitud pareció un tanto indecisa durante unos momentos, hasta que alguien observó que eso incrementaría mucho el valor de las hojas que tenían en los bolsillos, y entonces empezaron a dar gritos de placer y, puestos en pie, dedicaron una ovación al consejero de dirección. Los contables esperaban que el otoño sería provechoso.

—Estáis todos locos— explicó Ford Prefect—. Estáis absolutamente chiflados— sugirió—. Sois un hatajo de chalados de remate— opinó.

La marea de opinión empezaba a volverse contra él. Lo que empezó como una diversión excelente, se había ahora deteriorado, según el punto de vista de la gente, convirtiéndose en una pura ofensa, y como ésta se dirigía principalmente a ellos, se habían molestado.

Al notar el cambio que había en el aire, la muchacha de los estudios de mercado se volvió hacía él.

—Tal vez sea pertinente— dijo— preguntarte qué has estado haciendo durante todos estos meses. Tú y ese otro intruso que no hemos visto desde el día que llegamos.

—Hemos estado de viaje— dijo Ford—. Lo intentamos y averiguamos algo acerca de este planeta.

—Ya— repuso la muchacha socarronamente—, eso no me parece muy productivo.

—¿No? Pues tengo noticias para ti, encanto. Hemos descubierto el futuro de este planeta.

Ford esperó a que su anuncio surtiera efecto. No produjo ninguno. No sabían de qué hablaba.

Prosiguió:

—Me importa un par de riñones de dingo fétido lo que decidáis hacer en lo sucesivo. Quemad los bosques, cualquier cosa; no importará lo más mínimo. Vuestra historia futura ya ha sucedido. Tenéis dos millones de años, y eso es todo. Al final de ese tiempo vuestra raza se extinguirá, y en buena hora. ¡Recordadlo; dos millones de años!

La multitud, molesta, hizo comentarios en voz baja. Gente como ellos, que se había hecho rica de repente, no debería verse obligada a escuchar esa clase de tonterías. Si le dieran una o dos hojas a ese tipo, tal vez se marcharía.

No necesitaron molestarse. Ford ya salía del claro con aire majestuoso, deteniéndose únicamente para menear la cabeza hacia el Número Dos, que disparaba su Mat-O-Mata contra unos árboles cercanos.

Se volvió una vez.

—¡Dos millones de años!— dijo, y lanzó una carcajada.

—Bueno— dijo el Capitán con una sonrisa tranquilizadora—, todavía tengo suficiente tiempo de darme unos baños más. ¿Puede alguien pasarme la esponja? Se me acaba de caer fuera.

33

A un kilómetro y medio hacia el interior del bosque, Arthur Dent estaba demasiado ocupado en su tarea para oír que se acercaba Ford Prefect.

Lo que hacía era bastante curioso, y se trataba de lo siguiente: en un trozo de peña ancho y plano había arañado la forma de un gran cuadrado, que subdividió en ciento sesenta y nueve cuadrados más pequeños, situando trece a cada lado.

Además, había reunido un montón de piedras planas más pequenas y dibujado la forma de una letra en cada una. Sentados ociosamente en torno a la roca, había dos supervivientes de los indígenas locales a quienes trataba de explicar los curiosos conceptos grabados en las piedras.

Hasta el momento no se habían portado bien. Habían tratado de comerse algunas, de enterrar otras y de tirar lejos el resto. Finalmente, Arthur había animado a uno de ellos a poner un par de piedras sobre el tablero que había grabado, cosa que era mucho menos de lo que había logrado el día anterior, junto con el rápido deterioro de la moral de aquellas criaturas, parecía haber un desgaste proporcional en su inteligencia.

Con el fin de despertar su interés, Arthur colocó una serie de letras en el tablero, y luego invitó a los nativos a que pusieran otras por su cuenta.

La cosa no marchaba bien.

Ford observaba calladamente junto a un árbol cercano.

