El salón dorado (9 page)

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Authors: José Luis Corral

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»Romano III intentó recomponer la autoridad imperial esforzándose en imitar al gran Basilio II, del que fue un gran admirador en su juventud. Pero los nobles terratenientes se libraron del control a que el gran emperador los había sometido. Por su parte, el nuevo monarca era un hombre de más de sesenta años que seguía enamorado de su antigua mujer. Es probable que no consumara el matrimonio con Zoe o que esta fuera estéril; lo cierto es que la emperatriz, mujer de tan extraordinaria belleza que a sus cincuenta años seguía cautivando a muchos hombres, no se sintió atraída hacia Romano y buscó placer fuera del matrimonio. Un eunuco de la corte, llamado Juan Orphanotrophus, ser ambicioso y ávido de poder, introdujo a su apuesto hermano Miguel Plafagonio en Palacio y la emperatriz quedó prendada de su belleza. Sin duda se convirtieron en amantes y ambos debieron de urdir un plan para eliminar a Romano, que apareció una noche ahogado en la bañera de su cuarto. Se rumoreó que fue asesinado, aunque oficialmente se presentó como un accidente.

»Zoe tomó de inmediato a su amante Miguel como segundo esposo y este se convirtió en emperador, reinando con el nombre de Miguel IV Era un hombre enérgico y con buenas aptitudes para el gobierno, pero tenía frecuentes ataques de epilepsia que acabaron por causar su muerte a los ocho años de subir al trono. Durante su reinado, el Imperio realizó algunas conquistas en el sur de Italia y en las fronteras del este, pero los celos de Miguel hacia el gran general Jorge Maniakes acabaron por deshacer lo conseguido. Poco antes de morir, algunos altos dignatarios de la corte y una parte de la nobleza y del ejército prepararon un complot para derrocarlo. Varios miembros de la familia Cerulario estaban entre los principales dirigentes. Pero el general Maniakes, que era la esperanza de los confabulados y el destinado a ser investido con la púrpura, murió antes de que triunfara la revuelta y los servicios secretos de la guardia imperial lograron desarticular la conjura. Un hermano de Cerulario se suicidó antes de ser capturado y el propio Miguel, entonces un notable patricio, se refugió en un convento y decidió profesar como monje para evitar ser ejecutado.

»El eunuco Orphanotrophus siguió tejiendo a su antojo los hilos de la corte; ansioso por mantener su poder y su influencia, logró que la emperatriz Zoe, que tenía más de sesenta años, adoptara a un sobrino suyo llamado Miguel Kalafates, que fue revestido de púrpura con el nombre de Miguel V. Ebrio de poder, el nuevo basileus expulsó a su tío y se volvió contra la emperatriz, a la que encerró en un convento; en cambio, amnistió a Miguel Cerulario, que había apoyado a su familia hasta la conjura contra Miguel IV. La nobleza, la iglesia y el pueblo se rebelaron ante la tiranía del nuevo monarca, quien asustado ante las protestas hizo volver a Zoe, vestida de monja, a la ciudad. La multitud enardecida asaltó el palacio imperial y apresó a Miguel V y a sus familiares. Lo condujeron al Hipódromo, donde fue escarnecido, vejado y cegado. Después lo recluyeron en un monasterio para morir a los pocos días a causa de las heridas sufridas.

»Zoe fue repuesta en el trono y reinó algunas semanas con su hermana Teodora, a la que el pueblo obligó a dejar el convento. Pero era necesario un hombre al frente del Imperio y Zoe volvió a casarse por tercera vez con un maduro burócrata, nuestro actual soberano Constantino IX, a quien Dios guarde muchos años, persona muy preocupada por el estudio y las artes. Al año de su reinado murió el patriarca Alejo y Miguel Cerulario rige desde entonces los destinos de la iglesia de los griegos con mano docta y segura, manteniendo con firmeza los derechos del patriarcado de Constantinopla ante la injerencia intolerable de Roma. Es un hombre ambicioso pero honrado, y está firmemente convencido de la igualdad, cuando menos, de su cargo frente al del papa. Yo creo en él y le sigo con fidelidad desde que hace ocho años me llamó para ocupar el puesto de jefe de la biblioteca —al acabar el largo relato, los ojos de Demetrio quedaron perdidos en la distancia.

