Aquellas criaturas eran tan silenciosas y mortíferamente eficientes como los tiburones.
Doblemente aturdidos ante la falta de advertencia de los puestos de guardia y el veloz ataque llevado a cabo por unos seres tan extraños, los aventureros apenas si tuvieron tiempo de ponerse en pie. Las manos volaron hacia las armas..., demasiado tarde.
Kuni fue atravesada por dos golpes de tridente que se hundieron en su estómago cuando tres criaturas marinas atacaron al grupo de protectoras de la archidruida. Mangas Verdes vio cómo las púas sobresalían por su espalda. Miko, que ya estaba herida, acabó con la garganta atravesada por un tridente y murió gorgoteando sangre, pero consiguió agarrar el astil del arma para evitar que la mujer de las olas se lanzara sobre Mangas Verdes. Muli, la capitana de la guardia personal de Gaviota, sufrió una herida de tridente en el muslo y se lanzó sobre su atacante, empujándole para hacerle perder el equilibrio mientras desenvainaba su espada. Su desesperada ofensiva dio resultado, pues tensar los músculos del muslo sirvió para dejar atrapada la cruel púa y Muli pudo descargar su espada sobre el rostro de su atacante. Quexotl, el compañero de Uxmal, no pudo esquivar el tridente lanzado hacia su estómago que le atravesó las entrañas para levantarlo limpiamente del suelo después, como si fuese un salmón recién pescado. El capitán de los enanos empuñó la ballesta de su amigo para dispararla y matar a su oponente. Holleb, que se había incorporado sobre sus cuatro patas terminadas en temibles pezuñas, recibió un golpe de tridente en el flanco mientras volvía grupas, y luego recibió otro en el flanco opuesto. Pero el centauro se inclinó hacia adelante, apoyándose en sus patas delanteras, y lanzó una potente coz que destrozó los pechos de dos criaturas marinas e hizo que salieran volando por los aires para caer entre la espesura. Helki relinchó mientras derribaba a otro atacante con una lanza, aprovechando el que la longitud de su arma y de sus brazos le permitiera quedar fuera del alcance de los tridentes. Breves y furiosos combates florecieron alrededor del círculo de claridad que proyectaba la hoguera. Gritos humanos, jadeos y alaridos resonaron en la noche, llenándola de ecos que asustaron a los pájaros dormidos e hicieron que remontaran el vuelo desde las ramas en las que habían estado descansando. Los fantasmagóricos hombres y mujeres del océano luchaban sin producir ningún sonido.
Gaviota logró seguir con vida gracias a que había estado limpiando la hoja de su hacha, que se oxidaba por el contacto del aire marino, y eso le permitió alzarla y hacerla girar por los aires sin perder ni un solo instante. Su golpe no logró acertar al primer atacante, que retrocedió, pero el hacha acabó chocando con el pecho de otro y rebotó en él para herir a una mujer del mar en el costado. Pero la criatura era tan fuerte y difícil de matar que cuando cayó logró arrancar el mango del hacha de los dedos sudorosos del leñador. El ex mulero se llevó una mano al cinturón y empuñó su látigo. La larga tira de cuero siseó en el aire cuando Gaviota la alzó detrás de su cabeza, buscando un blanco para ella.
Pero ya no quedaba ninguno.
Y el bosquecillo también había desaparecido.
A pesar de haber sido arrojada al suelo y pisoteada por amigos y enemigos, Mangas Verdes había logrado lanzar un hechizo de desplazamiento.
No les había llevado muy lejos, sólo unos cuatro kilómetros. El grupo se tambaleó cuando sus pies se deslizaron ruidosamente sobre fragmentos de cristal negro, en vez de sobre hojas aplastadas.
El hechizo de Mangas Verdes había sido conjurado tan deprisa que también había traído consigo a cuatro criaturas marinas. Los hombres y mujeres del océano estaban confusos, y fueron salvajemente degollados antes de que pudieran reaccionar.
Kuni, mortalmente herida, cayó hacia atrás y se desplomó encima de Mangas Verdes. La joven druida logró cogerla, pero el peso del cuerpo acorazado de la Guardiana del Bosque hizo que se desplomara sobre el desierto de cristal negro. Miko, que ya estaba muerta, había quedado en el bosquecillo. Otros cayeron, y Uxmal lloró mientras su amigo Quexotl moría en sus brazos. Otros maldecían con amargura, especialmente «Tintineos» Jayne, porque sus exploradores no les habían advertido del ataque. Prane, la curandera, corría de un cuerpo herido a otro, decidiendo a quién debía atender primero.
Gaviota dejó escapar una enfurecida sarta de juramentos, inmóvil y con su látigo colgando nacidamente de su mano.
—¿Quién demonios eran esos bastardos? —resopló por fin.
—Guardias —jadeó su hermana.
—¿Sí, mi señora? —graznaron Micka y Wichasta, las dos únicas Guardianas del Bosque que le quedaban.
Pero la joven druida se limitó a menear la cabeza.
