Gaviota miró hacia arriba e intentó pensar en cómo debía dirigir la primera batalla aérea de su vida. Los árboles de té medían unos nueve metros de altura y estaban festoneados de lianas, pero había muchos lugares donde los brezales y lianas sólo les llegaban a la altura de los hombros..., lo cual dejaba sus cabezas expuestas a las espadas de los ángeles. Gaviota intentó calcular si tendrían tiempo de correr a las profundidades del bosque antes de que los ángeles cayeran sobre ellos.
Y mientras estaba calculando un ataque, su hermana estaba bajando a manotazos los arcos y las flechas que sus Guardianas del Bosque apuntaban hacia el cielo y gritaba a las arqueras de D'Avenant y a los exploradores, e incluso a los dos enanos de negras barbas que habían alzado sus ballestas, que no disparasen.
—¡No disparéis! ¡Lo prohíbo! ¡Nadie debe disparar contra ellos! ¡Hablaremos en vez de luchar!
—¡Basta, Verde! —le gritó su hermano desde detrás de un árbol—. ¡No interfieras! Conseguirás que...
—¡Bajad la cabeza! —rugió Holleb, y siguió su propio consejo enviando a Helki hacia un matorral espinoso con un violento empujón.
Los ángeles se abrieron paso a través del bosque, hendiéndolo con sus espadas mientras acompañaban sus golpes con un coro ululante.
Mangas Verdes nunca se hubiese imaginado que pudieran maniobrar por entre aquella vegetación tan frondosa y todos aquellos árboles enanos de troncos retorcidos y nudosos. Pero los ángeles pegaron sus alas a los costados y cayeron sobre ellos como gavilanes que se lanzaran por entre los pinos en busca de gorriones, o como gaviotas deslizándose sobre las aguas para capturar peces. Los aventureros fueron atacados antes de que Mangas Verdes pudiera conjurar, o ni siquiera imaginar, un hechizo de protección.
Y allí donde golpeaban aquellos pájaros de presa, hacían brotar la sangre.
La archidruida se encogió sobre sí misma cuando un ángel recogió sus alas junto al cuerpo y pasó disparado por encima de su cabeza, deslizándose lo bastante cerca de ella para que Mangas Verdes hubiese podido tocarlo. La criatura alada cayó y perdió altitud, bajando lo suficientemente deprisa para correr el peligro de chocar con el suelo, y de repente dio una veloz media vuelta en el aire y lanzó un mandoble. El ataque llegó tan deprisa, y de una manera tan inesperada entre todos aquellos árboles, que Miko levantó su escudo demasiado tarde. El acero plateado chocó con el hierro pintado de verde produciendo un aterrador tintineo metálico, y el hombro de la protectora de Mangas Verdes fue rajado hasta el hueso. Miko dejó escapar un jadeo ahogado e intentó mantener levantado su escudo mientras la sangre corría por su coraza de piel de buey blanco.
Kuni lanzó un feroz mandoble contra otro ángel que pasaba velozmente por encima de ella, pero no calculó correctamente su velocidad y el golpe sólo consiguió rozar el pie de la criatura y cortar un par de dedos. Aun así, la criatura alada atacó a la Guardiana del Bosque inmóvil detrás de Mangas Verdes, y su golpe dejó un surco en el casco de acero de Wichasta.
—¡Coged prisioneros! —gritó Gaviota, intentando hacerse oír por encima del siseo de las espadas y las flechas y el atronar de las alas—. ¡Capturad a uno con vida!
Una docena de golpes fueron asestados en unos cuantos segundos. Uno de los guardias personales de Gaviota recibió un mandoble en el rostro y se derrumbó como una piedra. Helki alzó su lanza, y vio cómo la ancha punta de acero era desprendida del astil para rebotar ruidosamente en el peto de Holleb. El hombre-corcel dejó caer su lanza sin inmutarse, saltó casi cinco metros en el aire impulsándose con sus potentes patas y lanzó sus enormes manos hacia los tobillos del ángel. Pero su ataque fue tan inútil como si estuviera intentando echar sal en la cola de un pájaro, pues el ángel se limitó a mover los pies en una salvaje patada mientras giraba en el aire e incluso llegó al extremo de reírse del enorme centauro.
