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Authors: José Luis Corral

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El salón dorado (69 page)

En los finos labios de Alfonso se dibujó una irónica sonrisa en tanto sus ojos despidieron un codicioso brillo. Juan hizo una protocolaria reverencia, giró sobre sus pies y salió de la tienda. La breve conversación con el rey de Castilla le bastó para entender que aquel hombre no levantaría el asedio Fácilmente. Parecía decidido a rendir Zaragoza y sus fuerzas eran lo suficientemente numerosas como para poner en jaque durante bastantes meses a la ciudad. Habría que idear alguna nueva estratagema para paliar aquella comprometida situación.

El sitio de Zaragoza por el ejército de Castilla duraba ya tres meses. No era un cerco demasiado asfixiante, incluso los mercaderes musulmanes salían de la ciudad para comerciar. Sólo estaba prohibido introducir alimentos y armas, todos los demás productos podían mercadearse simplemente pagando una tasa al cruzar las líneas castellanas. Alfonso quería hacer ver a los zaragozanos que cuando conquistara Zaragoza su vida apenas cambiaría en nada, y que les permitiría seguir manteniendo sus propiedades y sus negocios. Se permitió que en el día 12 del mes de rabí, I, la fiesta del nacimiento del profeta Mahoma, se introdujeran algunos víveres para celebrar los tradicionales banquetes con los que ese día se festejaba al fundador del islam. La estrategia del castellano estaba teniendo cierto éxito, pues en algunas tertulias, los mercaderes comenzaban a opinar abiertamente en contra de los que defendían la postura de mantener una resistencia a toda costa. No era infrecuente oír hablar de capitulación y pacto para entregar la ciudad.

Pero el primer día del mes de agosto, mediada la tarde, un viajero procedente de Calatayud propagó una noticia inesperada. Dos días antes el emir almorávide Yusuf ibn Tasufín había desembarcado con un poderoso ejército en Algeciras, donde la población lo había acogido con entusiasmo. Los embajadores de los reyes de Badajoz, Granada y Sevilla habían logrado convencerle para que acudiera en su ayuda.

La noticia se supo en Palacio en el momento en el que una delegación del rey de Castilla negociaba la entrega de ochenta mil dinares a cambio de finalizar el asedio. Al-Musta'ín estaba a punto de dar su conformidad a los legados castellanos cuando Juan irrumpió rompiendo todo protocolo en el salón del trono.

—¡No os comprometáis a nada, Majestad! —gritó desde el acceso laterAl-. Un poderoso ejército almorávide ha desembarcado en las playas del sur; los castellanos no tienen más remedio que retirarse.

El jefe de la delegación castellana miró a Juan con los ojos encendidos de ira. La misma noticia que el viajero musulmán había hecho correr aquella tarde por la ciudad había llegado al campamento cristiano por la mañana. Alfonso VI había planeado, confiado en que los zaragozanos tardarían uno o dos días en enterarse, aceptar el dinero ofrecido con anterioridad.

—Habéis tratado de engañarnos, caballero. Decidle a vuestro rey que no compraremos vuestra retirada sentenció al-Musta'ín.

—Nuestro cerco continuará pese a los almorávides. O nos entregáis el dinero prometido o conquistaremos vuestra ciudad y vuestro reino —amenazó Álvar Sánchez, el caballero castellano delegado de Alfonso VI.

—Marchaos —clamó irritado al-Musta'ín levantándose del trono del Salón Dorado.

Cuando hubieron salido los castellanos, el rey se dirigió a Juan.

—¿Qué noticia es esa?

—Majestad, un comerciante recién llegado de Calatayud dice que los almorávides han desembarcado. Constituyen un ejército de más de cien mil hombres y a ellos se sumarán los ejércitos de las taifas del sur. Alfonso no tiene otro remedio que levantar el cerco a que nos ha sometido y salir a su encuentro, o perderá Toledo y otras ciudades de la Marca Media —observó Juan.