—No. Los ángeles, las gentes del mar... Son guardias, centinelas. Acabo de comprenderlo, y tendría que haberlo sabido cuando vi la expresión del rostro de ese ángel. Los últimos pensamientos de su agonía eran de una devoción total..., como los de la pobre Kuni. Él y los demás son los guardianes de estas tierras, de estas viejas ruinas. Y nosotros hemos invadido su territorio, y hemos causado todas estas muertes para nada.
Y entonces se le quebró la voz, y Mangas Verdes acunó el cadáver de Kuni entre sus brazos y lloró como una niña que se hubiera extraviado.
* * *
Los aventureros no quisieron volver al bosque y correr el riesgo de sufrir un nuevo ataque de las criaturas marinas, pero tampoco deseaban permanecer en el desierto donde podían padecer ataques aéreos de los ángeles. Jayne suponía que los ángeles no volarían de noche y que los hombres y las mujeres del mar no se aventurarían por el desierto, por lo que acabaron acurrucándose junto a las viejas piedras azules de los muros medio desmoronados, envolviéndose en sus capas a falta de una hoguera.
Nadie lo expresó en voz alta, pero todos compartían el mismo pensamiento: Mangas Verdes podía llevarles a medio mundo de distancia y trasladarles a prácticamente cualquier sitio con sólo curvar un dedo. Pero la joven druida no se ofreció a sacarles de allí y casi todos supusieron que se negaba a huir de un enemigo, por lo que se pegaron a las ruinas e intentaron dormir, y se preguntaron qué les traería el amanecer.
La salida del sol trajo consigo un grito de las protectoras de Mangas Verdes al que siguió el de su hermano, pues la archidruida ya no estaba allí. Mangas Verdes se había esfumado.
* * *
Mangas Verdes no se había esfumado, sino que se había limitado a usar un hechizo de camuflaje y se había marchado sin dejar rastro.
La archidruida se internó en el desierto y fue hacia las distantes montañas, proyectando una larga sombra del amanecer sobre el dibujo incomprensible que formaban los fragmentos de cristal negro. Mangas Verdes sólo se había llevado consigo el casco de piedra que sostenía en su mano y caminaba muy erguida, entrecerrando los ojos para no ser deslumbrada por el sol que iba subiendo rápidamente sobre el horizonte.
La noche había sido casi gélida, pero la luz del sol expulsó al frío y evaporó al instante el rocío acumulado sobre las oquedades y las partes planas de las rocas. Zarcillos de neblina subieron hacia el cielo y un extraño pájaro, invisible en algún nido rocoso, entonó su llamada. Como hacía allí donde fuera, Mangas Verdes entró en sintonía con la tierra, y allí donde otros sólo habían visto desolación, la joven druida percibió los delgados zarcillos de vida que serpenteaban y se agitaban a través del desierto. Cerca de la frontera del bosque se extendían pequeños retazos de hierba que había echado raíces entre los fragmentos de cristal negro, y la maleza enviaba hacia el cielo diminutos brotes rosados no más grandes que el pábilo de una vela. Lagartos que parecían arco iris salpicados de negrura correteaban a la sombra de las rocas, cazando escarabajos de un rojo tan anaranjado como el de las mariquitas. Centenares de millones de hormigas cavaban túneles y se afanaban para alimentar a sus minúsculos descendientes, y había tantas que Mangas Verdes casi sintió un débil cosquilleo en las plantas de los pies, como si estuviera notando su veloz y enloquecida diligencia. Muy por encima de su cabeza, un cernícalo de plumaje marrón cazaba ratones de largas patas y colas peludas, y junto a los confines del bosque acechaba una pequeña criatura prima de la marmota y de un amarillo tan arenoso como el suelo que había dejado atrás. Mangas Verdes hizo que aquella especie de marmota se detuviera y le prestara atención durante un momento al lanzar una especie de risita desde la comisura de sus labios, un grito familiar con un extraño acento.
Pero en realidad Mangas Verdes estaba llorando el destino sufrido por aquellas tierras, pues se hallaban tan envenenadas como el suelo que se extendía debajo del bosque y las lagunas de aguas sucias y fangosas. Aquel lugar tardaría mucho tiempo en curarse..., tanto que cuando lo consiguiese quizá ya no habría hombres y mujeres para verlo.
La joven druida siguió caminando, internándose más y más en el desierto y alejándose del bosque y de la tenue vida que ofrecía. No tenía agua ni comida, y no disponía de más protección que la de su capa llena de bordados. Si su plan salía tal como esperaba, entonces no necesitaría agua.
Y si fracasaba, tampoco la necesitaría.
Y si moría allí, por lo menos su cuerpo alimentaría a aquella tierra devastada y la ayudaría a curarse.
Entonces los vio por fin, como un halo oscuro alrededor del sol naciente.