Los mandobles de las espadas caían del cielo, resonando estrepitosamente entre el grupo de aventureros como una lluvia de piedras. La pequeña ballesta de Uxmal fue hecha añicos por la punta de una espada dirigida con implacable precisión. Una arquera perdió un mechón de cabellos bajo la punta de otra espada. Un explorador que intentaba ponerse a cubierto recibió una larga herida en su espalda, a un metro escaso del suelo. Una de las protectoras de Gaviota detuvo una estocada con su escudo y el impacto hizo que el borde del escudo saliera violentamente despedido hacia atrás y se incrustara en su frente, con lo que la guerrera se derrumbó, aturdida y ensangrentada.
Pero el grupo también estaba logrando asestar unos cuantos golpes. Dos arqueras alzaron hacia el cielo flechas tan largas que su campo visual quedó repleto de piel morena y alas blancas. Cuando las lanzaron, el chasquido de las flechas hundiéndose en la carne resonó con tanta potencia, como un tablón golpeando una valla, que fueron muchos los que no pudieron evitar torcer el gesto. Un ángel murió con el pecho atravesado por una flecha, y chocó contra el suelo entre un horrible crujir de huesos. El otro, que había sufrido una grave herida en el estómago, cayó del cielo y se lanzó sobre su atacante. Los dos se derrumbaron y rodaron por el suelo en un confuso amasijo de ropas negras, plumas blancas y hojas verdes.
Percival, el más impasible de los silenciosos y hoscos exploradores, hizo girar su espada en un golpe lanzado desde el suelo e impulsado con las dos manos e hirió a un ángel en la columna vertebral, con lo que la criatura alada se dobló sobre la hoja, salió despedida hacia un lado y acabó incrustada en un árbol entre una masa de ramas rotas.
Y de repente los ángeles desaparecieron. Sólo unos cuantos muertos y agonizantes yacían sobre el follaje pisoteado, y aquí y allá se veía alguna pluma blanca, más larga y más nívea que las de un cisne.
—¡Mantened con vida a los prisioneros! —gritó Gaviota.
Sus soldados sabían que la información era el más importante de todos los botines que podía llegar a obtener el ejército, pero en el fragor de la batalla era bastante frecuente que los combatientes acabaran olvidando pequeños detalles como el de que no debían rematar a los heridos.
El general del ejército recorrió rápidamente los alrededores con la mirada y maldijo porque la vegetación apenas le dejaba ver nada. El ángel de Percival había quedado prácticamente cortado por la mitad: su piel se había vuelto muy blanca, y la criatura alada seguía siendo hermosa incluso en la muerte. El primer ángel derribado por una arquera también estaba muerto. Pero el que se había lanzado sobre la otra arquera seguía vivo, aunque la flecha le había atravesado las entrañas y estaba sufriendo toda una agonía de dolores. Gaviota fue hacia él saltando y manoteando entre la espesura y Mangas Verdes se reunió con su hermano, seguida por sus protectoras.
El ángel herido intentó arrastrarse hacia la maleza y huir de ellos. Una arquera de D'Avenant había perdido el conocimiento, pero los demás agarraron al ángel por sus convulsas y medio aplastadas alas y se aferraron a ellas, aunque las alas se agitaron con tal violencia que tuvieron que doblar las plumas entre sus dedos.
Mangas Verdes asumió el mando.
—¡Con cuidado, con cuidado! Oh, la pobre criatura está sufriendo mucho... ¡Creo que hemos cometido un terrible error! Sujetadle, pero con delicadeza... ¡Oh!
El último sonido que escapó de sus labios apenas llegó a ser un balido ahogado. Aunque estaba medio doblado sobre sí mismo y arrodillado en el suelo con las manos encima de su estómago que no paraba de sangrar, el ángel rubio acababa de clavar en ella la mirada de sus insondables ojos castaños, y Mangas Verdes vio en ellos tanto odio y oscura determinación que no pudo evitar retroceder. Pero también se sentía llena de compasión, pues el ángel nunca volvería a volar.
