Read El restaurante del Fin del Mundo Online
Authors: Douglas Adams
—Y la vida orgánica formaba parte de la matriz del ordenador.
—Si tú lo dices...
—Lo digo yo. Eso significa que estos nativos, estas criaturas simiescas, forman parte integrante del programa del ordenador, y que nosotros y los golgafrinchanos no lo somos.
—Pero los trogloditas se están extinguiendo, y es evidente que los golgafrinchanos están dispuestos a sustituirlos.
—Exactamente. Así que, ya ves lo que significa.
—¿Qué?
—Echa un vistazo— dijo Ford. Arthur miró en torno.
—Este planeta lo va a pasar muy jodido— dijo.
Ford se quedó perplejo durante un momento.
—Sin embargo, algo podrá sacarse de él— dijo al fin—, porque Marvin dijo que veía la pregunta grabada en las circunvoluciones de tu cerebro.
—Pero...
—Probablemente, la que no era; o una distorsión de la verdadera. Pero si la encontráramos, podría darnos una pista. Aunque no sé cómo lo haríamos.
Se desanimaron durante un rato. Arthur se sentó en el suelo y empezó a arrancar hierba, pero descubrió que no era una ocupación que le absorbiese mucha atención. La hierba no era algo en lo que pudiera creer; los árboles parecían absurdos; las onduladas colinas parecían descender a ninguna parte y el futuro era como un túnel por el que había que pasar a gatas.
Ford manipuló el Sub-Eta Sens-O-Mático, que no emitió sonido alguno. Suspiró y lo volvió a guardar.
Arthur cogió una de las letras de piedra de su juego casero. Era una M. Suspiró y volvió a dejaría en el tablero. La siguiente letra que alzó fue una I; luego, una E; y después, una R. Se leía: «MIER». A su lado puso otras dos letras; dio la casualidad de que eran la A y la D. Por una coincidencia curiosa, la palabra resultante se ajustaba perfectamente al estado de ánimo que en aquellos momentos sentía Arthur hacia las cosas. La miró fijamente durante un momento. No lo había hecho con deliberación, no era más que un producto del azar, Su cerebro echó a andar despacio, en primera velocidad.
—Ford— dijo de repente—. Mira, si esa Pregunta está grabada en mi cerebro pero no llega a mi conciencia, tal vez se encuentre en algún sitio de mi subconsciente.
—Sí, supongo que sí.
—Debe haber algún medio de sacar a la luz esa imagen inconsciente.
—¿Ah, sí?
—Sí; introducir un elemento al azar que pueda configurar dicha imagen.
—¿Cómo cuál?
—Sacar a ciegas de una bolsa caracteres del juego de las letras.
Ford se puso en pie de un salto.
—¡Brillante idea!— exclamó.
Sacó la toalla del bolso y con unos nudos diestros la transformó en una bolsa.
—Es absolutamente demencial— comentó—, una completa idiotez. Pero lo haremos porque es una estupidez brillante. Vamos, vamos.
El sol se ocultó respetuosamente detrás de una nube. Cayeron unas gotas de lluvia, pequeñas y tristes.
Agruparon todas las letras restantes y las dejaron caer en la bolsa. Las removieron.
—Bien— dijo Ford—; cierra los ojos. Sácalas. Venga, venga, vamos.
Arthur cerró los ojos y metió la mano en la toalla llena de piedras. Descartó algunas, sacó seis y se las tendió a Ford, que las colocó en el suelo en el orden en que las había recibido.
—C— dijo Ford—, U, A, L, E, S... ¡Cuál es! Parpadeó.
— ¡Me parece que da resultado!— exclamó. Arthur le pasó otras seis.
— E, L, R, E, S, U... Elresu. Vaya, quizá no dé resultado— dijo Ford.
—Toma otras tres.
—U, L, T... Elresult... Me temo que no tiene sentido.
Arthur sacó otras tres de la bolsa. Ford las puso en su sitio.— A, D, O, el resultado... ¡El resultado!— gritó Ford—. ¡Da resultado! ¡Es asombroso, da resultado de verdad!
—Toma más— Arthur las sacaba febrilmente, tan rápido como podía.
—D, E— dijo Ford— M, U, L, T, I, P, L, I, C, A, R... Cuál es el resultado de multiplicar... S, E, I, S... seis... P, O, R, por... N, U, E, V, E...— Hizo una pausa—. Venga, ¿dónde está la siguiente?
—Pues no hay más— dijo Arthur—, ésas son todas las que había.
Se recostó en su asiento, perplejo.
Volvió a meter la mano en la toalla anudada, pero no quedaban letras.
—¿Ya están todas?
—Sí.
Seis por nueve. Cuarenta y dos.— Ya está, eso es todo lo que hay.
