El salón dorado (70 page)

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Authors: José Luis Corral

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Durante varias semanas Juan se reunió con los más prestigiosos maestros de la ciudad y fue elaborando su proyecto con la incorporación de las mejores aportaciones de cada uno de ellos. Se trasladó a la Escuela de Traductores de Tarazona y allí citó a maestros y estudiantes de Tudela, de Ágreda y de Soria. Se fijó muy especialmente en un joven judío toledano, que llevaba dos meses estudiando en la Escuela, llamado Yehudá Ha-Leví, el cual había hecho escala en Tarazona de camino a Toledo, y en un musulmán conocido como Abú Tahir, que había escrito un excelente ensayo sobre el destino.

De regreso a Zaragoza presentó un informe de sus trabajos previos a al-Musta'ín, que ordenó al gran visir Ibn Hasday que buscara la financiación para fundar la universidad. Se formó un grupo de profesores que serían los encargados de elaborar el plan de estudios. Ibn Buklaris se comprometió a redactar un tratado de farmacología. Ibn Paquda, que acababa de finalizar un libro de teología y ascética titulado Los deberes de los corazones, en el que defendía la reflexión racional, el libre examen de la ley divina y reivindicaba la vida interna de la conciencia, aseguró que en un año tendría listo un manual de lógica. Pero días después tuvo que rectificar y alargar el plazo en otro año, pues la comunidad hebrea le ofreció el cargo de dayyah, juez supremo de la aljama, sin duda el más prestigioso de cuantos existían en la judería zaragozana, y él aceptó. Su ascendiente y su autoridad moral eran tales que no pudo negarse; pronto fue llamado he-hasid, es decir, «el Moralista», y algunos, debido al respeto que su persona infundía, le comenzaron a apodar ha-zaqen, «el Anciano», pese a que no era demasiado viejo todavía. El prestigioso y honorable cadí 'Abd Allah ibn Muhammad, que había sido nombrado juez supremo poco antes de la muerte de Al-Mu'tamín, preparó un manual para juristas. El excelente gramático de Badajoz Ibn al-Sid, que residía en Zaragoza desde hacía un par de años tras haberse marchado de Albarracín por enemistad con su soberano, le prometió escribir un tratado de gramática árabe. El, joven e infatigable Ibn Bajja redactaría una enciclopedia científica, comenzando por un libro sobre las plantas que ya tenía muy avanzado. Por último, Juan inició la redacción de un ambicioso proyecto que hacía tiempo que había planificado, la elaboración de una magna enciclopedia de astronomía cuyo primer tomo estaría dedicado a la Tierra.

La pasión con que Juan se dedicó a gestar la universidad no le impidió seguir viendo ahora casi a diario a Shams y a Ismail. Tumbados sobre el lecho, el eslavo le describía a su amada cómo sería el nuevo edificio que pronto se comenzaría a construir para albergar a la universidad. El rey había donado varias casas ubicadas junto a la mezquita de la puerta de Alquibla; sobre ellas se levantaría una madraza que se articularía en torno a un gran patio central, una de cuyas alas estaría ocupada por la biblioteca, otras por varias aulas, la tercera por un hospital y la cuarta por los talleres, almacenes y otras dependencias. En cuanto la universidad estuviera funcionando y fuera nombrado director, quizás en poco menos de dos años, podrían casarse y entonces adoptaría a Ismail.

3

En Castilla, el Cid volvió a enemistarse con Alfonso VI. Rehecho al menos parcialmente de la derrota de Zalaca, el rey de Castilla decidió presionar de nuevo sobre el reino de Zaragoza. A comienzos del invierno convocó a diversos caballeros cruzados franceses que atraídos por el botín que se les prometía sitiaron Tudela, aunque se marcharon en cuanto el jefe de los cruzados, el vizconde normando Guillermo de Melún, fue acusado de vender a sus compañeros a los musulmanes. Rodrigo Díaz había sido convocado por su soberano para que acudiera desde Gormaz en ayuda de los franceses, pero el Cid hizo caso omiso y no se dio por enterado. La contradicción tenía que estallar alguna vez; el de Vivar tuvo que optar y desobedeció a su rey para no atacar a sus viejos amigos y aliados zaragozanos. La consecuencia inmediata fue un nuevo destierro del Cid.