Al amanecer del día siguiente la actividad en el campamento de los sitiadores era mucho más febril que de costumbre. Los soldados corrían de un lado para otro recogiendo todas las armas, embadurnándolas con grasa y colocándolas en carretas, envueltas en trapos entre haces de paja para evitar que se oxidaran.

A media mañana comenzaron a desmontar las tiendas más cercanas a la ciudad y al final del día el campamento estaba casi totalmente desmantelado. Sólo quedaban en pie algunas tiendas, unos pabellones de paredes de barro y tejado de cañizos y bálago en los que solía dormir la tropa y la empalizada que rodeaba el cabezo donde habían estado plantadas las tiendas de los nobles y caballeros. Un día más tarde los castellanos habían desaparecido. Entre los restos de lo que fue su campamento sólo merodeaban algunos perros salvajes y alimañas en busca de los despojos. Una patrulla de reconocimiento enviada por Ibn Hasday ratificó que los sitiadores se dirigían por el camino del sur en dirección a Toledo.

Toda la población festejó el final del asedio. En las calles y en las plazas estallaron espontáneas muestras de alegría. El vino y la comida corrieron de manera abundante. En cierto modo habían tenido mucha suerte; los castellanos no habían quemado las cosechas, es probable que esperaran recogerlas ellos mismos, y buena parte del trigo, la cebada, la fruta, las hortalizas y las legumbres todavía podía salvarse.

2

La retirada de los castellanos permitió a Juan acudir con más frecuencia a visitar a Shams y a Ismail. Durante el asedio, el joven Ismail había imaginado que luchaba codo a codo con el que creía su hermano mayor contra los sitiadores. Su desbordante imaginación de adolescente lo había transportado a un mundo de batallas incruentas en las que nadie sufría, nadie moría y nadie era herido; sólo había heroicos soldados que regresaban del combate cargados de honores y de gloria. Ismail había cumplido diecisiete años y a esa edad parecía claro que Juan ya no podría hacer cambiar su afición a las armas y al ejército. Había intentado que se aficionara a los libros y al estudio y algunos días lo había acompañado a la biblioteca real, a la de la mezquita mayor y a la de Abú Yalid, pero el muchacho sólo había prestado atención a los tratados militares. Le apasionaba especialmente el Tratado sobre la guerra de Hierón de Siracusa, del que había pedido que le hicieran una copia del ejemplar que había en la biblioteca palatina. Se sabía de memoria párrafos enteros de Laguerra de las Galias, del gran Julio César, admiraba el genio y la decisión de Aníbal y soñaba con emular la epopeya de Alejandro Magno. Siempre que Shams se lo permitía, acudía al campo de ejercicios militares de la Almozara y se quedaba ensimismado ante las evoluciones de los jinetes, las cargas de caballería de los escuadrones de la guardia real o los combates simulados con mazas y espadas. Con maderas, palos y cuerdas se había fabricado un verdadero arsenal de armas de juguete que esperaba reemplazar en el futuro por verdaderas espadas y lanzas de hierro.

Juan se sentía día a día más feliz junto a su amada Shams. Veía crecer a su hijo sano y fuerte, pleno de vitalidad y de energía. No era partidario de su excesiva atracción hacia la vida militar, que sólo era comparable con su nobleza y su orgullo, pero tras el asedio de Zaragoza había aceptado lo que el inexorable destino parecía haber reservado para Ismail. La carta astral de su hijo estaba dominada por Marte y ello indicaba una clara tendencia hacia la vida castrense; estaba escrito en las estrellas que su hijo acabaría siendo un soldado.

Cuando abandonó Zaragoza, Alfonso VI se dirigió hacia Toledo. En cuanto supo del desembarco de los almorávides no dudó ni un momento en que el objetivo inmediato de los africanos sería la recién conquistada capital. El ejército almorávide, al que se unieron tropas de Sevilla, Granada, Almería y Badajoz, acampó cerca de esta última ciudad, a donde se había dirigido Alfonso para evitar que el enfrentamiento se produjera a las puertas de Toledo. En todas las mezquitas de al-Andalus se había predicado la guerra santa, llamando a todos los musulmanes a la yihaz para que acudieran a defender la fe del Profeta.