Kuni y dos guardianas más habían dejado a su camarada herida cerca del bosque. La capitana desenvainó su espada y la mantuvo entre el ángel herido y su señora. Pero incluso Kuni, que nunca perdía la calma, dio un respingo cuando el ángel se movió con la velocidad del rayo.
Pues la criatura alada no se lanzó sobre Mangas Verdes..., sino directamente sobre el arma de Kuni.
El ángel extendió una mano manchada de tierra, y sus dedos aferraron la espada de Kuni por la empuñadura e hicieron bajar la hoja para empalarse en su afilada punta. Tanto el ángel como Kuni se estremecieron cuando el acero se hundió en sus costillas y sus pulmones.
Y sólo entonces se aflojaron por fin los tensos músculos del ángel, y el odio se esfumó de sus ojos para ser sustituido por la mirada vacía de la eternidad. La criatura alada tosió una sola vez, con los labios llenos de sangre, y se desplomó sobre el suelo del bosque.
—Oh, no... —dijo Mangas Verdes. Y lloró, igual que lo hizo Kuni.
* * *
—Sigo sin entender qué razón podían tener para atacarnos —gruñó Gaviota.
Ya lo había dicho una docena de veces, por lo que nadie respondió.
—O por qué luchaban con tanto salvajismo —dijo Helki—. Eran como águilas de las montañas, con los ojos implacables y certeros.
—Pensad en lo que han visto —murmuró Kamee, que siempre andaba en busca de nuevos conocimientos—. Volando delante del sol, contemplando el mundo desde las alturas...
—Tenemos pájaros de los grandes aires en nuestra tierra —dijo Uxmal con su voz gutural—. Cón-dores. Nunca el suelo tocan y sólo siempre vuelan en círculos, y sus huevos se rompen encima de sus espaldas. Cual estos ángeles, y como ellos.
Los aventureros estaban sentados alrededor de una pequeña hoguera dentro de un claro que acababan de abrir en el bosquecillo. Los exploradores habían elegido un lugar adecuado entre cuatro árboles bastante altos, y después habían cortado árboles más pequeños y los habían unido para formar un tosco tejado encima del que habían amontonado maleza y hojas. Cualquier ángel que quisiera atacarles tendría que abrirse paso a través de los puestos de guardia y venir corriendo hacia la hoguera. Gaviota estaba un poco preocupado porque temía que las llamas pudieran incendiar aquel techo improvisado a toda prisa, pero los demás estaban dispuestos a correr ese riesgo. Echaron hojas verdes en la hoguera para ahuyentar el quejumbroso revoloteo de los insectos y después permanecieron inmóviles alrededor del fuego, tosiendo y entrecerrando los ojos entre la humareda.
Discutieron el ataque de los ángeles y el suicidio del superviviente durante horas sin llegar a ningún acuerdo. Algunos pensaban que el ángel había temido la tortura. Otros pensaban que no quería ser contaminado por el contacto con criaturas que vivían en el suelo. Otros creían que su culto adoraba a la muerte y que el ángel había liberado su espíritu para que regresase al cielo, pues todos habían podido ver que nunca volvería a volar.
No todos hablaron, pues había por lo menos una media docena de heridos que, o estaban aturdidos por las pociones de Prane o permanecían despiertos, apretando los dientes hasta hacerlos rechinar debido al dolor que padecían por haberlas rechazado. El grupo comió raciones de campaña, así como la carne asada de unos pájaros muy grandes e incapaces de volar que los exploradores habían matado. La carne era tan dura que habría resultado más adecuada para hacer zapatos que para ser comida. Todos bebieron vino de las botas que habían traído consigo.
