El salón dorado (34 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—Basta ya —ordenó Yahya un tanto enojado—; ¿qué le has dicho?, yo no he hablado tanto.

—Mi señor, la eslava no es una lengua tan precisa como la árabe, es necesario dar algunos rodeos y emplear más palabras para explicar lo mismo.

—Llama a Fátima y que la lleve al gineceo. Tú puedes ir a cenar, mañana te espera más trabajo que el de costumbre.

Fátima era la gruesa esclava bereber que Yahya había adquirido hacía años como persona de confianza para su pequeño harén. Se encargaba de mantener a las tres mujeres del amo en buena armonía y de administrar las habitaciones privadas, ese mundo desconocido en el que sólo entraban las mujeres, Yahya, sus hijos y los dos eunucos sudaneses. En total eran al menos veinte personas las que vivían bajo el mismo techo: Yahya, sus tres mujeres, a las que Juan apenas veía, los dos hijos varones y tres hembras de Yahya, Fátima, los dos eunucos de piel negra azulada y ocho sirvientes más entre los que se encontraba Juan.

Aquella noche el joven eslavo no pudo dormir. Tumbado en su lecho, con los brazos bajo su nuca, pasaban ante sus ojos una y otra vez los escasos momentos que había vivido junto a Helena: la primera vez que la vio en la villa de Escalpini, el primer cruce de miradas en la explanada del almacén de los Ferrer en Barcelona, la noche al pie de la serranía, el largo caminar por los polvorientos caminos del páramo de los Montes Negros y el brillo del sol en sus cabellos dorados. A sus sentidos acudían el agua refrescante compartida en la balsa de aquella destartalada aldea, el calor de su cuerpo en la plácida noche bajo las estrellas, su aroma a jazmín y lavanda, el rumoroso tono de su cálida voz y el sedoso tacto de su fina piel. Por un instante imaginó cómo podría haber sido la vida de ambos juntos en la aldea de Bogusiav; Juan hubiera cultivado las tierras de su padre o hubiera actuado como notario en el mercado de su aldea y Helena lo hubiera esperado cada día en el umbral de la casa con una amplia sonrisa, como hacía su madre cuando su esposo regresaba del duro trabajo en los campos.

A los pocos días de la adquisición de Shams nació el sexto hijo de Yahya. Fue un niño al que puso por nombre Abú Bakr Muhámmad. El amo de la casa mostró con el nacimiento de su tercer hijo varón una alegría inusual. Después de los dos hijos mayores, ambos de la misma esposa, una mujer de estirpe árabe, de ampulosas caderas, ojos negros y piel lechosa, le habían nacido tres hijas, dos de la segunda esposa, una bereber de cabellos ensortijados teñidos de rojo con alheña y melados ojos rasgados, y la tercera de una cautiva cristiana llamada Marian, de melena castaña y ojos pardos, a la que había tomado como esposa tras convertirse al islam. La otrora sierva cristiana le daba ahora un tercer hijo varón, sano y vigoroso.

Al-Kirmani realizó la carta astral del nuevo vástago de Yahya. Había nacido al inicio del signo de Aries. Le vaticinaba un carácter orgulloso y enérgico y un talante comunicativo y amable. La posición de los astros denotaba un espíritu religioso, investido de un rígido código moral, poco dado a la práctica ritual, pero cargado de una intensa fe. Dotado de una enorme capacidad de trabajo, le auguraba una provechosa actividad creadora. La influencia del planeta Mercurio indicaba una inteligencia apoyada en intuiciones rápidas y brillantes, ricas en fermentos creativos al-Kirmani calló los aspectos negativos: la presencia del planeta Marte en Aries indicaba fe en la fuerza y creatividad, pero también fracasos accidentales, frustración personal y precipitación en las dificultades.

—Tu hijo ha nacido marcado por los signos de los filósofos —aseveró al-Kirmani—. Deja que se eduque en un ambiente de tolerancia intelectual, que asista con frecuencia a las clases en la escuela y que cuiden de su formación personas sabias y ecuánimes.

