El salón dorado

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

 

Juan es un muchacho eslavo secuestrado por una banda de guerreros pechenegos en su aldea natal al sur de Kiev, para ser vendido como esclavo a la biblioteca del patriarca de Constantinopla. Aquí comienza la gran aventura de su vida, que le llevará por toda la cuenca mediterránea y que le hará conocer todos los centros del saber medieval y participar activamente en la vida cultural de todo el orbe conocido.

De Constantinopla pasará al servicio de la biblioteca vaticana, y de allí a Zaragoza, centro especialmente activo entre los reinos árabes de la peninsula. En esa ciudad logrará la libertad y conocerá las alegrias y las tristezas del amor junto a la bella esclava Helena. Convertido al Islam, su sabiduría y su prestigio le llevarán a ocupar importantes cargos al servicio del rey al-Muqtadir. Conocerá a los grandes personajes de su tiempo, entre los que figura un guerrero cristiano llamado Rodrigo Díaz de Vivar, y viajará a Toledo y a Marrakech. Ya anciano, vivirá la conquista de Zaragoza por los cristianos, tras lo cual se traslada a Fez para dedicar el resto de su vida a la enseñanza de la astronomía.

José Luis Corral

El salón dorado

ePUB v1.0

libra_861010
25.05.12

Título original:
El salón dorado

José Luis Corral, 1996.

Editor original: libra_861010 (v1.0)

Para Ursula y Alejandro, mis hijos

Capítulo I

Las raíces del aurora

1

Hacía algunas semanas que el inhóspito otoño se había presentado y con él los campos comenzaban a mostrar un aspecto descarnado. Los campesinos preparaban la siembra; había que darse prisa, puesto que pronto caerían las primeras nieves y la tierra quedaría cubierta por completo hasta la luminosa primavera.

El poblado no era demasiado grande pero prosperaba con rapidez. En lo alto de una suave colina unas doscientas cabañas se apiñaban dentro de una empalizada de madera rodeada de un talud de tierra pisada y una estacada de troncos. Una sola puerta se abría en el lado del río, al que se descendía por una amplia senda enmarcada por estacas. Junto a la orilla, un entramado de gruesos maderos sostenía una plataforma de tablas ligadas por cuerdas y clavos, conformando así un pequeño embarcadero.

Fuera de la empalizada, entre la aldea y el río, se alzaba otro grupo de casas, algunas de las cuales estaban en construcción. Alrededor de la cerca se dibujaban huertecillos donde se cultivaban coles, cebollas y ajos, y un poco más lejos extensos campos de trigo, centeno, cebada y mijo. En las veredas se alineaban irregularmente filas de manzanos, ciruelos y cerezos. Más allá, unas pequeñas construcciones de barro y madera indicaban la existencia de colmenas. Amplios linares salpicaban de vez en cuando las tierras negras de cultivo.

Donde acababa el paisaje humanizado comenzaba el bosque sombrío, extensiones casi infinitas, un gigantesco océano de troncos, ramas y hojas sobre llanuras y colinas. Allí se encontraba lo desconocido, un universo de duendes, demonios y genios que ningún hombre se atrevía a desafiar en solitario. El bosque era el reino del uro, el bisonte, el lobo y el águila. Sólo en primavera algunos grupos de jóvenes y adultos se adentraban unos pasos en la maleza para recoger frutos silvestres, bayas, liebres, conejos, huevos de los nidos y sobre todo troncos de madera, tan necesarios para la construcción de cabañas y barcas, utensilios de la casa y la labranza y distintos recipientes para el granero, la bodega y la cocina. Las orillas del río rebosaban de zonas pantanosas colmadas de juncales, cañaverales, cálices y nenúfares. En el borde de la selva de robles, carpes y tilos se abrían algunos claros donde pastaba el ganado de la aldea al cuidado de adolescentes demasiado jóvenes para trabajar en los campos y demasiado inquietos como para permanecer inactivos entre las mujeres.