Los ángeles muertos habían sido enterrados allí donde terminaba el bosque. Las fosas de escasa profundidad que abrieron en el suelo del desierto de cristal negro revelaron arena grisácea debajo de los fragmentos de cristal. Las tumbas habían quedado claramente marcadas mediante estacas en cuyas puntas habían colocado unas cuantas plumas. Mangas Verdes esperaba que el demostrar aquella consideración hacia sus muertos quizá haría que los ángeles que seguían con vida no volvieran a atacarles.
La archidruida oyó discutir a sus compañeros, pero en realidad no estaba de acuerdo con ellos. Los ángeles habían demostrado ser criaturas mortíferamente salvajes, cierto, pero Mangas Verdes había visto algo más en la mirada de aquellos ojos marrones: Mangas Verdes había percibido en ella una inteligencia tan terrible como aguda, y llevaba toda la noche intentando descifrar su significado.
Pero el horror le impedía pensar con claridad. Intentó imaginarse agarrando una espada y hundiéndola en su propio pecho. Arrojar deliberadamente tu vida a la oscuridad para... ¿Para qué? ¿Qué idea, qué propósito, qué demonio o qué dios impulsaba a aquellas criaturas? ¿Cómo algo tan hermoso podía ser tan salvaje?
Pero la joven druida también sabía que la belleza y el salvajismo no tenían por qué estar necesariamente relacionados, como tampoco tenían por qué estarlo la verdad y la belleza. Un tigre era hermoso, pero también lo era una mariposa. La belleza estaba en el alma.
Y el alma de aquel ángel había actuado impulsada por —y Mangas Verdes apenas podía creerlo— el amor. Pero ¿el amor a qué? ¿A aquel bosque deforme y raquítico? ¿A aquel desierto desolado y vacío?
Mangas Verdes, que estaba absorta en sus pensamientos, se sobresaltó cuando alguien gritó.
Y un instante después la maleza que les rodeaba estalló en una erupción de crujidos y chasquidos.
Extraños hombres y mujeres de piel oscura, escamosa y húmeda, saltaron sobre ellos blandiendo tridentes.
Mangas Verdes no vio gran cosa de la batalla que se libró a continuación, pues sus siempre alerta protectoras se apresuraron a empujarla hacia el suelo.
Al amanecer se descubrió que los puestos de guardia habían sucumbido a una poción con la que se habían untado las hojas de los arbustos en toda la periferia del campamento. La droga, obtenida a partir de la raíz de una planta que paralizaba a los peces, había aturdido a las víctimas cuando éstas rozaron las hojas, y luego habían muerto bajo las púas de los tridentes. Una arquera y dos exploradores, el salvaje Percival entre ellos, habían perecido.
Y sus muertes permitieron que sus atacantes cayeran sobre el grupo de aventureros.
Mangas Verdes levantó la cabeza para mirar más allá de las pantorrillas de una de sus guardianas y logró tener un fugaz atisbo de sus agresores. Eran esbeltos y musculosos, y parecían tan iridiscentes como sardinas bajo la parpadeante claridad de la noguera. «Son criaturas del mar —pensó—, tritones que se han aventurado a pisar tierra firme...» Pero Mangas Verdes sabía que eran algo más que eso. Sus rostros eran delgados y tan angulosos como los caparazones de los cangrejos marinos, y sus orejas y sus cejas eran visiblemente puntiagudas: estaba claro que se enfrentaban a elfos que habían vuelto al mar. Su cabellera era larga y negra y brillaba con reflejos sedosos bajo las llamas de la hoguera, y su piel escamosa resplandecía como si estuviera adornada por un millar de perlas diminutas incrustadas en ella. Una parte de la mente de Mangas Verdes, todavía aturdida y confusa, se fijó en que las hojas se pegaban a sus cuerpos mojados. Los atacantes iban completamente desnudos y no parecían tener sexo, pues las partes íntimas de los hombres estaban casi ocultas en sus ingles y las mujeres casi no tenían pechos. Los elfos del mar tenían largas aletas entre los dedos de las manos y de los pies, así como en las axilas. Sus únicas herramientas eran los esbeltos tridentes de triple púa hechos con algún metal que no se oxidaba.