Pero los minotauros por fin habían acabado con sus preguntas, y todos guardaron silencio.
—¿Y cuál es tu pregunta? —inquirió Canción del Trueno, dirigiendo una inclinación de cabeza a los demás.
Mangas Verdes despertó de golpe. El frío la había adormilado, y se acordó de que había oído decir que la sensación de morir congelado resultaba curiosamente parecida a quedarse dormido. Durante unos instantes se limitó a contemplar a Canción del Trueno como si no supiese qué hacía allí, pero enseguida comprendió que el momento había llegado por fin. Tenía que elegir con mucha cautela sus palabras, pues la leyenda afirmaba que los minotauros de las Montañas de Hurloon, que lo sabían todo, sólo permitían que se les hiciera una pregunta.
En cuanto a si luego respondían a ella, era algo que no se sabía.
—Mis sabios y nobles señores —graznó Mangas Verdes, con la garganta dolorida por tantos días de hablar ininterrumpidamente—, ¿tendríais la bondad de decirme dónde se encuentran las ruinas del antiguo Colegio de los Sabios de Lat-Nam?
Un suave murmullo dio la vuelta a la cámara.
—Es una buena pregunta —murmuró un minotauro.
Pero no dieron ninguna indicación de que conocieran la respuesta.
—¿Tendrás la amabilidad de excusarnos? —le preguntó Canción del Trueno pasados unos momentos—. Necesitamos deliberar.
«¿Para qué?», se preguntó Mangas Verdes. Pero la archidruida asintió afablemente, les dio las gracias a todos por haberla escuchado y salió de la cámara del consejo.
Cuando avanzaba por los pasillos helados, Mangas Verdes se encontró de repente con un minotauro que, a juzgar por lo corto de su barba, debía de ser bastante joven. El minotauro sostenía en sus manos un amasijo de pieles que se debatían y balbuceaban.
—Tal vez habéis perdido algo, mi señora —dijo el minotauro, y le alargó el bulto, sosteniéndolo por una flaca pierna verde grisácea.
—¡Suéltame! —oyó Mangas Verdes que gritaba el bulto—. ¡No he cogido nada! ¡Andaba detrás de unas ratas! ¡Eran ellas las que se estaban comiendo los hongos, no yo! ¡Y de todas maneras estaban rancios! ¡Suéltame la pierna!
—¿Tendréis la bondad de haceros responsable de esto? —preguntó el minotauro.
—Quizá sea pe-pedir demasiado —tartamudeó Mangas Verdes—. Pero... Sí, cla-claro. Micka, si eres tan amable...
La robusta Guardiana del Bosque rodeó la huesuda pierna con los dedos de una mano y después dejó caer al trasgo sobre el suelo de piedra para reducirlo al silencio.
—¿Me dais per-permiso para ti-tirarlo por una ven-ventana, mi señora?
Mangas Verdes siguió adelante, temblando y con los dientes castañeteándole.
—No. Es me-mejor que sufra c-con el resto de no-nosotros.
Las protestas de Sorbehuevos rebotaron en las heladas piedras de las paredes.
—¡Eh, suéltame la pierna! No cogí nada... ¡Bueno, casi nada! ¡Eh...!
* * *
Tardaron un rato en encontrar a Gaviota, Kwam y los demás.
Desde el segundo día, el grupo de veinte expedicionarios había ido recorriendo las cuevas abiertas en las alturas y estómagos de aquellas montañas. En vez de permanecer sentados en la oscuridad o congelarse a la luz, se habían limitado a pasearse... por todas partes. Habían subido y bajado por escaleras de caracol, habían avanzado a lo largo de riscos helados, habían cruzado umbrales enmarcados en piedra, subido a picachos y bajado a negras cavernas en las que tropezaban y soltaban maldiciones. Envueltos en todas las mantas y capas que poseían, habían descendido dos veces al día por la chimenea para visitar a los centauros y los exploradores y llevarles agua y hongos. Alimentados por los hongos, Gaviota y los demás caminaron hasta que les dolieron las piernas. Pero por lo menos así entraban en calor, y podían dormir bastante bien en aquel cubículo oscuro como la noche.