La calma que siguió a la batalla de Zalaca fue efímera. Apenas un año después, por todas partes estallaron conflictos y de nuevo Zaragoza estaba en el centro de todos ellos. Al-Qadir, el soberano títere depuesto de Toledo y colocado por Alfonso VI en Valencia, se mostraba incapaz de controlar la situación en la capital de Levante, que dividido en pequeños reinos y señoríos era acosado sin tregua por los cristianos. Los aragoneses seguían conquistando paso a paso pequeños castillos en la frontera norte y el Cid gestaba en su cabeza la idea de convertirse en soberano de las feraces y desvertebradas tierras valencianas.

En la primavera de 1088 el Cid decidió guerrear por su cuenta. Se estableció al sur del reino de Zaragoza y sometió a parias a las taifas de Albarracín, Valencia, Sagunto y Denia. A los tres meses había logrado recaudar la considerable suma de cien mil dinares, lo que le permitía mantener un poderoso ejército de setecientos jinetes y casi dos mil infantes. Sobre las tierras montañosas del Maestrazgo fundó un principado fortaleciéndose en tanto evitaba cualquier enfrentamiento con Alfonso VI de Castilla y los almorávides, y conservando buenas relaciones con al-Musta'ín de Zaragoza.

Los alfaquíes de Levante, ante el caos en que estaba sumida la región, enviaron una embajada al emir almorávide solicitando que reintegrara la unidad a estas tierras del islam Yusuf ibn Tasufín volvió a cruzar el estrecho de Gibraltar y encabezó una nueva coalición contra los cristianos. Pero los musulmanes de al-Andalus se mostraban cada vez más enfrentados y desunidos y cada uno de ellos sólo pretendía ser más rico y más poderoso a costa del vecino. Yusuf, desengañado, regresó a África.

Las disensiones internas entre los musulmanes y la creciente presión de los cristianos provocaron un retraso en la creación de la universidad. El rey de Zaragoza se vio obligado a intervenir en Valencia, donde los Banu Hud seguían teniendo aliados. A los pocos meses de suceder a su padre, falleció Abú Amr' y las disensiones entre los partidarios de los Banu Hud y los de al-Qadir estallaron. Alfonso VI logró que su tutelado al-Qadir fuera reconocido como nuevo rey, pero la tensión no cesó. Esta ciudad estaba asediada por al-Mundir de Lérida y al-Qadir envió una carta urgente en demanda de ayuda a al-Musta'ín. Éste acudió en su socorro en compañía del Cid, pues le había prometido que se la entregaría. Pasaron los días y al-Qadir no cumplía su promesa, por lo que al-Musta'ín propuso al Cid tomar al asalto la ciudad.

—Al-Qadir es un traidor repugnante. Está dándonos largas para no entregarnos Valencia. No tenemos otra opción que escalar sus murallas y conquistarla —proponía al-Musta'ín ante el Cid y Juan, que había acompañado al monarca en la campaña.

—Me colocáis en un serio compromiso, señor —replicó Rodrigo—. Sigo siendo vasallo de Alfonso y Valencia es un feudo de Castilla. Si ahora os ayudo a conquistarla incumpliré mi juramento de fidelidad y seré proclamado felón.

—Antes de iniciar esta campaña pactamos que me ayudaríais en la conquista de la ciudad, que sería para mí a cambio de recibir vos todo el botín —alegó el rey de Zaragoza.

—Es cierto, mi señor, pero mi ayuda se refería a levantar el asedio del tirano de Lérida. Si vos ocupabais la ciudad después, yo recibiría el botín a cambio de mis servicios, pero si al-Qadir se niega ahora a entregaros Valencia y yo os ayudo a hacerlo por la fuerza me rebelo contra mi rey, a quien juré servir —se excusó el Cid.

