El salón dorado (33 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

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Juan enseñaba las letras griegas a sus dos discípulos al calor de un brasero de bronce. Yahya entró en la estancia y sus dos hijos se levantaron para ir a saludar a su padre.

—Salid un momento, pequeños, tengo que hablar con Juan.

Los dos obedecieron con gusto, pues preferían jugar en el jardín a seguir el aprendizaje de aquellas raras letras.

—Esta tarde —dijo Yahya— voy a ir al mercado de esclavos. Una de mis esposas está a punto de dar a luz y necesitaré una sierva joven que la atienda y que cuide del niño. Tengo tres mujeres y es hora de ir buscando una cuarta. Pero no creas que todos los musulmanes pueden tener ese número. El Profeta, su nombre sea bendito, consintió hasta cuatro esposas legales y tantas concubinas como un hombre pueda mantener con decoro. Claro que eso sólo se lo permiten los ricos. Lo habitual es que cada hombre tenga una sola mujer, o dos a lo sumo. Muy pocos pueden alimentar a cuatro y únicamente los reyes y los grandes señores poseen harenes con decenas de concubinas. Si encuentro una esclava de mi gusto es probable que la haga mi esposa más adelante. Un comerciante del zoco, buen amigo mío, me ha dicho que van a subastar una partida de jóvenes muchachas procedente de Barcelona. Sin duda habrá de diversas razas y quizás alguna me agrade. Quiero que vengas conmigo para que me sirvas de intérprete, pues hace tiempo que deseo adquirir una joven eslava de cabellos dorados, piel lechosa y ojos como el cielo, de tu misma raza.

Yahya y Juan salieron de casa camino del mercado de esclavos, que se encontraba entre la mezquita aljama y el río. Les acompañaba Said al-Jayr, experto comerciante en la trata de esclavos y amigo de Yahya. Este individuo era hombre de ojos vivaces y porte altivo, aunque de escasa estatura, que trataba de disimular calzando unos zapatos con suela de corcho de roble con alto tacón rellenado con arena. Por el camino, Said le recordó a su cliente el cuidado que había que tener a la hora de comprar una sierva.

—No debes precipitarte al elegir —recomendaba con aire de suficiencia—. Hay mercaderes que a pesar de la vigilancia del almutazaf ponen todo su ingenio en presentar a unos esclavos de determinada categoría como si fueran de otra. Son tan estafadores como los fruteros que untan los higos con aceite para que parezcan frescos. Pretendes una atractiva esclava que sea a la vez niñera para tu futuro hijo y amante, e incluso esposa, para ti. Pues bien, has de saber que a diferencia de los esclavos masculinos, entre los que los indios y los nubios son aconsejables para guardar las propiedades y cosas, los negros como criados, eunucos y labradores y los turcos y eslavos como soldados, entre las diversas razas de mujeres, las bereberes son ideales para los placeres del lecho y de natural son las más obedientes y diligentes para el trabajo; sus hijos son los más sanos y en el parto demuestran un valor como ninguna otra. Las cristianas son muy celosas del cuidado del dinero y de la despensa, pero son las peores para la voluptuosidad. Las turcas son poco agraciadas y sus rostros desagradables a la vista, pero son trabajadoras y engendran hijos valerosos. Las etíopes tienen la naturaleza más dura y resistente que Dios, su nombre sea loado, ha creado y soportan sin rechistar todo tipo de trabajos y fatigas; sus pechos son grandes y caudalosos, pero son feas y sus toscos cuerpos emanan un fuerte olor acre que no las hace apetecibles. Las armenias son muy bellas, de perfectos rostros ovalados y brillantes ojos melados, pero son en extremo avaras y no se someten con facilidad, muestran siempre un carácter esquivo y rebelde. Las nubias tienen una naturaleza obediente y dócil para con sus amos, como si hubieran sido creadas para la esclavitud; acatan las órdenes sin dudar y siempre sonríen, pero son ladronas y de poco fiar. Las hindúes son las mejores amantes; dulces y tiernas como huríes, siempre están dispuestas para el amor; en ellas encuentran los hombres los mejores deleites y placeres, pero son orgullosas y no soportan la humillación. Si se sienten ofendidas son capaces de cometer los mayores crímenes y pueden llegar a suicidarse, pero si se las trata bien permanecen fieles hasta la muerte. Las iraquíes son incitantes y coquetas, las mequíes delicadas y excelentes cantantes y las medinesas elegantes y altivas. En cuanto a las que tú buscas, las eslavas son fuertes y resistentes, ariscas al principio aunque se someten con un poco de tacto y cierta disciplina. En el lecho son ardientes si no se las toma con frecuencia; engendran hijos sanos y robustos a los que cuidan con total dedicación. Ten en cuenta todo esto antes de comprar y regatea en el precio, pero no cierres el trato hasta que yo te indique que puedes hacerlo.