Los únicos que parecían felices eran Kamee y sus estudiosos. Habían albergado la esperanza de que los minotauros tendrían una biblioteca que pudieran visitar, pero no encontraron ni un solo trocito de papel en todas aquellas cavernas solitarias. En consecuencia, cada estudioso eligió a un minotauro y se dedicó a seguirle por todas partes sin parar de hacerle preguntas. Aprendieron muchas cosas, pero tenían que hacer frecuentes pausas en sus apresurados garrapateos para chupar sus plumas heladas, que eran afectadas por el frío a pesar de que se habían guardado los tinteros debajo de la ropa y los llevaban pegados al pecho.
Mangas Verdes por fin encontró al grupo en una galería que atravesaba un lado de la montaña y en cuyos dos extremos había varias ventanas de contornos tan irregulares que parecían meros agujeros. Las ventanas permitían contemplar un impresionante panorama de nubes y cimas..., hasta que el frío empezaba a helarte los globos oculares.
El nuevo retraso hizo que Gaviota estuviera a punto de perder el control de sí mismo.
—¡Oh, en el nombre de Axelrod Gunnarson! ¿Sobre qué infiernos tienen que deliberar? Esas vacas estúpidas —Gaviota añadió unos cuantos calificativos más— o saben dónde están las... —una nueva sarta de maldiciones de mulero— ruinas o no lo saben. ¿Por qué tenemos que aguantar que se nos sigan congelando las pelotas y los traseros y seguir aquí hasta...?
Mangas Verdes, que estaba acurrucada junto al pecho de Kwam, permitió que su hermano siguiera gritando y maldiciendo y esperó a que se le pasara el ataque de ira. Por lo menos sus juramentos calentaban un poco el aire.
—¡No van a deliberar sobre el sitio en el que se encuentran las ruinas, sino sobre nosotros! —le interrumpió por fin, recurriendo a sus últimas reservas de paciencia—. Si no somos dignos de saberlo, no nos dirán dónde están las ruinas. No olvides que los hechiceros llevan siglos buscando esas ruinas, y sin duda centenares de ellos habrán venido hasta aquí para hacer la misma pregunta. ¡Y nunca se lo han dicho a nadie!
—¿Cómo podemos estar seguros de que no se lo han dicho a nadie? —Gaviota se había dejado crecer la barba para no tener tanto frío, y tenía los ojos hundidos en las órbitas y los labios azules—. ¡Podrían haber revelado el secreto a los últimos cinco hechiceros que vinieron! ¡Por lo que sabemos, tus antiquísimas ruinas pueden haberse convertido en uno de los grandes centros turísticos de los Dominios!
Mangas Verdes se limitó a aferrarse a Kwam y siguió temblando.
—¡Bueyes asados! —masculló Gaviota—. ¡Voy a hacer que traigan un buen montón de madera a lo alto de estas montañas y luego voy a matar unos cuantos bueyes, y después me hartaré de comer buey asado, caliente, grasiento, jugoso, quemado por fuera y dorado por dentro, y luego seguiré comiendo hasta que se me salga por las orejas y tenga que vomitarlo!
La idea de un poco de comida caliente hizo que Uxmal y Muli lanzaran gemidos ahogados, pero los demás se limitaron a seguir temblando y sufriendo mientras los vientos de las montañas se abrían paso a través de la galería y de sus ropas.
Gaviota todavía no había terminado.
—¡Tenemos que conseguir la respuesta y salir de esta condenada cima! ¡Puede que a estas alturas ya sea padre! ¡Quizá tenga un nuevo hijo, o una nueva hija!
