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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El salón dorado (49 page)

Poco antes de media noche se presentó María en la alcoba de Juan, traía con ella un hatillo con algo de ropa y un estuche con perfumes y afeites. Aquella noche hicieron el amor a la luz de una lamparilla hasta caer rendidos por el sueño.

A la mañana siguiente, Zakariyya había preparado para sus huéspedes una visita a los mercados de Toledo en busca de objetos, libros e instrumentos que les fueran útiles para su observatorio astronómico. Entre la mezquita mayor y el zoco discurrían un par de callejas en las que se agrupaban las tiendas especializadas. Había varias librerías, un prestigioso taller de orfebrería y dos tiendas de instrumentos científicos y médicos.

Acompañados por sus dos criados entraron en una tienda sobre cuyo umbral un cartelón de madera con letras en árabe indicaba que se vendían instrumentos científicos. Se llamaba El Ojo de la Noche y la regentaba un viejo judío en nombre de su propietario, un acaudalado terrateniente de la ciudad. Sobre unos estantes se amontonaban libros, instrumentos astronómicos y planisferios. A Juan le pareció estar viviendo de nuevo el episodio en el que hacía ya varios años había acompañado a Demetrio por las librerías de Constantinopla en busca de novedades bibliográficas para la biblioteca patriarcal.

En un estante sobresalía el libro de Aristarco de Samos Sobre las dimensiones y distancias del Sol y la Luna, el mismo que Juan había consultado en compañía de al-Kirmani en la biblioteca de la mezquita mayor de Zaragoza. Hojeó el ejemplar y comprobó que en éste había algunos dibujos que no existían en el de su ciudad, por lo que decidió proponer su compra a Abú Yafar. El director del observatorio aceptó enseguida. Revisaron distintos astrolabios, tablas astronómicas, brújulas, cuadrantes solares y planisferios, y dos horas después salían de la tienda cargados de libros y de instrumentos. Habían gastado casi doscientos dinares, pero los criados acarreaban sobre sus espaldas dos pesadas sacas repletas de valiosos materiales para el nuevo observatorio.

Se acercaba la hora de la comida y Zakariyya los invitó a su casa. Despidieron a los dos criados, que se dirigieron al Alcázar para dejar allí las compras, y atravesaron la medina. El anfitrión les iba describiendo cada uno de los edificios que se encontraban a su paso. Se detuvieron unos momentos en la mezquita mayor. Zakariyya les dijo que aquel templo había sido antes la catedral cristiana de la época de los godos y que cuando los musulmanes conquistaron la ciudad encontraron en ella innumerables tesoros y riquezas, puesto que aquella iglesia tenía la primacía entre todas las de Hispania y era la más rica y poderosa. Lo más valioso era la mesa del rey Salomón, fabricada con una esmeralda de una sola pieza que ahora estaba en Roma, y ciento setenta coronas de oro con perlas y rubíes.

Zakariyya fue desgranando todos y cada uno de los acontecimientos históricos de la ciudad y de vez en cuando señalaba unas piedras artísticamente labradas en la base de algunos edificios indicándoles que eran obra de los godos o de los romanos.

Recorrieron un sinfín de callejuelas y recovecos hasta llegar a la casa. Era una sólida construcción de piedra y ladrillo ubicada en el barrio de los altos funcionarios, uno de los sectores más lujosos de la ciudad. Tras una puerta en recodo se abría un patio embaldosado con azulejos dorados y verdes y enmarcado por varios arcos decorados con filigranas de yeso y cerámica. En el centro, rodeada de macizos de rosas y azucenas, sonaba armonioso el tintineo de una fuentecilla de piedra labrada con motivos semejantes a los de los godos. Un criado acudió presto a la llamada de su amo y Zakariyya le ordenó que sirviera algún refrigerio a sus invitados.

Un esclavo negro trajo una palangana y una jofaina para que se lavaran las manos, y a los pocos minutos acudió con una bandeja de plata en la que portaba tres espléndidas copas de vidrio cordobés que contenían sendos sorbetes de moras y unas escudillas con granos de las afamadas granadas toledanas y pistachos tostados con sal.