Aquellas navidades fueron frías y nevadas. Algunos siervos con los que Juan compartía dormitorio y comida decían que nunca habían conocido un invierno tan gélido. El patriarca se había retirado al monasterio de San Andrés y muchos clérigos y altos funcionarios habían abandonado durante unos días la ciudad. Demetrio se había quedado al cuidado de la biblioteca, de la que apenas se separaba, en la que el trabajo se había reducido de manera considerable. Juan disponía de mucho tiempo para leer y estudiar y Demetrio le dedicaba mayor atención ante la poca actividad y la escasez de lectores.

El único que no faltaba diariamente a la cita con la biblioteca era Miguel Psello, el más brillante intelectual del Imperio. Psello aprovechaba la ausencia de visitas a la biblioteca durante las vacaciones para trabajar sin molestias entre los libros. Tenía treinta y cinco años y había nacido en Constantinopla en el seno de una familia de comerciantes de clase media. Dotado de una inteligencia superior a cualquier otro hombre, era en cambio jactancioso e intrigante. Su vanidad era tal que una obra histórica suya se iniciaba así: «La Filosofía, cuando empecé a estudiarla, estaba tan moribunda, en cuanto a sus profesores se refiere, que sólo yo pude revivirla». Lector infatigable, pasaba horas y horas sin levantar la cabeza de los libros, salvo para fijar su mirada en el paño verde de la pared sobre el que descansaban los ojos.

Su verdadero nombre era Constantino, pero él se hacía llamar Miguel. Apenas con treinta años de edad había sido nombrado por el propio emperador rector de la Facultad de Filosofía en la nueva Universidad de Constantinopla. Amante de la retórica, cuidaba su buen estilo y respondía siempre a las cuestiones que se le planteaban usando un tono magistral. En la Universidad había impuesto un programa de enseñanza basado en la asimilación progresiva de conocimientos en dos ciclos, el Trivium y el Quadrivium, integrados por las disciplinas señaladas como básicas por Platón en su quinto libro de La República, aunque alterando el orden allí establecido.

Miguel Psello recopilaba material para un libro que estaba escribiendo con el título de Chronografía. Se trataba de una historia del Imperio bizantino desde el reinado de Basilio II. Según le había comentado a Demetrio, con el que solía almorzar algunos días en una dependencia anexa a la biblioteca, quería recoger para la posteridad los acontecimientos de los últimos cincuenta años. En su historia, los emperadores que sucedieron al gran Basilio II aparecían como ineficaces y mediocres, salvo el actual, Constantino IX, que ocupaba el centro de la narración y del que se exaltaban sus virtudes y cualidades. De él glosaba que era bondadoso, con un gran sentido del humor, serio en el trabajo y misericordioso. Afirmaba que nunca había logrado Bizancio tan altas cimas como con el actual emperador: los búlgaros estaban derrotados, los Balcanes en paz, el reino de Armenia era de nuevo bizantino desde que lo cediera al Imperio su rey Gagik II, los rusos habían sido rechazados definitivamente y los musulmanes, cuyo antaño todopoderoso califato se había desmembrado en varios emiratos, no constituían el peligro que fueron en tiempos pasados. Destacaba la creación de la Universidad de Constantinopla, bajo patrocinio del propio soberano, del que resaltaba su pasión por la educación. Había sido fundada ocho años atrás por un grupo de intelectuales que pronto ocuparon altos cargos en Palacio, entre los que se encontraban Constantino Leichudes, especialista en derecho y primer ministro de la corte, Juan Jifilino, nombrado nomofilax, el primer defensor del pueblo, que organizó la Facultad de Derecho, Juan Mauropus, director de la Escuela de Derecho Privado, y el propio Psello, jefe de la Facultad de Filosofía. Con la separación de las dos facultades se había logrado acabar con la secular rivalidad entre juristas y filósofos. La fundación de la Universidad se completó con la reorganización de la enseñanza en los dos ciclos: el inferior, llamado Trivium, en el que se impartían las asignaturas de gramática, retórica y dialéctica, y el superior, llamado Quadrivium, donde se enseñaba aritmética, geometría, música y astronomía. Psello utilizó los manuales de Nicodemo de Gerasa, de Euclides, de Diofante y de Teón de Esmirna para las matemáticas, el de Ptolomeo y Proclo para la astronomía y el de Aristógenes para la música. Consideraba a la filosofía como una disciplina previa a la metafísica y la había preparado con materiales de Plotino, Proclo y Platón, dejando un tanto de lado a Aristóteles. Estaba orgulloso de haber sido él el principal artífice de la reforma, por ello había sido nombrado cónsul de los filósofos por el monarca para supervisar la enseñanza superior.