El rey de Castilla, en camino hacia Badajoz, envió un mensaje a Ibn Tasufín y ambos convinieron el día del combate para el sábado, pero los castellanos atacaron el viernes anterior, rompiendo la palabra dada. Enfervorecidos y crispados, los caballeros castellanos lanzaron sus monturas a una desbocada carrera de tres millas de longitud. En la vanguardia de los musulmanes formaban las tropas de los reinos de taifas, que sucumbieron ante el empuje brutal de los gigantescos rocines acorazados. El frente del ejército musulmán, formado por los soldados de las taifas, se había roto, pero la cabalgada había sido demasiado larga; los macizos pencos estaban agotados tras la carrera y una vez realizado el primer envite apenas les quedaba aliento para repetir una segunda embestida. Agotados por la prolongada carrera, los caballeros cristianos intentaron rehacerse, mas entre ellos y su infantería habían dejado demasiado espacio vacío. Pronto se vieron rodeados por un hábil movimiento de la caballería musulmana, cuyos corceles árabes, más pequeños y ligeros y mucho más veloces y operativos, realizaron una perfecta maniobra envolvente y el grueso de la caballería castellana quedó encerrado entre la infantería africana y los jinetes ligeros musulmanes. Protegidos con llamativos escudos de piel de buey y de onagro reforzados con tiras de cuero de antílope sahariano, de una dureza y a la vez de una flexibilidad extraordinarias, los infantes de la segunda línea de la infantería almorávide no cesaban de arrojar mortíferos venablos.

Los caballeros castellanos, forrados con pesadas corazas y cotas de mallas, se defendían con bravura mediante grandes mandobles con las enormes espadas manejadas a dos manos, pero su movilidad era escasa, y aunque causaban verdaderos estragos entre las filas de los musulmanes, la batalla parecía claramente decantada hacia los seguidores del Profeta.

En la retaguardia se mantenía a la expectativa Yusuf ibn Tasufín, al frente de lo más granado de su caballería. Cuando entendió que la situación era la propicia, dio una orden y centenares de tambores iniciaron el redoble al unísono. La caballería almorávide cargó simultáneamente contra los castellanos, cuya infantería acudía a toda marcha hacia la batalla en apoyo de su desguarnecida caballería. El estruendo de los tambores era tal que la misma tierra parecía temblar y algunos miraron al cielo imaginando que se iba a abrir de un momento a otro para dejar caer sobre sus conmocionadas cabezas una cascada de estrellas. La infantería cristiana se detuvo despavorida ante el horrísono estruendo que llegaba de las filas africanas, y creyeron que era el mismísimo demonio quien emitía aquel trémulo ruido. Una lluvia de saetas lanzadas por los ballesteros con las nuevas ballestas, tan tensas que había que armarlas con los pies, dejó la tierra sembrada de cadáveres de cristianos. Los guerreros almorávides, tocados con turbantes negros, tapadas sus bocas con bufandas de lino, vestidos con pantalones, túnicas y mantos negros y armados con escudos redondos de madera, lanzas y espadas, izaron los estandartes victoriosos del islam sobre la colina que dominaba el campo de combate.

La batalla tuvo lugar cerca de Badajoz, en el llano de Zalaca, el 12 de rayab del 479 de la hégira, el viernes 23 de octubre del año 1086 del calendario cristiano. Alfonso VI huyó hasta Toledo, pero los musulmanes no lo persiguieron. La derrota castellana se conoció en Zaragoza apenas dos días después y fue recibida con alivio. La hecatombe del ejército cristiano había sido tal que los zaragozanos estaban convencidos de que el rey de Castilla no volvería a asediar su ciudad durante mucho tiempo.

