El restaurante del Fin del Mundo (18 page)

Buen muchacho, el Número Uno. No era de los más listos, tenía una curiosa dificultad en hacerse la lazada de los zapatos, pero a pesar de todo era un oficial excelente. El capitán no era hombre que diera una patada a alguien que estuviese agachado haciéndose la lazada de los zapatos, por mucho que tardase. No se parecía al desagradable Número Dos, que se pavoneaba por toda la nave, abrillantándose los botones y comunicando informes a cada hora: «La nave sigue avanzando, Capitán.» «Seguimos el rumbo, Capitán.» «Los niveles de oxígeno siguen manteniéndose, Capitán.» «Déjalo», solía ser el dictamen del Capitán. Ah, sí; eso era lo que le había causado irritación. Bajó la vista y miró al Número Uno.

—Sí, Capitán, gritaba que había encontrado unos prisioneros o algo así...

El Capitán reflexionó. Le parecía muy improbable, pero él no era de los que ponían trabas a sus oficiales.

—Bueno, tal vez eso le tenga contento durante algún tiempo— dijo—. Siempre ha querido tener prisioneros.

Ford Prefect y Arthur Dent avanzaban cansadamente por los pasillos de la nave que, al parecer, no tenían fin. El Número Dos iba detrás de ellos, gritando de vez en cuando órdenes de que no hicieran falsos movimientos ni intentaran ningún truco. Les parecía que habían recorrido al menos un kilómetro y medio de paredes recubiertas de arpillera marrón. Al fin llegaron a una amplia puerta de acero que se abrió a un grito del Número Dos.

Entraron.

A ojos de Ford Prefect y de Arthur Dent, lo más extraordinario del puente de la nave no era el diámetro de quince metros de la cúpula hemisférica que lo cubría y a través de la cual les inundaba el brillo cegador de las estrellas: para gente que ha comido en el Restaurante del Fin del Mundo, tales maravillas son un lugar común. Como tampoco lo era el impresionante despliegue de instrumentos que atestaban la larga pared circular de la estancia. Para Arthur, aquél era el aspecto que tradicionalmente se atribuía a una nave espacial. A Ford le parecía totalmente anticuado: le confirmaba la sospecha de que la nave de efectos especiales de Zona Catastrófica los había llevado un millón de años, si no dos, antes de su propia época.

No, lo que de verdad les dejó perplejos fue la bañera.

La bañera se elevaba sobre un pedestal de dos metros de cristal azul toscamente labrado, y era una monstruosidad barroca que no solía verse con frecuencia fuera del Museo de Fantasías Morbosas de Maximegalón. Un revoltijo de cañerías, semejante a un intestino, se destacaba en pan de oro, en vez de haberse enterrado decentemente a media noche en una tumba anónima; los grifos y la alcachofa de la ducha habrían sobresaltado a una gárgola.

Como parte central y dominante del puente de una astronave era tremendamente desacertado, y el Número Dos entró con el aire de irritación de un tripulante que era consciente de ello.

—¡Capitán, señor!— gritó con los dientes apretados; operación difícil, pero había tenido años para perfeccionarla.

Una cara grande y jovial y un brazo amistoso cubierto de espuma emergieron por el borde de la monstruosa bañera.

—¡Ah! Hola, Número Dos— dijo el Capitán, saludándole alegremente con una esponja—. ¿Has pasado un buen día?

El Número Dos se cuadró más todavía.

—Le he traído los prisioneros que he localizado en la cámara de congelación número siete, señor— ladró.

Ford y Arthur tosieron confundidos.

—Hmmm... hola— dijeron al unísono.

El Capitán los saludó con una inclinación. Así que era verdad que el Número Dos había atrapado a unos prisioneros. Vaya, bien hecho, pensó el Capitán; es agradable ver cómo un individuo realiza las tareas para las que está mejor dotado.

—Hola— les dijo—. Disculpad que no me levante, estoy tomando un baño rápido. Bueno, beberemos una ronda de yinitónix. Mira en la nevera, Número Uno.

—Desde luego, señor.

Resulta curioso, y es un hecho al que nadie sabe exactamente cuánta importancia darle, que alrededor del 85% de todos los mundos conocidos de la Galaxia, ya sean primitivos o muy avanzados, hayan inventado una bebida llamada yinitónix, gi-NT'N-ix, yini-onix o cualquiera de las mil y una variaciones del mismo tema fonético. Las bebidas no son las mismas y varían entre los «chininto/mnigs» de Sivolvia, que es agua corriente servida a una temperatura ligeramente superior a la del ambiente, y los «tzjin-antoni-cs» de Gagrakackán, que matan a una vaca a cien pasos de distancia; y, en realidad, el único denominador común entre todos ellos, aparte de que los nombres suenen lo mismo, es que todos fueron inventados y recibieron su nombre antes de que sus mundos respectivos establecieran contacto con otras civilizaciones.