—Hija —balbuceó Mangas Verdes, y después se tapó la boca con los dedos.
Gaviota dio un brinco. Después se inclinó sobre su hermana pequeña y clavó sus ojos enrojecidos en los de Mangas Verdes, que apenas eran visibles por encima de la manta de Kwam.
—¿Qué has dicho?
—Nada.
—¡Has dicho algo! —Gaviota se inclinó un poco más sobre su hermana. Su aliento apestaba: allí nadie podía lavarse—. ¡Has dicho que he tenido una hija!
Mangas Verdes acabó bajando la manta para revelar una nariz enrojecida y goteante.
—Las druidas siempre están u-unidas a lo que las ro-rodea, ¿recuerdas?
Un día Lirio se estaba preguntando qué nombre debía poner al bebé, y dio la casualidad de que yo lo percibí... Es una niña, y bastante robusta.
—Muchas gracias —gruñó Gaviota, y su voz estaba más helada que las paredes—. ¡Quizá decida llamarla Bocazas en homenaje a su tía!
El leñador se envolvió en su manta.
—¡Vamos a dar un paseo!
Pero antes Micka le pasó la flaca pierna de Sorbehuevos. Gaviota se echó encima del hombro al trasgo que gritaba y se debatía, cargando con él como si fuese una gallina muerta, y se alejó.
* * *
La respuesta llegó rápidamente..., por lo menos para los patrones de los minotauros. Después de sólo cinco días de deliberaciones, Vigilante del Cielo fue en su busca y los encontró en el borde del gran tajo abierto en la ladera de la montaña.
—Tenemos noticias. El consejo ha tomado una decisión. Vuestra cruzada tiene como objetivo conseguir que se haga justicia y hacer progresar el conocimiento. Queréis construir en vez de destruir, y mejorar en vez de arrasar... —Vigilante del Cielo siguió con su discurso durante un rato mientras los humanos aguardaban en silencio, con nubéculas de aliento helado cerniéndose a su alrededor—. Os ayudaremos a encontrar el colegio —concluyó por fin—. ¿Tienes el casco de piedra?
—¿Que nos...? —empezó a decir Mangas Verdes.
Pero Kwam, luchando con sus dedos entumecidos por el frío, ya estaba sacando el artefacto de una mochila. El minotauro cogió el casco con sus grandes manos de cuatro dedos, sosteniéndolo con tanta facilidad como si no pesara nada y no pareciendo notar lo fría que estaba la piedra. Después alargó una mano hacia el capuchón de Mangas Verdes, lo echó hacia atrás y depositó el casco encima de su grasienta cabellera con delicada suavidad. La joven druida se envaró ante la repentina acometida de las voces que resonaron dentro de su cráneo con la brusquedad de un tornado. Pero entonces el minotauro cubierto de tatuajes rozó el casco, y las voces se callaron.
Y por encima del zumbido de fondo que recordaba una colmena de abejas a finales del verano, Mangas Verdes vio el sitio en el que se encontraba el colegio, distinguiéndolo con tanta claridad como si estuviera mirando por una ventana.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Allí!
La joven druida se puso el casco.
—Si lo hubieras llevado puesto el tiempo suficiente, habrías visto el lugar —dijo Vigilante del Cielo mientras la joven druida se quitaba el casco—. Todo deja un rastro a medida que se va moviendo a través del espacio y el tiempo, al igual que el águila de cabeza blanca deja un rastro en el cielo. Tendrías que haberlo recordado.
—Oh, sí, por supuesto...
Mangas Verdes procuró no mirar a su hermano, pero pudo sentir cómo su mirada se posaba en ella y quemaba su rostro con un calor tan perceptible como el de una flecha de fuego.
—¿Podrías haberlo averiguado desde el primer momento? —siseó Gaviota.
Vigilante del Cielo estaba observándoles y asintió. ¿Sonreía? Los humanos no tenían forma alguna de saberlo.