—Amigo Said —ironizó Yahya—, veo que tus conocimientos teóricos, muy amplios, no te han servido en la práctica. Si los hubieses aplicado no habrías tenido que repudiar a tu segunda esposa y decirle que era para ti «como la espalda de tu madre». Creíste que te sería fiel y te engañó con uno de tus mejores amigos; tu ojo de experto no funcionó con esa armenia de ademanes coquetos y porte altivo.

—Bueno —alegó Said—, aquello fue, aunque se concretó legalmente como matrimonio, cual una «unión del goce». Para míconstituyó una mera alianza eventual, como las que practican algunos mercaderes que pasan largas temporadas en otras ciudades y que no pocos equiparan con la prostitución.

El mercado rebosaba de compradores dispuestos a adquirir la preciada mercancía que desde hacía semanas se pregonaba en la ciudad. Musa ibn Fahd, el principal comerciante de esclavos de todo el reino, había adquirido a las jóvenes más bellas para mostrarlas a los ávidos clientes. Cada esclava tenía una completa ficha en la que se hacía constar su edad, a veces de manera aproximada, sus señas físicas, su nombre, su procedencia y un certificado en el que se certificaba su condición de virgen o, en caso de no serlo, credencial de no estar encinta. Para aquella subasta habían acudido a Zaragoza gentes de todo al-Andalus en busca de esclavas para revender después en Toledo, Sevilla, Badajoz o Granada. Había corrido la noticia de que una partida de veinte jóvenes de extraordinaria belleza, y que en principio iban destinadas al harén del rey, había sido rechazada debido a una indicación de su astrólogo; esas jóvenes se iban a vender en subasta pública. Las muchachas compradas en la capital de la antigua Marca Superior eran las más codiciadas de todo al-Andalus y simplemente con el certificado de haber sido adquiridas en Zaragoza su precio ascendía un veinte por ciento al ser vendidas en otras ciudades del sur.

La subasta se celebró en el ma'rid del zoco norte, el lugar especial dedicado a la venta de esclavos, en un amplio patio cubierto en cuyo centro se había colocado un estrado desde el que Musa ibn Fahd y sus ayudantes mostraron en primer lugar a media docena de eunucos. Tres de ellos eran originarios de Almería y habían sido castrados, apenas recién nacidos, por los hábiles cirujanos judíos de esa ciudad. Los otros tres eran eslavos, o al menos eso decían los subastadores, y, a diferencia de los almerienses, que carecían de testículos y de pene —este tipo de eunuco se denominaba madjbub—, los eslavos sólo habían sido desprovistos de sus compañones y conservaban la verga, es decir, eran khassi.

—Los eunucos castrados de niños son los más caros. Su voz seguirá siendo atildada y suave durante toda su vida, no les crecerá barba ni vello y sus cabellos serán siempre finos y sedosos, pero se ajarán pronto, su piel se tornará pálida y apergaminada y engordarán deprisa. Mas hasta entonces, son los que proporcionan un mayor placer a sus amos. La operación de castración es muy delicada y peligrosa; más de la mitad mueren tras la intervención, por eso su precio es tan elevado —explicaba Said a Yahya.

