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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El salón dorado (13 page)

—Atiende, Juan —indicó Demetrio—; antes había sólo dos bandos políticos, los azules, que representaban a la aristocracia terrateniente y al alto clero ortodoxo y los verdes, cuyos miembros eran comerciantes y artesanos, herejes y monofisitas. En cierto modo eran una rememoración de los patricios y los plebeyos de la vieja Roma. Hace algún tiempo surgieron dos facciones más, la de los rojos, próxima a los azules, y la de los blancos, cercana a los verdes. Estas facciones tuvieron antaño una fuerza política extraordinaria; en ocasiones lograron incluso la deposición de emperadores. Pero hace ya tiempo que sólo ejercen un papel secundario, dedicados en exclusiva a interpretar una función protocolaria en las imperiales y a organizar los juegos y las carreras. Los emperadores han tenido mucho cuidado en evitar que crezca el poder de estos grupos y los controlan nombrando a sus jefes y sobornado a sus dirigentes.

Finalizado el banquete se desalojó la arena y se dejó limpia de los restos de la comida. En la galería sonaron las trompetas que anunciaban la próxima celebración de la carrera de bigas, el acto central de cuantos se celebraban para conmemorar el aniversario de la ciudad. Por la puerta norte del monumental Hipódromo entraron los dos carros de dos caballos que se iban a disputar la tradicional Carrera de las Legumbres, la Iakhanikon, la más prestigiosa competición deportiva. En tanto se preparaba la pista, grupos de danzantes, cómicos y acróbatas entretenían a las más de sesenta mil personas que rebosaban los graderíos. Bajo el palco imperial un coro popular cantaba una composición que anunciaba que una alegría inefable invadía el mundo. Cada una de las dos facciones, la verde y la azul, había preparado a su mejor pareja de caballos y a su mejor auriga. Los azules habían ganado los últimos cuatro años consecutivos y los verdes querían tomarse la revancha. A una señal de trompetas los cómicos se retiraron mientras grupos de esclavos acababan de regar la arena. La carrera estaba a punto comenzar.

El emperador se levantó de su trono de mármol blanco con almohadones cárdenos y alzó su mano derecha indicando que la competición podía iniciarse. Las dos bigas se dirigieron al trote hasta la altura del cathisma, saludaron al basileus y se situaron en la línea de salida. Había que recorrer doce veces las dos largas rectas de más de trescientos pasos y girar en redondo veinticuatro veces en las dos cerradísimas curvas de las puertas norte y sur. En total, doce vueltas completas a la larga espina en la que se alineaban numerosas obras del arte antiguo. Un obelisco egipcio de setenta y cinco pies en granito rosa descansaba sobre un pedestal de mármol blanco apoyado en cuatro tacos de bronce. Los habitantes de la ciudad lo consideraban mágico porque nadie había podido descifrar los símbolos jeroglíficos que decoraban en vertical sus cuatro caras: halcones coronados, pájaros estáticos, misteriosos ojos, signos del agua y de la luz. Un segundo obelisco de cien pies de altura forrado con placas de oro tenía grabados los nombres de los vencedores en el estadio también en letras doradas. Entre ambos se alzaba un pebetero sostenido por tres serpientes enlazadas que formaban una columna sobre cuyas cabezas sostenían un caldero de oro. La columna serpentiforme, dedicada por la liga de ciudades griegas al dios Apolo para conmemorar una victoria sobre los persas, había sido traída desde el santuario pagano de Delfos por Constantino el Grande. Numerosas estatuas de campeones en los juegos, torsos de famosos atletas y varias estatuas de la antigüedad pagana colmaban la espina, en cuyos extremos ondeaban las oriflamas imperiales.

Dispuestos los dos carros en el orden que les había tocado por sorteo, el jefe de pista dio la señal de salida agitando su bandera a rayas blancas y negras. Junto a la espina arrancó la biga de los verdes, mientras la de los azules lo hacía por fuera. Al final de la primera recta llegó con ventaja el tronco de los azules, que viró a su izquierda vertiginosamente cortando el radio de giro a su rival. En la segunda recta, al pasar ante el palco imperial, la ventaja del carro azul era de más de dos cuerpos. El graderío donde se ubicaban los azules rugía expectante por la neta superioridad que en la primera vuelta demostraba su campeón. Miles de pañuelos rojos y azules se agitaban al viento y un estruendoso clamor ascendía hasta lo más alto del Hipódromo. El emperador contemplaba la carrera con gusto, pues como miembro de la aristocracia, siempre había sido partidario de los azules. Los verdes permanecían en silencio después de las seis primeras vueltas. La biga azul seguía en cabeza y no daba sensación de ceder ante su contrincante. A mitad de carrera más de treinta pasos separaban a los dos carros.

En la octava vuelta el de los verdes aceleró el ritmo de manera espectacular y al final de la curva de la puerta norte el auriga azul casi podía sentir en su nuca el aliento de los hocicos de los dos caballos verdes que se le echaban encima. Enfilaron la primera recta de la novena vuelta casi emparejados; la próxima curva iba a ser decisiva. El auriga de los azules fustigó con fuerza las grupas de sus dos caballos, pero el carro de los verdes se adelantó ligeramente al final de la recta y ganó la posición para trazar la curva sur el primero, obligando al azul a abrirse hacia el lado de las gradas perdiendo un tiempo precioso. Los graderíos se poblaron entonces de pañuelos verdes y blancos, mientras se guardaban los azules y rojos. Tres vueltas después, el carro verde atravesaba la línea de meta vencedor.