El Cid, restablecido de sus heridas, regresó a Zaragoza tras haber pasado casi un año en un castillo en las tierras del sur del reino. Se mostró muy apesadumbrado por el resultado de la batalla de Zalaca. Acompañado por trescientos soldados atravesó el campo de la Almozara y enfiló el camino de Toledo. En esta ciudad se había refugiado el rey Alfonso, y el Cid acudió ante él para ofrecerle su ayuda. El monarca se reconcilió con su vasallo y a cambio de su servicio le entregó los castillos de Gormaz y de Dueñas.

Juan aprovechó la calma de los meses que siguieron al desastre castellano de Zalaca para replantear su trabajo en el observatorio y en la biblioteca. Desde los tiempos de al-Muqtádir, la biblioteca era un centro de enseñanza para los hijos de las familias nobles del reino. No menos de treinta jóvenes entre doce y veinte años aprendían diversas disciplinas, pero no existía un plan de estudios al estilo de los que se habían elaborado en Constantinopla o en Bagdad. Por diversos viajeros venidos de Oriente supo que en Bagdad funcionaba de manera excelente la Universidad de Nizamiyya, de la que había tenido noticia en Toledo, que era conocida como La Casa de la Sabiduría, y que en Fez, Córdoba y Sevilla se estaban poniendo en marcha diversas escuelas superiores para la enseñanza de la filosofía, la astronomía, la medicina y la física, semejantes a lo que había visto en La Casa del Saber de Toledo. Fue entonces cuando planteó reconvertir la modesta escuela palatina y a partir de ella crear una verdadera universidad a imitación de La Casa de la Sabiduría bagdadí o de su más modesta hijuela, La Casa del Saber de Toledo. Ocupada esta ciudad por los castellanos, Zaragoza podría tomar el relevo.

Al-Musta'ín acogió de buen grado la propuesta de Juan y le pidió que le presentara un proyecto. El eslavo tenía una buena experiencia después de haber creado con éxito y prácticamente de la nada la Escuela de Traductores de Tarazona. Esta nueva empresa era mayor y requeriría de mucho más esfuerzo, pero sin duda merecía la pena intentarlo. Si Miguel Psello lo había logrado en Constantinopla, él lo conseguiría ahora en el extremo occidental del mundo. Sería preciso rodearse de colaboradores, buscar un edificio apropiado, preparar a los profesores, buscar el dinero necesario para ponerla en marcha, seleccionar a los alumnos, elaborar los planes de estudio, en fin, todo un cúmulo de tareas que requeriría de su plena dedicación.

El intransigente 'Abd Allah ibn Alí al-Ansarí, el imán chiíta apodado Abú Muhámmad que había encabezado la revuelta contra los mozárabes años atrás, se opuso a la creación de la universidad. Gracias a su exaltado ánimo, había logrado auparse al puesto de jefe de oración en la mezquita mayor, pero era muy anciano y murió ese mismo año, con lo que el rechazo de los clérigos a la universidad desapareció con él.

La corte rebosaba de intelectuales de todo tipo: astrónomos, juristas, poetas, filósofos, matemáticos, médicos, físicos y teólogos. El mecenazgo de los Banu Hud había hecho de Zaragoza el principal foco de atracción para todos los eruditos de al-Andalus, pero un reputado sabio no tenía por qué ser un buen profesor. Casos como el de al-Kirmani no solían ser frecuentes y encontrar a quien reuniera la doble condición de poseer el conocimiento y saber transmitirlo con claridad y elocuencia no era sencillo. Ibn Paquda, Ibn Buklaris e Ibn Bajja le ayudarían a elaborar sus planes y a elegir a las personas más cualificadas. Había un antecedente que parecía eficaz, y era el plan de estudios que había diseñado para la formación de Abú Bakr ibn Bajja, su pupilo. Si había servido para que el hijo de Yahya ibn al-Sa'igh se hubiera convertido en un docto joven, no había en principio que dudar de su eficiencia para con otros.

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