—Es una práctica cruel, pero sin duda un buen negocio —comentó Yahya.

—Tu esclavo hubiera sido un magnífico eunuco. Es guapo, de rostro agradable y bello y de piel blanca. Hubieran pagado muchos dinares por él —ironizó Said mirando a Juan de soslayo.

—Ya es un hombre y me sirve mucho mejor como preceptor de mis hijos y traductor.

—Sí, es demasiado viejo para castrarlo. No hay nada peor que un eunuco castrado en edad púber, pues en ese caso, aunque se le supriman sus órganos masculinos, el deseo sexual, ya latente, subsiste, y al no poder satisfacer sus instintos se vuelve un ser maligno y peligroso.

Finalizada la venta de los eunucos, se procedió a subastar a las hembras. Varias jóvenes vestidas con unos ajustados pantalones de lino y una camisa de gasa anudada a la cintura que dejaba entrever el vientre se colocaron al pie del estrado. Comenzaron con un grupo de negras sudanesas, de pechos ampulosos, rojos labios gruesos y carnosos y dientes de nítida albura. Después salieron al estrado varias nórdicas de piel lechosa y abundantes pecas.

Por fin, el subastador anunció que la próxima era «la mujer más bella que nunca han visto ojos mortales». Con el inconfundible y desafiante caminar que todavía hacía resaltar más su silueta, Ingra subió los peldaños de madera entre una nube de suspiros y exclamaciones de todos los presentes. Juan, que hasta entonces asistía a la subasta sin prestar demasiado interés, aunque de vez en cuando alguna de aquellas jóvenes le hacía recordar los placeres que gozó en Roma sobre la cama del cardenal Hugo Cándido, aguzó la atención, al contemplar la espléndida figura de su amiga escocesa. La pelirroja, cuyo cabello de fuego y sus rotundas formas causaron la admiración de todos los hombres, brillaba como Antares en el corazón de la constelación del Alacrán. La puja se inició en quinientos dinares y fue ascendiendo rápidamente hasta que el delegado del rey de Toledo ofreció por ella cuatro mil monedas de oro. Nadie pudo superar la fabulosa cifra y la escocesa quedó en propiedad del soberano de la antigua capital visigoda.

—¡Por todos los demonios! —exclamó Said—, nunca he visto nada igual. Jamás se había pagado tanto por una esclava en este mercado, ni creo que en ningún otro. ¡Si esa mujer hubiera sido virgen seguro que se habrían ofrecido por ella más de cinco mil dinares! Dicen que hace treinta años el elocuente príncipe Hudayl ibn Razin, primer soberano independiente de la taifa de Santa María de Oriente, pagó tres mil dinares por una esclava cantante que adquirió a un célebre medico llamado Abú 'Abd Allah al-Kinani. Creo que nunca ha existido mujer más graciosa, ni de silueta más fina, ni con voz más melodiosa, ni de caligrafía más delicada, ni dicción más pura que aquélla. Era además hábil en el arte de la lucha con armas de guerra y tenía conocimientos de medicina y otras ciencias. Con ella y otras esclavas cantoras que después fue adquiriendo, el rey de Albarracín logró formar la sitara, es decir, el conjunto músico-vocal más excelente de todos las taifas de al-Andalus. La esclava de Ibn Razin tenía todas las cualidades de una excelente sierva, ¡pero ésta, sólo con su belleza, ha costado mil dinares más!

Después de Ingra, por los peldaños que subían al estrado apareció una joven rubia, de ojos marinos y talle delicado. Los ojos de Juan se encendieron cuando reconoció a Helena. Observó que su amo mostraba una especial atención y al mirarle de soslayo supo que Yahya pujaría por ella.