—Tened cuidado con las copas, mis queridos amigos —les previno Zakariyya mientras invitaba a los dos zaragozanos a sentarse en unos divanes en un extremo del patio—, son antiquísimas. Las heredé de mi padre, que a su vez las heredó del suyo. Según se ha transmitido en nuestra familia, estas copas son obra del taller de Córdoba en el que hace ya doscientos años se inventó el vidrio. Las guardamos como una verdadera reliquia y sólo permito que se usen en ocasiones especiales, y vuestra visita a mi casa lo es.

Entre tanto, varios criados prepararon el banquete en el comedor anexo al patio. A la mesa sólo se sentaron los tres hombres; las cuatro esposas de Zakariyya, que acudieron a cumplimentar a sus huéspedes con la cara descubierta pero con un velo sobre la cabeza, se retiraron en cuanto su marido se lo indicó.

La mesa estaba cubierta con manteles de cuero fino y las sillas del comedor de Zakariyya eran altas, muy similares a las que se usaban en Constantinopla y en Roma.

—Podréis observar que sigo las modas de los griegos. Prefiero comer así que no en las mesas bajas en las que solemos hacerlo los andalusíes. Un médico de la corte, buen amigo, me lo aconsejó. Dice que es mucho mejor para la digestión y que los líquidos se evacúan con mayor facilidad. Comer recostado o en cuclillas me parece incómodo y de peor gusto, aunque reconozco que quizá sea más familiar una comida al estilo tradicional.

Los criados sirvieron de entrante una ensalada de lechuga, espinacas cocidas con piñones y pasas y espárragos horneados con queso y orégano, acompañados de tarid, pedazos de pan migado remojados en caldo de verduras. Después trajeron dos salmones rellenos de huevo, berenjena, cebolla y ajos, y un asado de venado con crema de castañas aromatizado con laurel, tomillo y espliego. Por último se sirvió una suculenta bandeja con dulcísimos pastelillos de hojaldre rellenos de miel y almendras, fruta escarchada con azúcar y pastas de avellanas y nueces. Se bebieron con cierta profusión vinos blancos de Toledo y tintos de Albacete y unas tacitas de sawiq, un carísimo licor de dátiles fermentados con agua de la sagrada fuente de Zem-Zem, en la ciudad santa de La Meca. El licor se contenía en una jarra en la que una leyenda rezaba: «Es algo excelente, pues mis resultados están al alcance de la vista. Mi boca tiene un gusto agradable, está exenta de defectos, es sublime».

—Os agradecemos vuestra hospitalidad, Zakariyya, y esperamos poder corresponder de la misma manera cuando, si así lo quiere el Altísimo, vengáis por nuestra ciudad —dijo Abú Yafar.

—No hago sino cumplir con la máxima de nuestro Profeta —respondió Zakariyya.

—Creo que debemos retirarnos —alegó Juan—. Esta noche hemos de acudir a la fiesta de la dinastía de Su Majestad y es probable que tengáis que preparar alguna cosa —concluyó dirigiéndose a su anfitrión.

—Bueno, de eso se encarga el maestro de ceremonias de la corte, pero sí, debo ultimar algunos detalles. Un criado os acompañará hasta el Alcázar.

—No es preciso —señaló Abú Yafar—. No creo que nos perdamos.

Se despidieron de Zakariyya y regresaron al Alcázar. Juan tenía prisa por llegar para encontrarse con María.

Hicieron el amor durante toda la tarde, hasta que un siervo llamó a la puerta de su aposento para anunciar que todos los invitados al banquete real deberían estar en la almunia real, situada extramuros de la ciudad, al otro lado del río, cerca del puente de Alcántara, antes de la cuarta oración.

—Tengo que prepararme para acudir a la recepción. Ordenaré que te traigan algo para cenar-Volveré en cuanto pueda —dijo Juan besando dulcemente a su amante.

—Os espero ansiosa —contestó María.

Juan se vistió con la mejor de sus túnicas y acudió a buscar a Abú Yafar. Ambos se dirigieron hacia la almunia real atravesando toda la ciudad.