—Ahora puedes irte. Te agradecemos que hayas venido, y también se lo agradecemos a tus acompañantes. Las historias de tus hazañas nos gustaron mucho, y esperamos oír muchas más. En cuanto a vos, mi noble y valeroso Gaviota, espero que encontréis vuestro banquete de «bueyes asados» en cuanto hayáis salido de este valle de «vacas estúpidas».
Gaviota se quedó boquiabierto, y la masa de pelos que rodeaba su boca hizo que la mueca de perplejidad resultara todavía más aparatosa.
—¿Podéis... leer la mente?
La media sonrisa llenó de arrugas el hocico de vaca.
—¿Cómo pensáis que llegamos a recoger tantas historias? Y ahora, marcharos. Recoged a vuestros seguidores, que os esperan pacientemente aquí y en las pendientes de más abajo, y la dama Mangas Verdes podrá llevaros a todos rápidamente a través del éter hasta vuestro lejano ejército.
Esta vez le tocó el turno a Mangas Verdes de quedarse boquiabierta.
—Pensaba que la magia no estaba permitida...
Pero el minotauro se limitó a agitar una mano de dedos tan cortos y gruesos que más parecía un muñón. Gaviota rodeó el mango de su hacha con las dos manos y tensó los músculos, prefiriendo hacer eso a gritar.
Los humanos y enanos no desperdiciaron ni un instante más. Media hora después estaban en una cuesta azotada por el viento, intentando ponerse a cubierto junto a los centauros y los exploradores.
Mangas Verdes tenía las mejillas y los labios agrietados por el frío, pero eso no le impedía estar radiante.
—¡Iremos a Lat-Nam y al Colegio de los Sabios! ¡Pensad en todos los grandes descubrimientos que haremos!
—¡Comida! —graznó un bulto junto a los pies de Gaviota.
—¡Y pies calientes! —gruñó el leñador—. Mueve las manos, ¿quieres?
Mangas Verdes se aseguró de que todos estaban allí y después trazó un círculo con las manos, conjurando un estallido de colores de la tierra en el risco azotado por los vientos.
Y un instante después todos habían desaparecido.
—¡Aquí no hay nada! —ladró Gaviota—. ¡Ay! ¡Maldición!
—¡Yo más bien diría que aquí hay muchas cosas!
Mangas Verdes estaba intentando apartar las ramas y los gruesos tallos de los brezales que se alzaban a cada lado de ellos, y sólo conseguía sufrir los aguijonazos de los espinos y zarzales.
El grupo de avanzada estaba formado básicamente por los mismos individuos que habían padecido las incomodidades de la estancia en las montañas de Hurloon: Gaviota y Mangas Verdes con sus cuatro guardias personales, «Tintineos» Jayne y sus sombríos y silenciosos exploradores, la pareja de centauros lanceros, cinco arqueras de D'Avenant, Kamee y unos cuantos cartógrafos, la curandera y los dos enanos. Habían vuelto a reunirse con el ejército para reavituallarse y descansar, pero su estancia allí había durado poco tiempo. Varrius les informó de que el reclutamiento iba bien: tenían más voluntarios de los que podían utilizar, por lo que el ejército ya casi había recuperado sus efectivos anteriores, y todos se estaban adiestrando a marchas forzadas.
Gaviota descubrió que Lirio le había dado otra hija, una niñita pelirroja tan nerviosa y aficionada a llorar y chillar que de momento habían decidido llamarla Agridulce, en parte como tributo a la madre de Gaviota. Lirio estaba estupendamente, pero un poco agotada por aquella niña tan exigente y gritona, y se alegró de ver a su esposo y luego se entristeció al verle marchar tan pronto. Al ejército no le hizo demasiada gracia verles marchar, pero Mangas Verdes les prometió que usaría la magia para que volvieran a reunirse en cuanto hubieran explorado el lugar donde se había alzado el legendario colegio de hechiceros.