—También jurasteis servirme a mí, y antes a mi padre y a mi abuelo.

—Yo os sirvo, Majestad, pero no me pidáis que incumpla mi palabra de caballero. Cuando Alfonso solicitó mi ayuda para atacar vuestra ciudad de Tudela no intervine por fidelidad a vos y eso me costó tener que abandonar de nuevo mis dominios en Castilla; no me forcéis a tomar la decisión de elegir entre dos fidelidades —repitió Rodrigo.

—Majestad —intervino Juan—, creo que don Rodrigo tiene razón. Ya habrá oportunidad más adelante para que os rindan Valencia. Por el momento podríamos proponer a al-Qadir un pacto. Nos retiraremos a cambio de que nos entregue un castillo, quizás el de Liria, y de que dejemos en Valencia un pequeño contingente de caballería bajo el pretexto de que sirva para la defensa de la ciudad por si volvieran a sitiarla. Así lograríamos introducir agentes nuestros y mantendríamos una posición de fuerza en el futuro.

Al-Musta'ín reflexionó unos instantes: sin la ayuda de los soldados de Rodrigo no podría conquistar Valencia y no quería regresar a su capital fracasado en su primera campaña. Su abuelo y su padre habían vuelto siempre triunfantes y eso había provocado en sus súbditos la sensación de que con la dinastía de los Banu Hud nada tenían que temer.

—De acuerdo —admitió el rey—. Si al-Qadir acepta el trato, nos retiraremos.

El soberano de Valencia firmó el tratado que le presentó Juan como delegado del rey de Zaragoza y el ejército hudí emprendió el regreso. Durante todo el camino al-Musta'ín mostró un semblante torvo y huraño. Su ambición por incorporar Valencia a sus dominios había sido desmedida y su ímpetu por lograrlo cuanto antes no le había ayudado a calibrar sus fuerzas. Al ponerse en marcha hacia Levante ni siquiera evaluó el número de sus propias tropas y una vez enfrentado con la realidad comprobó que los efectivos del Cid duplicaban a los suyos, por lo que bien a su pesar debió dejar de lado por el momento sus ansias expansionistas.

La situación de Zaragoza se tornaba día a día más delicada. Los aragoneses aprovechaban cualquier ocasión para ir arrancando pedazos de tierra por el norte. Barbastro y Huesca, las dos ciudades de la frontera septentrional, eran sus objetivos inmediatos. El aguerrido rey Sancho Ramírez había diseñado un eficaz plan para la conquista de ambas que pasaba por ir cerrando un círculo de fortificaciones en torno a ellas hasta colapsarlas y forzar su capitulación. La osadía del aragonés llegó a tal extremo que durante el verano de 1089 se paseó con un pequeño contingente de tropas ante la muralla de Zaragoza, inspeccionando sus defensas, y conquistó Monzón; al tiempo ordenaba construir la fortaleza de Montearagón, sobre Huesca, y dos años después la del Castelar, a tan sólo cuatro leguas del Ebro, desde donde se dominaban los caminos entre la capital de la taifa y las tierras de Ejea.

Los reinos de taifas estaban a merced de los almorávides. Nadie dudaba de que en cuanto se lo propusiera Ibn Tasufín todo al-Andalus sería una provincia más del imperio norteafricano. En una reunión del consejo privado en el Palacio de la Alegría se tomó la decisión de no claudicar ante los almorávides. El lema de al-Mu'tamín, «ni almorávides ni cristianos», fue de nuevo la clave de la política zaragozana; la consigna: resistir.

Al poco de cumplir veinte años, tras dos de servicio como escudero, Ismail ingresó en el cuerpo de la guardia real. Juan había intentado convencer a su hijo para que no lo hiciera, pero sin ningún éxito. En una ocasión, mientras ambos paseaban por la alameda de la Almozara, había estado a punto de confesarle la verdad; por un momento sintió la necesidad de decirle que era su hijo, pero se abstuvo de hacerlo en la creencia de que ni siquiera eso hubiera servido para alejar de su cabeza la idea de ingresar en el ejército. Durante un año recibió instrucción militar y fue destinado al batallón que mandaba el comandante 'Abd Allah ibn Yahya, su hermano legal. Sus primeras acciones las realizó en la frontera norte, aunque no llegó a entrar en combate.