7

En los jardines de la almunia de recreo de al-Mamún, especialmente diseñados como un edén botánico por el médico y farmacólogo Ibn Walid, se arremolinaban decenas de dignatarios del reino de Toledo, altos funcionarios, intelectuales, generales del ejército, ricoshombres y algunos extranjeros. Los musulmanes toledanos eran fácilmente reconocibles; todos ellos eran pelirrojos, pues era costumbre entre los varones de una cierta edad teñirse el cabello con alheña para disimular las incipientes canas. No faltaban el autoproclamado obispo mozárabe, acompañado de tres presbíteros, y el gran rabino de la comunidad judía, junto con los rabinos de cada una de las sinagogas de la ciudad. Charlaban animosamente en grupos cuando unas fanfarrias sonaron atronadoras. Las enormes puertas de madera labrada pintadas en rojo y en verde, que comunicaban el jardín de la almunia con los espacios privados para uso exclusivo del rey y de las mujeres de su harén, se abrieron. Tras ellas aparecieron diez gigantescos negros sudaneses vestidos con pantalones bombachos de seda blanca, un chaleco de cuero blanco que dejaba entrever el torso y el vientre desnudos y un turbante de lana de color amaranto; al cinto portaban un enorme alfanje. Después de los africanos apareció el gran visir, caminando cadencioso entre los sonidos de las fanfarrias que cesaron cuando levantó el brazo derecho en el que portaba un largo bastón. El gran visir lucía una túnica de seda roja con brocados en plata y oro. En el silencio que siguió al estruendoso sonido de las trompetas, el visir, con voz potente y solemne, anunció:

—Su Majestad Yahya ibn Isma'il ibn Dinnún al-Mamún, soberano de Toledo y de las tierras de la Marca Media, señor del centro de al-Andalus, defensor de la fe verdadera, sustento de la gloriosa dinastía de los Banu Dinnún.

Volvieron a sonar las fanfarrias de manera más atronadora si cabe y apareció al-Mamún escoltado por cincuenta soldados vestidos de gala con corazas doradas, capas de lana roja y cascos con penachos de plumas púrpuras. Lucía una túnica de seda recubierta de láminas de oro y una corta capa de seda carmesí esmaltada con bordados de engastes de esmeraldas, perlas y zafiros, recogida sobre la espalda. Cubría su cabeza con un turbante rojo en cuyo frente brillaba una colosal esmeralda rodeada de una corona de perlas y brillantes.

Un paso detrás de él marchaba una esbelta mujer ataviada con un ceñido vestido de seda azul celeste, del famoso tono que sólo se lograba con los tintes de Toledo, que parecía cincelado sobre su cuerpo como una segunda piel. Decenas de perlas y diamantes cosidos con hilos de plata a la tela destellaban como luceros al amanecer. Un finísimo velo trasparente cubría la parte inferior de su rostro, pero dejaba al descubierto unos atrayentes ojos verdes límpidos como esmeraldas y una melena roja como el sol de los atardeceres de verano. Muchos de los congregados no pudieron evitar una exclamación de asombro ante la vista de aquella mujer. Juan reconoció de inmediato a Ingra, su amiga escocesa.

El rey se dirigió a un sitial fabricado con maderas nobles y coronas de flores y se sentó en un trono de plata; a su lado lo hizo Ingra. El trono estaba colocado en el centro del pabellón instalado en medio de un estanque artificial; estaba coronado por una cúpula de vidrieras de colores con emplomados forrados de oro. Una gigantesca noria elevaba a lo alto de la cúpula un constante caudal de agua que manaba sin cesar desde unos surtidores que la deslizaban en cascadas por las vidrieras. Enormes fanales iluminaban el pabellón y los jardines, desparramando su ondulante luz a través de los vidrios de colores en una sinfonía de infinitos matices cromáticos. Al-Mamún pronunció un discurso sobre las excelencias de su reinado y la grandeza de la dinastía que encabezaba. Animó a los musulmanes a defender el islam y a extenderlo y acabó lanzando unas repetitivas y retóricas proclamas sobre la unidad de los creyentes bajo los estandartes del Profeta y contra la amenaza de los infieles.