¿Qué puede deducirse de tal hecho? Que existe en aislamíento total. Por lo que concierne a cualquier teoría de lingüística estructural, ello queda fuera de toda representación gráfica, pero el tema sigue vivo. Los antiguos lingüistas estructurales se enfadaron mucho cuando los modernos lingüistas estructurales decidieron seguir con el tema. Los modernos lingüistas estructurales sienten por él un entusiasmo profundo y lo estudian hasta horas avanzadas de la noche, convencidos de que se hallan cerca de algo de suma importancia, para terminar siendo lingüistas estructurales antiguos antes de tiempo y enfadarse mucho con los modernos. La língüística estructural es una disciplina incómoda, donde existen amargas disensiones, y gran número de sus estudiosos pasan muchas noches ahogando sus problemas en Zodahs Ouisghianos.

El Número Dos permanecía en pie frente a la bañera del Capitán, temblando de frustración,

—¿Quiere interrogar a los prisioneros, señor?— chilló.

El Capitán lo miró estupefacto.

—¿Por qué demonios golgafrinchanos debería hacerlo?— preguntó.

—¡Para obtener información de ellos, señor! ¡Para averiguar por qué han venido aquí!

—¡Oh, no, no, no!— dijo el Capitán—. Me figuro que se habrán dejado caer por aquí para tomar un yinitónix, ¿no?

—¡Pero son mis prisioneros, señor! ¡He de interrogarlos!

El Capitán los miró indeciso.

—Pues si tienes que hacerlo, de acuerdo— dijo—. Pregúntales qué quieren beber.

Un duro y frío destello surgió en los ojos del Número Dos. Se acercó despacio a Ford Prefect y a Arthur Dent.

—Muy bien. Tú, basura; y tú, bribón...— dijo, hundiendo la Mat— O— Mata en el cuerpo de Ford.

—Tranquilo, Número Dos— le reprendió suavemente el Capitán.


¡¡¡Qué queréis beber!!!
— gritó.

—Pues a mí, el yinitónix me parece muy bien— dijo Ford—. ¿Y a ti, Arthur?

—¿Cómo? Pues, humm, sí— dijo éste, parpadeando.


¿Con hielo o sin hielo?
— aulló el Número Dos.

—Con hielo, por favor— dijo Ford.


¿¿¿Limón???

—Sí, por favor— contestó Ford—. ¿Tenéis alguna galletita? Ya sabes, de esas de queso.


¡¡¡¡Soy yo quien hace las preguntas!!!
— aulló el Número Dos, con el cuerpo estremecido de furia apoplética.

—Oye, Número Dos...— intervino el Capitán en tono suave.

—¿Señor?

—Sé buen chico y lárgate, ¿quieres? Estoy tratando de tomar un baño relajante.

Los ojos del Número Dos se estrecharon hasta formar lo que en el oficio de la Gente que Grita y Mata se denomina como rendijas frías, y cuya idea es, presumiblemente, dar al contrincante la impresión de que uno ha perdido las gafas o tiene dificultades para mantenerse despierto. Hasta el momento, sigue sin resolverse el problema de por qué ello resulta tan aterrador.

Se acercó al Capitán; sus labios (los del Número Dos) formaban una línea fina y dura. Una vez más, resulta difícil saber por qué se considera esto como una conducta agresiva. Si uno se pierde en la selva de Traal y tropieza de pronto con la fabulosa Voraz Bestia Bugblatter, debería tener razones para agradecer el que su boca fuese una línea fina y dura en vez de, como ocurre habitualmente, una gran abertura repleta de colmillos babeantes.

—¿¡Puedo recordarle, señor— siseó el Número Dos al Capitán—, que ya lleva
tres años
metido en la bañera!?

Una vez lanzada la réplica final, el Número Dos giró sobre sus talones y se encaminó airosamente a un rincón para practicar rápidos movimientos de ojos en el espejo.

El Capitán se contorsionó en la bañera. Dirigió a Ford Prefect una débil sonrisa.

—Es que, en un trabajo como el mío, se necesita mucho descanso— explicó.

Ford bajó poco a poco las manos. No provocó reacción alguna.

Con movimientos cuidadosos y lentos, Ford avanzó hacia el pedestal de la bañera. Le dio unas palmaditas.

—Muy bonito— mintió.

Se preguntó si no sería peligroso sonreír. Muy despacio, y con cuidado, sonrió. No había peligro.

—Pues...— dijo al Capitán.

—¿Sí?— preguntó éste.

—No sé— prosiguió Ford— si podría preguntarle en qué consiste realmente su trabajo.

Una mano le dio un golpecito en el hombro. Se volvió en redondo.

Era el primer oficial.

—Las bebidas.

—¡Ah, gracias!— dijo Ford. Arthur y él cogieron sus yinitónix. Arthur dio un sorbo al suyo y se sorprendió al descubrir que sabía mucho a whisky con soda.

—Me refiero a que no he tenido más remedio que fijarme— dijo Ford, dando un sorbo del suyo— en los cuerpos. En la cabina de carga.

—¿Cuerpos?— dijo el Capitán, sorprendido.

Ford hizo una pausa para reflexionar. Nunca des nada por sentado pensó. ¿Era posible que el Capitán no supiese que llevaba quince millones de cadáveres a bordo de su nave?

El Capitán asentía alegremente con la cabeza. También parecía que jugaba con un pato de goma.