La fiesta de la circuncisión de Abú Bakr fue un acontecimiento en todo el barrio. La costumbre era circuncidar a los niños entre cinco y nueve años, pero Yahya prefería hacerlo a las pocas semanas de nacer, así se lo habían hecho a él y así lo había hecho él a sus hijos mayores. Era consciente de que si se circuncidaban tan pequeños el dolor de la operación no se recordaría de adulto y entendía que era beneficioso para una práctica sexual más placentera.

El niñito fue portado por el padre y varios tíos hasta una dependencia anexa a la mezquita de Abú Yalid, donde un cirujano le cortó el prepucio de un certero tajo, dejando descubierto el bálano, sobre el que se aplicó una crema cicatrizante y un pequeño vendaje. El niño fue conducido de regreso hasta la casa, en cuyo patio se había preparado el i'dar, un gran banquete para los familiares y amigos íntimos de la familia. El ambiente se había perfumado con mirto y comino y del techo se habían colgado ramas de alhárgama remojadas en agua para ahuyentar a las moscas.

En un lado se habían dispuesto varias mesas repletas de los mejores manjares que en aquella época podían encontrarse en la ciudad. Rebanadas de pan frito en aceite con ajo, quesos variados, esponjosas almojábanas rellenas de queso, aceitunas y huevos componían los entrantes. Variadas ensaladas de las mejores lechugas, cebollas y pimientos rivalizaban en colorido con sabrosos pastelillos de carne y suculentas tortas de harina de trigo esmaltadas de pescado frito, pimientos rojos y verdes y huevos duros. En grandes ataifores de loza dorada de Pechina se presentaban guisos de venado con salsa de pimienta, orégano y perejil guarnecidos con arroz con pasas y guisantes, alas de pollo rellenas de higaditos encebollados, carne de cordero frita con queso y anisetes perfumada con agua de menta y coriandro fresco y aderezada con mantequilla y cinamomo dulce, truchas braseadas con espliego, romero y alcaparrones y cabezas de cordero asadas con laurel y estragón. Se abrieron los valiosos frascos de conservas de murri, con pescado sazonado con harina de trigo, pasas, sésamo, anís, limón, algarrobas, macis, laurel y piñones, que tanto trabajo y tiempo costaba preparar, pues había que dejar el pescado seco durante un día en agua y después asarlo al horno con fuego muy lento, para añadir las especies, cubrir todo con leche y agua y embotellarlo. Yahya era un apasionado del murri y para esta fiesta había ordenado abrir sus mejores frascos. Sobre una mesa cubierta con un mantel amarillo se amontonaban bandejas de los más deliciosos pasteles adquiridos en El Hueso Rojo, la mejor de todas las tiendas de repostería de la ciudad. Causaron verdadera sensación los hojaldres de manteca de vaca y miel con crema de nueces, avellanas, piñones y almendras y yema de huevo batida, horneados a fuego lento, creados para la ocasión.

Al convite asistieron al-Kirmani, que dada su avanzada edad se retiró pronto, y Said al-Jayr, que no cesó de adular a Yahya sobre su virilidad y de verter alabanzas sobre la belleza y candidez de su nueva sierva, la eslava que le había recomendado en la subasta de esclavos. Como hacía falta todo el servicio para el banquete, Juan tuvo que atender la mesa de bebidas. Agua aromatizada con azahar y esencia de menta, zumos de limón y naranjas traídos de Levante y néctar de melocotón y albaricoque se consumían alternando con dulcísimos mostos nacarados y purpúreos vinos especiados con jengibre y canela, de los que Yahya decía que eran similares a la bebida que tomarían los musulmanes en el Paraíso. En otra mesa se habían dispuesto hojitas de menta y palitos de sándalo para limpiar los dientes y perfumar el aliento y aguamaniles escanciados con agua de rosas y violetas y paños de lino para limpiarse las manos. En pequeños braseros dispuestos por toda la casa se consumían montoncitos de aromático incienso y barritas de embriagadora mirra.