Salió el sol y resplandeció alegremente sobre ellos. Se oyó el canto de un pájaro. Una brisa cálida flotó entre los árboles, alzando la cabeza de las flores y llevando su fragancía a través del bosque. Un insecto pasó con un zumbido de camino a lo que hagan los insectos a última hora de la tarde. El rumor de voces melodiosas que se filtraba entre los árboles fue seguido poco después por la presencia de dos muchachas que se detuvieron sorprendidas a la vista de Ford Prefect y Arthur Dent, tendidos en el suelo, agonizando al parecer, pero que en realidad se desternillaban silenciosamente de risa.
—No, no os vayáis— gritó Ford Prefect, jadeante—. Estaremos con vosotras dentro de un momento.
—¿Qué pasa?— preguntó una de las chicas. Era la más alta y delgada de las dos. En Golgafrinchan había sido funcionaría subalterna en una oficina de empleo, pero no le había gustado mucho.
Ford recobró la serenidad.
—Disculpadme— dijo—. Hola. Mi amigo y yo estábamos examinando, estudiando el sentido de la vida. Una actividad frívola.
—¡Pero si eres tú!— exclamó la muchacha—. Vaya espectáculo que has dado esta tarde. Al principio estuviste muy divertido, pero luego nos empezaste a joder un poco.
—¿Ah, sí? Claro.
—Sí. ¿A qué venía todo eso?— preguntó la otra chica, más baja que la otra, de cara redonda, que había sido directora artística de una compañía de publicidad de Golgafrinchan. Fueran las que fuesen las calamidades de su mundo, ella dormía profundamente todas las noches, agradecida por el hecho de que por la mañana no tendría que vérselas con un centenar de fotografías casi idénticas de tubos de pasta de dientes.
—¿A qué? A nada. Nada es algo— dijo alegremente Ford Prefect—. Quedaos con nosotros. Yo me llamo Ford, y éste es Arthur. Estábamos a punto de no hacer absolutamente nada durante un rato, pero eso puede esperar.
Las chicas lo miraron recelosas.
—Yo me llamo Agda— dijo la más alta—, y ésta es Mella.
—Hola, Agda; hola, Mella— dijo Ford.
—¿Sabes hablar?— preguntó Mella a Arthur.
—De cuando en cuando— dijo Arthur, sonriendo—, pero no tanto como Ford.
—Bien.
Hubo una breve pausa.
—¿Qué querías decir— preguntó Agda— con eso de que sólo teníamos dos millones de años? No pude entender lo que decías.
—¡Ah, eso!— dijo Ford—. No tiene importancia.
—No es más que el mundo será demolido para dar paso a una vía de circunvalación hiperespacial— dijo Arthur, encogiéndose de hombros—, pero para eso faltan dos millones de años, y de todos modos esas son las cosas que hacen los vogones.
—¿Los vogones?— dijo Mella.
—Sí, tú no los conoces.
—¿De dónde sacas esa idea?
—No importa, de verdad. No es más que un sueño del pasado; o del futuro. Arthur sonrió y miró a otro lado.
— ¿No os preocupa el que no digáis nada sensato?— preguntó Agda.
—Mirad, olvidadlo— dijo Ford—; olvidadlo todo. Nada tiene importancia. Mirad, hace un día espléndido: disfrutadlo. El sol, la hierba de las colinas, el río que corre por el valle, los árboles incendiados.
—Aunque sólo sea un sueño, es una idea bastante horrible— manifestó Mella—: destruir un mundo sólo para hacer una via de circunvalación.
—Pues he oído cosas peores— dijo Ford—; he leído que a un planeta de la séptima dimensión lo utilizaron como bola en un billar intergaláctico. De un golpe, lo metieron directamente en un agujero negro. Murieron diez millones de personas.
—¡Qué locura!— dijo Mella.
—Sí, además sólo marcó treinta puntos.
Agda y Mella intercambiaron miradas.
—Escuchad— dijo Agda—, esta noche hay una fiesta después de la reunión del comité. Podéis venir, si queréis.
—Sí, vale— dijo Ford.
—Me gustaría ir— dijo Arthur.
Muchas horas después, Arthur y Mella se sentaron a ver salir la luna sobre el débil resplandor rojo de los árboles.
—Esa historia de que el mundo será destruido...— empezó a decir Mella.
—Sí, dentro de dos millones de años.
—Lo dices como si creyeras que es verdad.
—Sí, me parece que lo es. Creo que lo presencié.
La muchacha meneó la cabeza, perpleja.
—Eres muy raro— dijo.
—No, soy muy corriente— dijo Arthur—, pero me han pasado cosas muy raras. Podría decirse que soy más diferenciado que diferente.
—¿Y ese mundo de que habló tu amigo, el que metieron en un agujero negro?
—Ah, de eso no sé nada. Parece algo del libro.
—¿De qué libro? Arthur hizo una pausa.
—La
Guía del autoestopista galáctico
— dijo al cabo.
—¿Qué es eso?
—Pues nada, algo que he tirado al río esta mañana. No creo que vaya a necesitarlo más— dijo Arthur Dent.
[1]
Juego de palabras con
Playboy
; si esta última significa "hombre de mundo",
Playbeing
puede traducirse como "criatura de mundo" o como "vida mundana". (N. del T.)