Eran ángeles, una docena o más, precipitándose hacia la intrusa que avanzaba por el desierto negro, la tierra que se les había encargado proteger. Mangas Verdes vio cómo los rayos del sol destellaban sobre sus alas blancas y hacían brillar sus armas con un sinfín de chispazos resplandecientes. Expuesta en el desierto, sola, los ángeles podían hacerla picadillo en cuestión de segundos.
A menos que...
El estrépito producido por los ángeles se había vuelto todavía más intenso, y ya era tan ensordecedor como un vendaval que se deslizara por encima del desierto: los ángeles batían sus inmensas alas, remontándose sobre las corrientes de aire caliente como águilas y volviendo a descender en picado. Pronto estarían lo bastante cerca para tocarla, y para matarla.
Mangas Verdes aguardó.
Y alzó la mano un instante antes de que los ángeles iniciaran su descenso final con las espadas en alto.
* * *
Gaviota, como siempre que su hermana desaparecía del campamento, se enfureció y fue de un lado a otro y soltó discursos incoherentes y envió exploradores en todas direcciones. Uno de ellos volvió corriendo después de dos horas para informar de que había encontrado las huellas de la archidruida en el desierto. Todo el grupo, disminuido en número por la muerte y las heridas, se congregó allí donde empezaba el desierto y clavó la mirada en el lugar donde otro explorador estaba indicando el comienzo del rastro dejado por Mangas Verdes, que empezaba tan de repente como si la hermana de Gaviota hubiera surgido de la nada.
—Condenada muchacha —resopló Gaviota, tan gélidamente tranquilo como siempre que era necesario tomar una decisión—. Incluso yo puedo ver que usó un hechizo de camuflaje para pasar junto a los centinelas sin ser vista y marcharse por el desierto. Pero... Oh, por los Brazos de Axelrod, ¿por qué?
Holleb, que tenía los ojos más agudos de toda la compañía, alzó la cabeza de repente como si olisqueara el viento. Después levantó su lanza con un robusto brazo para señalar con ella.
—¡Los ángeles vuelven!
Los estudiosos retrocedieron para no estorbar a los soldados, que se dispusieron alrededor de Gaviota formando un anillo de cuerpos cuyos hombros se rozaban. Sólo el leñador se había quedado inmóvil, y estaba contemplando el cálido cielo del desierto con los ojos entrecerrados. Algo se agitaba allí, y ese algo no volaba. Era como si...
—¿Qué transportan?
Holleb volvió a piafar, y Helki emitió un sonido gorgoteante: una pregunta en el lenguaje de los centauros.
—¡Es... Mangas Verdes!
Y entonces Gaviota echó a caminar, y los soldados y guardias personales también tuvieron que avanzar. El general se deslizó por la pendiente rocosa que llevaba hasta el suelo recalentado del desierto y se internó por él, con sus botas haciendo crujir los fragmentos de cristal negro. Después se detuvo y dejó que el hacha colgara de su mano derecha, la que tenía todos los dedos.
La horda de ángeles se fue volviendo más y más grande contra el cielo blanco azulado, hasta que sus cuerpos parecieron un nubarrón de tormenta que impedía el paso de los rayos del sol. Había muchos más ángeles que antes, centenares y centenares de ellos. Los humanos pudieron distinguir ángeles más jóvenes y niños, así como débiles ancianos que eran sostenidos a ambos lados por ayudantes más animosos. La inmensa mayoría de los ángeles parecían robustos y llenos de energías pero, como los pájaros, no tenían ni un gramo de grasa, por lo que esa apariencia general que en los jóvenes producía una impresión de belleza flaca y austera pasaba a ser famélica delgadez en la ancianidad. El retumbar de sus alas era tan ensordecedor como el de un tornado que se aproximara a gran velocidad, y los soldados y exploradores alzaron las manos sudorosas que empuñaban sus armas en nerviosa expectación.
Pero Gaviota permaneció inmóvil y esperó, y poco a poco los ángeles de las primeras filas se fueron posando en el suelo a poco más de un tiro de arco de él y se acercaron caminando. Ninguno había desenvainado su espada, y no llevaban escudos.
Sólo llevaban a Mangas Verdes, que era transportada por dos ángeles esbeltos y musculosos que habían formado una cuna con sus brazos. Los pies de la archidruida colgaban en el vacío como si fuera una niña subida a un columpio, y Mangas Verdes soltó una risita entrecortada cuando los dos ángeles se posaron sobre la arena y la bajaron al suelo con cautelosa delicadeza.
Más y más ángeles fueron descendiendo para pisar el suelo con sus sandalias de cordones, hasta que las alas blancas y los cabellos rubios hicieron que el desierto pareciese un campo de girasoles en plena floración. Cuando las nubes de polvo se hubieron disipado, Gaviota se abrió paso por entre sus protectores y avanzó hasta que pudo dirigirse a su hermana.
Y cuando habló empleó un suspiro lleno de cansancio, el tono de un hermano mayor al que se ha encomendado la pesada misión de vigilar a una hermanita que sólo sabe darle problemas.
—Muy bien, Verde... ¿De qué se trata esta vez?