En un rincón del patio dos jóvenes muchachas de trenzas azabaches y piel de aceituna tocaban un laúd y un timbal y cantaban canciones melódicas. A una orden de Yahya, cuando los comensales estaban suficientemente hartos, una de las dos jóvenes dejó su laúd y comenzó una danza de movimientos sensuales y armónicos, acompañada por la otra con redobles monorrítmicos del timbal. La muchacha avanzó casi de puntillas hasta el centro del patio, girando a cada paso sobre las plantas de sus pies y contorneando su cuerpo de cintura para arriba, cimbreando su torso como un junco mecido por una suave brisa. Las vueltas se hicieron cada vez más rápidas mientras los cascabeles cosidos a su cintura silbaban en cada giro y los golpes sobre la tensa piel del tambor se aceleraban al ritmo de los pasos. El cuerpo de la joven parecía rotar en torno a un invisible eje que la tuviera sujeta al suelo mientras inclinaba su cuerpo hacia los lados y su trenza enramada con cintas de colores destellaba un tornasol de reflejos metálicos e irisaciones plateadas. Cuando cesaron los redobles la danzarina cayó sobre el suelo, dejando su cuerpo torneado en un estudiado escorzo que hacía destacar las insinuantes curvas de sus caderas y de sus firmes pechos. Los invitados prorrumpieron en gritos enfervorecidos hacia la joven, que reía de manera provocativa, entornaba sus pestañas y mecía su cuerpo respondiendo a los elogios que le lanzaban. Un rico tundidor de paños del arrabal de curtidores se dirigió a Yahya inquiriendo con avidez cuánto quería por ellas.

—No son esclavas, querido amigo —le aclaró Yahya sonriendo—, las dos son libres. Han venido desde Córdoba y se contratan en fiestas privadas. Cobran mucho dinero, pero merecen la pena. Tienen la técnica vocal de las mequíes, el sentido rítmico de las medinesas, la alegría para la danza de las sevillanas y la sensualidad de las hindúes. Son muy caras, mucho, pero creo que vale la pena pagar algunas monedas de oro para gozar de sus cualidades.

4

Apenas iniciada la primavera se presentó en Zaragoza un contingente de tropas cristianas a cuyo frente estaba el primogénito del rey de Castilla, el aguerrido infante don Sancho. El rey de Zaragoza había firmado un acuerdo con el castellano por el cual Fernando I se comprometía a defender el reino en caso de que fuera atacado por los aragoneses. El soberano de Aragón, Ramiro I, hermanastro de Fernando de Castilla, había comenzado a hostigar la frontera norte y soñaba con anexionarse las fértiles tierras de la campiña de Huesca. El pequeño reino de Aragón se encontraba comprimido entre las sierras de los Pirineos y buscaba casi desesperadamente una salida al llano.

Ibn Hud decidió organizar un ejército para frenar al aragonés y recurrió a los ciudadanos de mayor riqueza de la ciudad. Fueron convocados en el amplio diwándel complejo de la Zuda occidental, un formidable bastión defensivo construido en el ángulo noroeste del recinto amurallado de piedra. Medio centenar de ricos mercaderes zaragozanos se habían reunido en la sala de audiencias para escuchar las peticiones de su soberano. Ahmad ibn Sulaymán apareció acompañado de su gran visir y dos consejeros, escoltado por un nutrido grupo de caballeros castellanos. Vestía una amplia túnica azul con bordados en negro simulando palmetas y flores, unas sandalias negras con ribetes azulados y un amplio turbante turquesa que le cubría por completo la cabeza. Era un hombre de unos cuarenta años, robusto, de complexión atlética y bien proporcionado. Bajo unas poderosas cejas brillaban unos penetrantes ojos oscuros; en su rostro destacaba una nariz aguileña y una poblada barba de un negro intenso, probablemente teñida.