Por su parte, el Cid adoptaba una situación ambigua. Instalado en sus dominios de Morella, una fortaleza inexpugnable en las montañas del Maestrazgo, salía con frecuencia en algara en busca de botín por tierras de la costa. No faltaron quienes en la propia Zaragoza levantaron su voz contra su antiguo héroe, pero éste replicaba que se trataba de acciones para conseguir comida para sus tropas.

El poder del Cid aumentaba sin cesar. Gracias a las parias que le pagaban los reyezuelos de Valencia, Albarracín y Alpuente logró mantener en pie de guerra de manera permanente a un formidable ejército de siete mil hombres. Volvió a derrotar en combate al conde de Barcelona y lo retuvo durante unos días, aunque como hiciera la primera vez por orden de al-Muqtádir, lo dejó en libertad. Su táctica era fortalecerse y esperar hasta que se dieran las condiciones necesarias para conquistar Valencia.

Al-Qadir, el indolente rey de Valencia colocado en el trono por Alfonso VI, fue asesinado durante la celebración del ramadán por partidarios de los almorávides cuando huía de una revuelta contra su desafortunado gobierno. Su cabeza fue paseada por zocos y calles y su cuerpo arrojado a una laguna, de donde lo recogió un piadoso comerciante para darle sepultura. El Cid se encontraba en ese momento de visita en Zaragoza y atisbó en este acontecimiento la ocasión que esperaba para lanzarse a la conquista de la capital de Levante.

Al-Mundir, el tío de al-Musta'ín, había muerto unos meses antes, dejando el trono de Lérida, Tortosa y Denia a su hijo Sulaymán. Pero entre tanto, los almorávides habían decidido suprimir los reinos de taifas. Los reyes de Granada y Sevilla, enterados de que Ibn Tasufín estaba tramando un plan para integrar estos Estados en su imperio, buscaron en secreto el apoyo de Alfonso VI. En Al-Andalus, los poderosos e influyentes alfaquíes del todopoderoso partido ortodoxo y clerical malikí, al frente del cual estaban prestigiosos juristas, se pusieron de parte de los africanos y en las mezquitas comenzaron una campaña de predicaciones en favor de la unidad del islam en claro apoyo a Ibn Tasufín. Dos eclipses sucedidos en apenas un año fueron interpretados como un funesto presagio para los musulmanes de al-Andalus.

Los alfaquíes acusaron a los reyezuelos de quebrar la ilusión del pueblo andalusí, les reprocharon haber abandonado los asuntos de gobierno en manos de visires judíos y de eunucos conspiradores y no respetar el espíritu de solidaridad de los musulmanes, y les tildaron de cobardía ante los cristianos, de disolutos e impíos y de holgazanear en una vida muelle y entregada a los placeres. Yusuf ibn Tasufín, para superar sus propios escrúpulos religiosos que le hacían dudar sobre lo lícito de un ataque contra los musulmanes andalusíes, solicitó a los más prestigiosos alfaquíes de Fez y Marrakech varios fatwas; con estos dictámenes jurídicos favorables a la intervención contra los taifas, el emir almorávide, cansado de los engaños de los andalusíes, atravesó el Estrecho y se dirigió hacia Granada, donde su rey 'Abd Allah se rindió sin condiciones y sin luchar. Los demás buscaron la alianza con Castilla, pero poco después cayeron Córdoba, Almería, Sevilla, Murcia, Valencia y Badajoz. El orgulloso y altanero al-Mu'tamid, rey de Sevilla, fue hecho prisionero, despojado de todas sus propiedades y deportado a África, como antes ocurriera con 'Abd Allah de Granada.

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