—No— dijo Arthur a uno de los nativos que había desplazado unas letras en un acceso de abatimiento—. La Q vale diez, y completa tres palabras; así... mira, ya te he explicado las reglas...; no, no, mira, por favor, suelta esa quijada...; muy bien, empezaremos de nuevo. Y esta vez trata de concentrarte.

Ford se apoyó en el árbol con el codo y se puso la mano en la cabeza.

—¿Qué estás haciendo, Arthur?— preguntó con voz queda.

Arthur alzó la vista, sobresaltado. De pronto tuvo la impresión de que todo aquello podía parecer un tanto ridículo. Lo único que sabía es que había sido como un sueño para él cuando era niño. Pero entonces las cosas eran diferentes, o lo serían, mejor dicho.

—Intento enseñar a jugar a las letras a los trogloditas— contestó.

—No son trogloditas— corrigió Ford.

—Parecen trogloditas. Ford lo dejó pasar.

—Ya veo— dijo.

—Es una labor muy difícil— prosiguió cansadamente Arthur—; lo único que saben articular es un gruñido, ignoran cómo se deletrea.

Suspiró y se recostó en su asiento.

—¿Qué piensas conseguir con esto?— preguntó Ford.

—¡Tenemos que animarlos para que evolucionen! ¡Para que se desarrollen!— exclamó Arthur, lleno de ira. Esperaba que el débil suspiro y luego la cólera contrarrestasen la creciente impresión de ridículo que estaba sufriendo. No fue así. Se puso en pie de un salto.

—¿Te imaginas qué mundo sería el que resultara de esos... cretinos con quienes hemos venido?— preguntó.

—¿Imaginarme?— dijo Ford, enarcando las cejas—. No necesitamos imaginárnoslo. Lo hemos visto.

—Pero...— Arthur movió los brazos en un gesto de impotencia.

—Lo hemos visto— repitió Ford—, no hay escapatoria.

Arthur dio una patada a una piedra.

—¿Les has dicho lo que hemos descubierto?— preguntó.

—¿Hummmm?— dijo Ford, sin enterarse del todo.

—Noruega— dijo Arthur—, la firma de Slartibartfast en el glaciar. ¿Se lo has dicho?

—¿Para qué?— dijo Ford—. ¿Qué sentido tendría para ellos?

—¿Sentido?— dijo Arthur—. ¿Sentido? Tú sabes perfecta mente lo que significa. ¡Significa que este planeta es la Tierra! ¡Es mi hogar! ¡Es donde he nacido!

—¿He nacido?— repitió Ford.

—Bueno, donde naceré.

—Sí, dentro de dos millones de años. ¿Por qué no les dices eso? Ve a decirles: «Disculpadme, me gustaría indicar que dentro de dos millones de años naceré a unos kilómetros de aquí.» A ver qué dicen. Te perseguirán hasta que te subas a un árbol y luego le prenderán fuego.

Arthur asimiló aquello con profunda desdicha.

—Afróntalo— dijo Ford—, aquellos energúmenos son tus ancestros, y no estas pobres criaturas.

Se acercó a donde los simiescos seres revolvían los caracteres de piedra. Meneó la cabeza.

—Guarda el juego de las letras, Arthur— aconsejó—; no salvará a la humanidad, porque esta gente no va a constituir la raza humana. En estos momentos, la raza humana está sentada en torno a una roca al otro lado de esta colina, realizando documentales sobre sí misma.

Arthur dio un respingo.

—Ha de haber algo que podamos hacer— dijo.

Un tremendo sentimiento de desolación se apoderó de él ante la idea de que estaba en la Tierra; en la Tierra, que había perdido su futuro en una catástrofe horrible y arbitraria, y que ahora también parecía perder su pasado.