El monarca subió con una estudiada cadencia los cinco escalones que daban acceso al trono y se acomodó entre dos amplios almohadones de seda amarilla. El infante don Sancho, vestido como un soldado en campaña, con cota de malla completa sobre la que portaba una túnica añil en cuyo pecho resaltaba el emblema de Castilla, se sentó a su derecha en una silla de taracea.

El rey hizo un ligero gesto con su mano y el visir, tras dar dos golpes con su cayado en el suelo, anunció:

—Habla Su Majestad, el poderoso Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud Abú Yafar al-Hayib 'Imad al-Dawla, señor de Zaragoza, de Tortosa, de Tudela, de Calatayud y de Huesca, protector de la frontera superior, defensor de la fe del Profeta y sostén del islam, a quien Dios, su nombre sea bendito, guarde.

Ibn Hud se levantó con protocolaria parsimonia de su trono mientras los asistentes inclinaban la cabeza. Dio un paso adelante para colocarse al borde de los escalones y dijo:

—El perro Ramiro está hostigando nuestras tierras del norte mediante algaradas que realiza de manera impune y vil. Por ello, hemos ordenado la formación de un ejército que acuda a sofocar las incursiones del tirano aragonés para que la paz y la armonía vuelvan a enseñorearse de nuestro reino. Nuestro hermano el rey Fernando de Castilla ha acudido a nuestra llamada y ha enviado en nuestra ayuda un contingente de tropas de caballería mandado por su primogénito, el infante don Sancho, a quien acogemos como si de nuestro propio hijo se tratara. Desde que heredamos el trono de nuestro amado padre hemos luchado por hacer de Zaragoza un reino en el que todos nuestros súbditos gocen de paz y felicidad bajo la protección del Todopoderoso. Hace dos años ocupamos Tortosa, logrando así una salida al mar de nuestros productos. Esa conquista ha supuesto para todos vosotros un considerable incremento en el volumen de vuestros negocios, y en consecuencia en el de vuestras ganancias. Ahora el tirano Ramiro nos acosa y quiere apoderarse de todo lo nuestro, de nuestras riquezas, de nuestro oro, de nuestras tierras, y también de nuestras mujeres para gozar de ellas y de nuestros hijos para venderlos como esclavos. Pero con la ayuda de Dios, el Clemente, el Misericordioso, nuestros ejércitos vencerán a los aragoneses y nuestro reino seguirá a salvo de sus apetencias. Dentro de una semana, al lado de nuestros aliados castellanos, partiremos hacia el norte para enfrentarnos con Ramiro. Para vencer en la batalla hace falta oro, mucho oro. Los caballos, las armaduras y las impedimentas son costosos y vuestro rey necesita de vuestras aportaciones. Sois ciudadanos honrados y caritativos, henchidos de fe en el islam y en sus creencias, ahora tenéis la ocasión de demostrarlo.

Ahmad dio media vuelta y volvió a sentarse en el trono. El visir se adelantó y dirigiéndose a los presentes indicó:

—A la salida, dos escribanos tomarán nota de las cantidades que cada uno de vosotros aportará para los gastos de esta campaña. Sed generosos porque vuestras donaciones permitirán la supervivencia del islam en nuestra tierra. Entre mañana y pasado mañana un grupo de soldados pasará por vuestras casas a recoger el dinero.

La comitiva real, tal y como había entrado, volvió a salir de la sala. Yahya se quedó de pie, ofuscado por la petición de su soberano. Se les pedía un impuesto especial, voluntario y sin cantidad fija, para sufragar los gastos de la guerra en las montañas. En los últimos años había amasado una fortuna, pero también había gastado mucho, sobre todo en su espléndida casa y en donaciones a las mezquitas, a las escuelas y a los pobres. El negocio funcionaba muy bien, pero había invertido la mayor parte de las ganancias en la construcción de nuevos talleres y en dos hornos de fundición. Además, había gastado una considerable suma en la compra de la joven eslava.

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