—Buena compra, Yahya, buena compra —clamaba Said contento—, ¡y tan sólo quinientos dinares!

—¿Sólo quinientos dinares, dices? —clamaba Yahya—. ¡Una buena esclava puede comprarse por cincuenta monedas de oro y yo he pagado diez veces esa cantidad! Todavía no sé cómo he podido hacerte caso.

—Pero te llevas la flor de la subasta. Estaba destinada al rey, pero nuestro Señor ha renunciado de momento a comprar más muchachas en espera de que los astros sean propicios para ello. Es la joven más delicada y dulce que jamás se ha visto en este ma'rid. Vas a ser la envidia de toda la ciudad. Toda tu vida me agradecerás las noches de placer que esta doncella ha de proporcionarte. Pero apresurémonos, hay que firmar el acta de compra.

Finalizada la subasta, Yahya, Said y Juan se dirigieron a las oficinas de Musa, que se encontraban en el primer piso de la alcaicería. Yahya recibió el certificado de virginidad de la joven Helena, aunque Said insistió en ejecutar una cláusula del contrato por la que se arrogaba el derecho a explorarla antes de hacer efectivo el pago. Dos expertas comadronas, que actuaban siempre en estos casos como garantes de los acuerdos, certificaron, tras examinar a la muchacha en una sala contigua, que era virgen, y así lo confirmaron en el contrato definitivo.

—Entonces —apostilló Said—, no hace falta la istibra; no es necesario que la esclava se retire a casa de una mujer de confianza o de un hombre de bien y religioso, pues siendo virgen no puede estar encinta.

—Sí, sí, el señor Yahya puede llevarse ya a la joven —indicó el tratante.

Bajo el cielo malva y violáceo del crepúsculo, Yahya, Juan y Helena, a la que su nuevo dueño llamó Shams, que significa «Sol», por el color dorado de su pelo, regresaron a casa. Yahya caminaba delante, bamboleante con su leve cojera que se acentuaba con la edad, seguido de Juan y la joven, cubierta por un amplio manto que le envolvía todo el cuerpo hasta la cabeza, con un litham sobre el rostro que apenas dejaba al descubierto sus ojos, tal y como era preceptivo para una mujer cuando salía a la calle. Juan caminaba a su lado sin mirarla, percibiendo su delicado perfume a lavanda y jazmín. Ante la puerta de la casa Yahya se giró para con un gesto indicar a la joven que pasara tras él.

—Como esta sierva no sabe ni árabe ni romance —dijo Yahya dirigiéndose a Juan desde el centro del patio—, sólo tú puedes comunicarte de momento con ella. No eres un eunuco y, no te preocupes, no voy a ordenar que te castren, pero debes alejar cualquier tentación hacia Shams. Le enseñarás nuestra lengua y lo harás en el patio, a la vista de todos. Procurarás no rozar ni una parte mínima de su cuerpo, respondes con tu vida. Por el momento no pienso tomarla, pues deseo que se mantenga virgen. Ayudará a mi tercera esposa y cuidará del niño que está a punto de nacer. Después, ya veremos. Díselo en su idioma.

Juan humedeció sus labios con la lengua y se dirigió a Helena, desde ahora llamada Shams, en eslavo:

—Acabas de ser comprada por Yahya ibn al-Sa'igh, uno de los más ricos mercaderes de la ciudad. Esta es su casa y en ella vas a vivir, quizás el resto de tu vida. Es un buen amo, muy celoso de las tradiciones del islam. En cuanto te vio se prendó de ti y espera hacerte suya, incluso es probable que te despose, aunque por ahora no va a acostarse contigo. Seguirás siendo esclava y cuidarás de su próximo hijo. Me ha encomendado que te enseñe la lengua árabe. Tu nuevo nombre es Shams, que quiere decir «Sol». Al separarnos creí que te había perdido para siempre, pero ahora tendré el consuelo de verte casi todos los días. No esperaba que la fortuna fuera tan solícita conmigo.

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