Juan apenas se enteró de una palabra del discurso. Sus ojos permanecían fijos en Ingra, como si quisiera hacerle saber con la mirada que él estaba allí. La escocesa se mantenía en la orgullosa y altiva pose con la que siempre la había conocido, incluso en los momentos más difíciles de la esclavitud. Aquella mujer desafiaba con su penetrante mirada a cuantos la admiraban. Debajo del velo transparente se atisbaba una sonrisa sardónica. Estaba segura de que el más mínimo de sus deseos sería satisfecho sin dudar por cualquier hombre y eso le ofrecía un poder casi absoluto en la corte.

—De modo que ésa es la famosa 'Ayab —susurró Abú Yafar a Juan mientras se dirigían al banquete una vez finalizado el discurso del rey y la entrega de regalos—. No me extraña que estuvieras tan interesado por ella, es la mujer más, más… bueno, más bella que he visto en toda mi vida.

—Sí, es ella, pero vuelvo a repetiros que sólo fuimos amigos —asentó Juan.

—De esa mujer no se puede ser «sólo un amigo».

—Pues sólo fuimos eso —afirmó Juan rotundo.

—De acuerdo, de acuerdo —se excusó Abú Yafar.

El banquete se había dispuesto en amplias mesas alrededor del gran salón de la almunia, profusamente iluminado por fastuosas arañas de azófar que colgaban del techo portando centenares de lamparillas. Se había distribuido el espacio en cuadrado, dejando libre uno de los lados, de tal manera que los sirvientes podían acceder a las mesas tanto por delante como por detrás. En el centro del salón se creaba así un amplio espacio en el que celebrar espectáculos mientras los comensales cenaban. Todos los invitados, a una indicación del maestro de ceremonias y una vez que lo hubo hecho el rey, se acomodaron entre magníficos divanes mullidos con cojines y almohadones de seda colocados junto a las mesas, y comenzó la cena.

Los criados servían sin cesar manjares deliciosos: cestillas hechas con hilos de verduras entrelazados contenían bolitas de hortalizas de distintos colores, guisadas en caldos aromáticos de intenso y prolongado sabor. Una gran variedad de pescados frescos, traídos desde el mar Atlántico especialmente para la ocasión, se presentaron condimentados de distintas maneras, asados con decenas de especias, fritos con variadas salsas y horneados con aromas de flores. Pinchos de carnes diversas, mezcladas de manera que los sabores se combinaran adecuadamente, flambeados con aguardiente de azúcar y aderezados con el exclusivo azafrán toledano, se ofrecieron todavía en llamas. Con solomillos de venados se habían fabricado unas canastillas en cuyo interior se había colocado un relleno de fritura de hígado de oca macerado en aguardiente de vino, sesos de cordero revueltos con huevo hilado, trufas y trocitos de manzana frita con miel. En los postres se desbordó la imaginación de los confiteros de palacio. Un enorme pastel con forma de mezquita apareció sobre una peana portada a hombros por ocho mulatas desnudas que cubrían su sexo con una concha de plata sujeta a las caderas por un cordoncillo de hilo trenzado. El pastel-mezquita tenía un alminar de caramelo, con ventanas hechas de fresas almibaradas. Los techos eran de fino hojaldre relleno de crema y las tejas se habían representado con miles de almendras tostadas adheridas al hojaldre mediante una fina capa de miel espolvoreada con canela. Los muros exteriores se habían levantado con turrón de nueces, avellanas y piñones, y las columnas del interior, que sostenían la techumbre de hojaldre y almendra, se habían imitado con cilindros de mazapán horneado. El mihrabera una verdadera filigrana de arcos de mazapán decorados con pedacitos de anaranjados albaricoques, verdes ciruelas, amarillas manzanas, ambarinos melocotones, rojas cerezas, rosadas fresas, doradas peras y violáceos arándanos, confitado todo ello en almíbar y perfumado con menta, hierbabuena y albahaca. Esclavas semidesnudas con máscaras de gacelas y colas de plumas servían por doquier en bandejas de plata y oro pastelitos de queso, de frutas y de nata y sorbetes de melón, frambuesa y apio aromatizados con fragancias de jengibre y menta. Tras los postres se repartieron unas cajitas con polvo de almizcle para inhalar por la nariz.

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