Ford miró alrededor. El Número Dos lo miró fijamente en el espejo, pero sólo un momento: sus ojos se movían sin cesar. El primer oficial se limitaba a seguir de pie, sosteniendo la bandeja de las bebidas con una sonrisa benévola.

—¿Cuerpos?— repitió el Capitán, Ford se lamió los labios.

—Sí— dijo—. Ya sabes, todos esos esterilizadores telefónicos y directivos de contabilidad muertos, allá abajo, en la bodega.

El Capitán lo miró fijamente. De pronto, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.

—¡Pero si no están muertos!— dijo—. ¡Santo Dios, no! Están congelados. Se les va a revivir.

Ford hizo algo que muy rara vez hacía. Pestañeó.

Arthur pareció salir de un trance.

—¿Quieres decir que tienes una bodega llena de peluqueros congelados?

—Sí, sí— confirmó el Capitán—. Millones. Peluqueros, productores de televisión agotados, vendedores de seguros, funcionarios de oficinas de empleo, guardias de seguridad, directivos de relaciones públicas, consejeros de administración, lo que tú quieras. Vamos a colonizar otro planeta.

Ford se tambaleó ligeramente.

—Emocionante, ¿verdad?— dijo el Capitán,

—¡Cómo! ¿Con esa carga?— preguntó Arthur.

—Bueno, no me interpretes mal— dijo el Capitán—; no somos más que una de las naves de la Flota del Arca. Somos el Arca «B», ¿entiendes? Disculpa, ¿puedes abrirme un poco más el grifo del agua caliente?

Arthur le hizo el favor, y una cascada de agua espumosa remolineó en la bañera. El Capitán dejó escapar un suspiro de placer.

—Muchas gracias, querido amigo. Desde luego, podéis serviros otra copa.

Ford dejó la copa, cogió la botella de la bandeja del primer oficial y se llenó el vaso hasta arriba.

—¿Qué es un Arca «B»?— preguntó.

—Esto— respondió el Capitán, agitando alegremente el agua espumosa con el pato.

—Sí— dijo Ford—, pero...

—Bueno, mira, lo que ha pasado— dijo el Capitán— es que nuestro planeta, el mundo de donde venimos, estaba condenado, por decirlo así.

—¿Condenado?

—Sí, claro. Así que la idea que se le ocurrió a todo el mundo fue meter a toda la población en varias astronaves gigantes para ir a asentarnos en otro planeta.

Tras contar toda esa historia, se echó hacia atrás con un gruñido de satisfacción.

—¿Te refieres a otro menos condenado?— saltó Arthur.

—¿Qué has dicho, querido amigo?

—Que si ibais a asentamos en otro planeta menos condenado.

—Sí, vamos a instalarnos en otro. De manera que se decidió construir tres naves, ¿comprendéis?; tres Arcas en el Espacio, y... ¿No os estaré aburriendo, verdad?

—No, no— dijo Ford en tono firme—; es fascinante.

—¿Sabéis una cosa? Resulta delicioso tener a alguien con quien hablar— reflexionó el Capitán.

Los ojos del Número Dos se movieron febrilmente por la estancia y luego quedaron fijos en el espejo, como un par de moscas momentáneamente distraídas de su trozo favorito de carne con un mes de antigüedad.

—El problema que tiene un viaje largo como éste— continuó el Capitán—, es que se termina hablando solo, lo que resulta tremendamente aburrido porque la mayoría de las veces uno sabe lo que va a decir a continuación.

—¿Sólo la mitad de las veces?— preguntó Arthur, sorprendido.

El Capitán se puso a pensar un momento.

—Sí, sobre la mitad de las veces, diría yo. De todos modos... ¿Dónde está el jabón?

Buscó a tientas en el fondo de la bañera y lo encontró.

—Sí— prosiguió;— de todos modos, la idea era que en la primera nave, la «A», fuesen todos los dirigentes brillantes, los científicos, los grandes artistas, los triunfadores, ya sabéis; que en la tercera, la «C», fueran todas las personas que hiciesen trabajos manuales, gente que construyera e hiciese cosas; y por último, que en la «B», o sea, la nuestra, fuesen todos los demás: la clase medía, ¿comprendéis?

Les dirigió una sonrisa complacida.

—Y a nosotros nos enviaron primero— concluyó, y empezó a tararear una tonadilla de baño.

La tonadilla de baño, compuesta para él por uno de los copleros más interesantes y prolíficos de su mundo (y que en aquellos momentos dormía en la bodega treinta y seis, a unos novecientos metros de distancia), disimuló lo que de otro modo hubiera sido un momento de silencio embarazoso. Ford y Arthur movieron inquietos los pies y evitaron mirarse de manera terminante.

—Hum... entonces— dijo Arthur al cabo de un momento—, ¿qué era exactamente lo que no iba bien allí en vuestro planeta?

—Pues que estaba condenado, como ya he dicho— explicó el Capitán—. Por lo visto, iba a estrellarse contra el sol, o algo así. O tal vez fuese que la luna iba a chocar contra nosotros. Algo parecido. Fuera lo que fuese, era una perspectiva absolutamente aterradora.

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