Juan era un niño de pelo intensamente rubio, con grandes ojos azules, muy alto para su edad. Su madre le había contado que este invierno iba a ser el noveno desde que nació. Tenía dos hermanos y una hermana. Como era todavía demasiado pequeño para ayudar a su padre y a sus dos hermanos mayores en los trabajos de labranza, se quedaba en casa con su madre y su hermana preparando las provisiones para el invierno.

Su padre se llamaba Boris. Era alto y fuerte. Una enorme cabeza de largos cabellos rubios y grises destacaba poderosa sobre sus anchos hombros, todavía no arqueados por la edad. Hijo de un soldado, había sido también soldado del príncipe Yaroslav de Kiev, a quien había servido durante diez años en las campañas contra, las tribus rebeldes del norte. La madre era dulce y sutil, de larga melena rubia que cuidaba con esmero para deleite de su marido, al que gustaba acariciarla pausadamente en las largas veladas a la luz del fuego del hogar; nombre era Olga y había nacido en Kiev. Era hija de un notario que trabajaba en la plaza del mercado del podol de San Nicolás, cerca de las murallas de la ciudad, redactando documentos en corteza de abedul para los compradores y vendedores que atestaban el nuevo arrabal y traduciendo textos del griego al eslavo para el príncipe y los monasterios. Los padres de Juan se habían conocido a la vuelta de una expedición militar contra las tribus del norte. A pesar del resquemor del notario, que no veía con buenos ojos el matrimonio de su hija con un soldado, la boda se celebró en la iglesia de San Elías, en el podol nuevo de Kiev, a orillas del Dniéper.

El gran río Dniéper era considerado sagrado por todas las tribus; no sólo porque a través de su curso se unían las tierras de los eslavos, sino sobre todo porque en sus aguas se había bautizado la población de Kiev en tiempos de Vladimir el Santo, que se había convertido al cristianismo tras su matrimonio con la princesa Ana, hermana del emperador bizantino Basilio II, el matador de los búlgaros, y había derribado la estatua de madera del dios pagano Perum. En honor de Vladimir, el príncipe Yaroslav había fundado los monasterios masculino de San Jorge y femenino de Santa Irene.

Kiev era una ciudad en constante crecimiento, con cuarenta iglesias y ocho mercados, donde vivían ya más de diez veces mil personas. Había sido fundada hacía tiempo por tres hermanos eslavos llamados Kij, Sceck y Choriv, que se asentaron en una pequeña fortaleza a la que llamaron Kiev en honor del hermano mayor, en un lugar rodeado de selvas y bosques que roturaron con gran esfuerzo. Al abrigo de la fortaleza acudieron gentes de varias tribus y construyeron un pequeño caserío. Poco después acudieron dos señores procedentes del helado mar de los suecos, de cabello rojo y piel clara, llamados Askold y Dir, compañeros del legendario varego Riurik, fundador de la ciudad de Novgorod, en el camino del Norte. Estos fueron los primeros cristianos de la naciente Kiev. Todavía se veneraba allí la tumba de Askold, dentro de la iglesia de San Nicolás. Los habitantes de esta ciudad procedían de la mezcla de los descendientes de los linajes de Kij y de Askold. Con Dir y Askold vinieron otros hombres de su raza que entraron al servicio del príncipe, formando parte de su séquito. Uno de ellos, llamado Tir, había fundado el clan familiar de Boris. Desde entonces todos sus antepasados habían servido como soldados en la corte de los soberanos de Kiev. El abuelo de Juan había sido uno de los principales boyardos del séquito del príncipe Vladimir y jefe de uno de los linajes más nobles de la tribu de los rusos. Había pertenecido a la duma, la asamblea de grandes boyardos que asesoraba a los príncipes de Kiev en algunas de sus decisiones. Desde hacía seis generaciones la estirpe de los descendientes de Tir se había mezclado con mujeres eslavas y por las venas de su familia corría más sangre eslava que varega.