—No— dijo Ford—, no podemos hacer nada. Mira, esto no va a cambiar la historia de la Tierra,
ésta
es la historia de la Tierra. Te guste o no, tú desciendes de la raza de los golgafrinchanos. Dentro de dos millones de años serán destruidos por los vogones. La historia nunca se altera, ¿comprendes?; sino que sus partes encajan como piezas de un rompecabezas. La vida es una cosa muy rara, ¿verdad?

Cogió la letra Q y la arrojó hacia unos aligustres, donde dio a un conejito. El conejo salió aterrorizado y no se detuvo hasta encontrarse con un zorro, que se lo comió y se atraganto con uno de sus huesos, muriendo a la orilla de un arroyo que se lo llevó después con la corriente.

Durante las semanas siguientes, Ford Prefect se tragó el orgullo y entabló relaciones con una muchacha que había trabajado en una oficina de empleo en Golgafrinchan; el betelgeusiano se apenó muchísimo cuando la muchacha murió de repente a consecuencia de haber bebido agua en una charca contaminada por el cadáver del zorro. La única moraleja que puede extraerse de esta historia es que jamás debería arrojarse la letra Q a unos aligustres, pero lamentablemente hay veces en que es inevitable.

Como la mayoría de las cosas verdaderamente cruciales de la vida, esta cadena de acontecimientos resultaba completamente invisible para Ford Prefect y Arthur Dent, que miraban tristemente cómo uno de los nativos revolvía malhumorado las demás letras.

—Pobrecitos trogloditas— dijo Arthur.

—No son...

—¿Qué?

—No importa— dijo Ford.

La desdichada criatura dejó escapar un alarido patético y empezó a dar golpes en la roca.

—Para ellos todo ha sido una pérdida de tiempo, ¿verdad?— dijo Arthur.

—Uh uh urghhhhh— murmuró el nativo, dando nuevos golpes en la roca.

—Los esterilizadores de teléfonos han destruido su evolución.

—¡Urgh, grr grr, gruh!— insistió el nativo, sin parar de dar golpes en la roca.

—¿Por qué no deja de dar golpes en la roca?— preguntó Arthur

—Probablemente quiere jugar otra vez— dijo Ford—; está señalando a las letras.

—A lo mejor vuelve a poner «crzgrdwldiwdc», el pobre hijoputa. No he parado de decirle que en «crzgrdwldiwdc» sólo hay una G.

El nativo empezó de nuevo a golpear la roca.

Miraron por encima de su hombro.

Los ojos se les salieron de las órbitas.

Entre el revoltijo de letras había catorce colocadas en línea recta.

Leyeron dos palabras.

Las palabras eran las siguientes:

«CUARENTA Y DOS.»

—Urrrurgh gruh guh— explicó el nativo. Con un gesto de ira, desperdigó las palabras y se fue a haraganear debajo de un árbol con su compañero.

Ford y Arthur lo observaron con fijeza. Luego se miraron el uno al otro.

—¿Decían esas letras lo que me ha parecido que decían?— preguntaron los dos a la vez.

—Sí— contestaron ambos.

—Cuarenta y dos— dijo Arthur.

—Cuarenta y dos— dijo Ford.

Arthur se acercó corriendo a los dos nativos.

—¿Qué estabas tratando de decirnos?— gritó—. ¿Qué significaba eso?

Uno de ellos rodó por el suelo, alzó las piernas, se las topó en el aire, dio otras vueltas más y se quedó dormido.

El otro se encaramó al árbol de un salto y arrojó castañas a Ford Prefect. Sea lo que fuere lo que tenían que decir, ya lo habían dicho.

—¿Sabes lo que significa esto?— preguntó Ford.

—No del todo.

—Cuarenta y dos es el número que dio Pensamiento Profundo como Respuesta Última.

—Sí.

—Y la Tierra es el ordenador que Pensamiento Profundo proyectó y construyó para calcular la Pregunta de la Respuesta Ultima.

—Eso es lo que quieren que creamos.

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