Demetrio atendía en silencio a los comentarios de Psello, asintiendo a veces con un leve movimiento afirmativo de su cabeza; pero en su interior rechazaba sus opiniones sobre Constantino IX. Sabía que el primero de los filósofos sólo buscaba el halago fácil hacia el emperador reinante para seguir gozando de mayores privilegios. No obstante, el jefe de la biblioteca se sentía a gusto con aquel sabio. La avidez de saber de Demetrio no se resistía ante el caudal desbordado de sabiduría que aquel hombre derramaba. Compartían ambos la misma pasión por la ciencia y se intercambiaban ideas, lecturas, libros y opiniones. Hablaban de filosofía, de teología, de matemáticas, de astronomía e incluso de ciencias ocultas, a cuyo estudio se había aficionado Psello pese a que estaba tajantemente prohibido. Hacía tiempo que buscaba sin éxito alguna obra sobre los Misterios de Eleusis, por cuyo conocimiento se sentía profundamente atraído. Quería estudiar el ocultismo para condenarlo, pues consideraba que su práctica depravaba el pensamiento humano.

El cónsul de los filósofos estaba ultimando un tratado sobre física, que había titulado
Omnifaria Doctrina
, resumiendo las teorías de Platón, Aristóteles, Plotino, Iámblico y Porfirio. Recogía en él una síntesis para los estudiantes de la Universidad sobre el cielo, la tierra, la materia y la forma, el espacio y el tiempo, el alma y el espíritu y los cinco sentidos. Sus conocimientos de la cultura de la Grecia clásica se manifestaban ampliamente en este libro, cuyo borrador manuscrito dejó a Demetrio para que lo leyera. Ciertamente le debía esta deferencia, pues había sido el jefe de la biblioteca quien hacía cuatro años le había enseñado un ejemplar cuidadosamente encuadernado del libro de Plutarco
Philosophorum Placitis
, en el cual se había inspirado para escribirlo. En este manual para estudiantes afirmaba que Pitágoras había sido el inventor de la teoría musical, el primero que creyó en la inmortalidad del alma y el introductor de la cultura egipcia en Grecia. Gracias a un texto en árabe, que Demetrio le proporcionó, el filósofo conoció la obra de Zósimo y a través de él las opiniones de autores egipcios cuyas obras habían desaparecido en el incendio de la biblioteca de Alejandría. Acababa de finalizar una obra titulada
Operatione Daemonum
, en donde estudiaba a los senequistas y a los maniqueos, introducía la numerología de Pitágoras y establecía seis categorías de demonios.