Boris, hijo segundón y, por tanto, sin derecho a la herencia paterna, había entrado al servicio del propio príncipe Yaroslav, que como pago a sus excelentes servicios militares le entregó una hacienda en la nueva derevnja de Bogusiav, unas veinticinco leguas al sur de Kiev, aguas abajo del gran río. A principios de un verano, el joven matrimonio se trasladó hasta la nueva aldea, donde un grupo de pioneros se había instalado unos meses antes por privilegio del príncipe. Boris había dejado el servicio de armas en la corte y había aceptado esa nueva vida como campesino tan sólo por complacer a Olga. Allí nacieron los dos hijos mayores, antes de la fallida expedición contra Constantinopla, y Juan y la hija tras el regreso del padre.

Sus propiedades estaban registradas en un documento escrito en corteza de abedul firmado por el príncipe y con su sello de cera, que guardaban en una cajita de madera como el principal tesoro de la familia. No podía considerarse un potentado, aunque era por linaje hijo de un boyardo integrante de la druzyna del príncipe de Kiev, pero gracias a su hacienda tenía lo suficiente como para no pasar hambre, disponer de ropa de abrigo y leña para el invierno e incluso comprar algunos pequeños caprichos en el mercado semanal.

Poseía varias hectáreas de buena tierra al lado de la aldea, un huerto junto al foso y dos prados en el límite del bosque. En un lugar destacado del poblado y sobre el solar que el consejo le había adjudicado había construido la casa con sus propias manos y la ayuda de algunos vecinos y artesanos.

Con la dote que el notario había concedido a su hija, un saquillo de monedas de plata árabes que le había dado su padre y algunos ahorros que tenía de su parte en los botines de guerra, el joven matrimonio había comprado varios animales, útiles de labranza para el campo y enseres para el hogar.

La vivienda era pequeña pero confortable. Se encontraba situada junto a la única entrada de la empalizada, limitada: por una valla de tablas. En el centro del recinto estaba la casa, de una sola planta, elevada tres escalones del suelo para evitar la humedad del barro. Los muros eran de piedra trabada con hierba fresca y barro en la base, pero a la altura de la cintura se tornaban de madera, con troncos incrustados en el basamento y ligados con cuerdas, barro y paja. La única planta se cubría con cuatro grandes maderos apoyados en un pilar central que soportaban una tupida red de palos, ramas, bálago y grandes hojas secas. Todo el exterior de la vivienda estaba pintado de colores chillones; un fondo amarillo intenso predominaba sobre las franjas rojas y verdes que enmarcaban la única puerta y las dos diminutas ventanas.

En el interior, y tras un corto porche, se abría una estancia con el hogar rodeado de bancos de madera tallados. Una chimenea de piedra ocupaba una de las cuatro paredes y sobre ella colgaban varios pucheros de barro, dos lámparas de grasa con hilo de algodón, cuencos y vasijas de madera y recipientes de metal adquiridos a los mercaderes que llegaban por el río a cambio de trigo, pieles y miel. Frente al hogar, una rústica mesa de madera reunía a la familia durante la cena. Anexa a esta sala había una cámara que usaban como dormitorio; entre ambas no había puerta, para así aprovechar el calor de la chimenea, aunque la intimidad la protegía una cortina de paño gris. En la cámara se extendían dos camastros de tablas sobre los que se amontonaba heno que cambiaban con frecuencia para que estuviera siempre limpio. Un arcón de madera decorado con tiras de cuero claveteado guardaba recias mantas de piel de lobo y cordero. Al lado del arcón un sencillo armario de madera contenía el ajuar de la familia: algunos jubones blancos de lino, tres enaguas de paño fino, seis pantalones de piel de ardilla, dos chaquetas de cuero de buey, tres capas de piel de rata encerada, dos zamarras de piel de cordero, varios paños de lino y cáñamo, ocho camisas de tela, seis chaquetas de lana, cinco pares de zapatos de cuero, seis pares de zuecos de madera, tres cinturones de cuero con hebillas metálicas, una lujosa capa de marta cebellina y un abrigo de piel de oso. En un cajón sobre el armario, Boris guardaba sus armas de soldado: una espada de acero franco, un hacha de combate de doble filo, un escudo de madera con el umbo de hierro, reforzado con tiras de cuero y bronce, un casco cónico con orejeras y un peto tachonado de clavos de hierro. De vez en cuando lo limpiaba meticulosamente para que no se oxidara.

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