Demetrio sentía una especial atracción por la cultura oriental. La biblioteca disponía de un notable fondo de libros persas procedentes del botín que trajo el emperador Heraclio de la campaña contra Mesopotamia en el siglo VII. Destacaban varios manuscritos de astrología y de magia que no estaban fichados en las listas para el público y cuyo inventario mantenían en reserva los bibliotecarios desde hacía siglos. Se guardaban en un armario de la altura de un hombre, con gruesas puertas madera decoradas con cruces, figuras de aves y estaba cerrado con llave, que guardaba personalmente Demetrio. Psello accedió a estos libros gracias al jefe de la biblioteca y así pudo usarlos en sus investigaciones, aunque para la interpretación de los oráculos de los caldeos tuvo que acudir a un tratado de Proclo.

Todo parecía poco a aquel sabio. Leía con fruición, sin descanso, y sus clases en la Facultad de Filosofía estaban siempre saturadas de alumnos que se disputaban un lugar en los escaños del aula para escuchar el verbo y doc to del joven maestro desde su cátedra. Sus lecciones eran de tal profundidad, sus argumentos estaban construidos con tanto sentido y sus conocimientos de los textos antiguos eran tan puntuales que los que asistían a sus clases salían maravillados. Toda Constantinopla creía que su saber era poco menos que milagroso.

Uno de aquellos días, mientras Juan recogía la media docena de libros que Psello había consultado antes del almuerzo, le oyó que decía a Demetrio que estaba preparando la ejecución de algunos experimentos mecánicos basados en sus estudios de física. En el patio interior de su facultad había diseñado un sifón de agua que pensaba poner en funcionamiento para abastecer de caudal permanente a una fuente dentro del patio principal, y estaba construyendo, con ayuda de algunos de sus alumnos, la maqueta de un pájaro mecánico basado en una descripción que había leído en el libro de Herón de Alejandría titulado
Pneumatica
, ejemplar único que guardaba la biblioteca de la Universidad, y que esperaba lograr que moviera las alas y cantara.

Amaneció el día de Navidad del año del Señor de 1053 con los patios y tejados cubiertos de un inmaculado blanco. El palacio permanecía en una inusual tranquilidad. Aquel día era de fiesta y Demetrio quería compartir la comida con sus ayudantes y sus siervos. La frugalidad del jefe de la biblioteca era proverbial; nunca comía carne, no bebía vino, y se alimentaba de fruta, pan, queso, leche y frutos secos, quizá su única debilidad, especialmente los pistachos tostados con sal. Por ello, los invitados a la comida esperaban un menú escaso y parco, pero se equivocaban.

Preparó el almuerzo el cocinero armenio. Juan se sentó en las mesas destinadas a los siervos, frente a Demetrio, que presidía la comida con otros clérigos desde un estrado. Unas escudillas de aceitunas verdes y negras abrieron el banquete, seguidas de varios platos exquisitos: una soberbia crema caliente de apios, puerros y nata dio paso a una sabrosa fritada de cebollas, berros, nabos, berzas, repollos y calabacines; después, berenjenas rellenas de queso y carne con salsa de nueces y almendras. Siguieron hojas de parra que envolvían arroz hervido con pimienta y salsa de champiñones al aroma de lentisco. Lubina al horno rellena de calamares con salsa de naranja, espinacas, piñones y pimienta fue uno de los platos más apreciados. Por último, el cocinero presentó su más reciente creación: lomos de carnero del Cáucaso asados en jugo de manteca de vaca, adobados con vino resinoso de Macedonia y embutidos con huevo hilado, hígado trufado de oca macerado en aguardiente de centeno y manzanas flameadas. Los postres consistieron en una deliciosa colección de pasteles de harina de trigo con cañamones, ajonjolí, canela y manteca fritos en aceite, mermelada de lentejas cocidas con miel y compota de granadas. Vinos blancos dulces y aromáticos de Éfeso y Esmirna y afrutados tintos rubíes de Heraclea se bebieron con cierta profusión por los adultos. A los niños se les sirvió un refresco de zumo fermentado de manzana con canela y de moras con agua y limón.

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