El jefe de la facción de los verdes se irguió eufórico en el palco imperial y bajó a la arena para saludar a su campeón. Subió a la biga victoriosa y con el auriga triunfante dio la vuelta de honor saludando a sus partidarios, que gritaban apasionados: «¡La fe de los verdes es la victoria!». Se detuvieron frente al emperador y éste les arrojó la corona de laurel que distinguía a los vencedores. Desde las gradas que ocupaban los verdes surgieron algunos insultos y amenazas hacia los azules, que respondieron con gestos obscenos y desairados.

—Buena carrera —apostilló Demetrio con un inequívoco gesto de alegría en su rostro—. Ha habido que esperar varios años, pero al fin lo hemos logrado. Ahora debemos marcharnos —indicó dirigiéndose a Juan—, van a empezar las luchas de animales y es un espectáculo demasiado cruento para un niño.

Después de la de bigas estaban programadas varias carreras a caballo y a pie y por último, para finalizar las fiestas de la fundación, luchas de osos caucasianos contra jirafas africanas y de elefantes hindúes contra tigres siberianos, el animal favorito de la princesa alana. Cuando salían del Hipódromo un hombre competía en la arena en una desigual carrera contra un caballo. Juan no entendía cómo un intelectual como Demetrio, siempre rodeado de libros y de ciencia, era capaz de emocionarse de tal manera con una competición deportiva. Esa noche no pudo dejar de pensar en ello.

7

El emperador se encontraba cada vez más molesto con aquellas estériles disputas teológicas. Los rumores de todo tipo circulaban por la ciudad y nadie los desmentía. Se había difundido que el propio patriarca había preparado el asesinato de los delegados papales.

Por aquellos días de fines de mayo, Nicetas Estetatos, monje del monasterio de San Juan de Estudios, publicó un libelo a instancias del patriarca en el que refutaba duramente los argumentos del cardenal Humberto sobre la primacía de Roma. Una copia llegó a manos del cardenal, quien lo tradujo al latín con la ayuda de un monje de los Santos Apóstoles y lo leyó al resto de la legación. Nicetas rechazaba el uso del pan ácimo en la eucaristía porque decía que era inanimado al carecer del fermento que vivifica la harina. Se apoyaba en la afirmación de que quien come pan ácimo deambula en las tinieblas y no tiene comunión con Cristo, que es la luz, y quien comulga con Cristo vive en la luz. El pan ácimo no podía ser nunca el cuerpo del Hijo de Dios. Nicetas defendía la celebración del sábado porque había sido un sábado a la hora tercia cuando el Espíritu Santo había descendido sobre los apóstoles. Justificaba el matrimonio de los sacerdotes señalando que ningún canon de la iglesia prohibía el desposorio para los religiosos. El escrito acababa aconsejando a los latinos que si querían realmente dar testimonio de la Sagrada Escritura accedieran a admitir lo anterior, saludándolos «en Cristo Jesús, Señor Nuestro, del cual es el poder y la gloria, con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén».

Cuando Humberto lo leyó, se aprestó de inmediato a redactar una refutación del mismo.

—Si este mentecato quiere disputar sobre quién conoce mejor las Sagradas Escrituras va a recibir lección —declaró encolerizado el cardenal Humberto a Federico, el canciller vaticano, seguro de su profundo conocimiento de la Biblia.

—Este asunto está yendo demasiado lejos; no podemos dejar que la iniciativa pase a manos de los griegos. Hasta ahora hemos logrado mantener de nuestro lado la ventaja, pero si no reaccionamos pueden vencernos —expuso Federico.

En su escrito, dirigido al patriarca, al emperador y al higoumeno del monasterio de San Juan de Estudios, Humberto de Selva Cándida rechazaba todos los argumentos de Nicetas. Afirmaba que el uso del pan ácimo era canónico y que el propio Evangelio prohibía utilizar pan con levadura; en el de san Marcos se leía: «Estad alerta y guardaos de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes». Seguía en su refutación con una cascada de citas de los principales y más reconocidos padres de la Iglesia. El papa Agapato y el venerado Gregario de Agrigento nada decían en sus escritos en contra del uso del pan ácimo, como tampoco Gregario, Macario, Ciro, Sergio, Honorio o Pirro. Estaba escrito que el obispo Juan del Puerto, uno de los padres, había celebrado misa en la iglesia de la Sagrada Sabiduría el día de la octava de Pascua según el rito latino, y en el sexto concilio ecuménico, celebrado en la propia Constantinopla, se había permitido la consagración de pan ácimo en la misa. En cuanto al matrimonio de los clérigos, que los griegos defendían, Humberto lo calificaba de adulterio, no de unión conyugal. Para ello citaba la primera carta de san Pablo a los corintios, donde se rechazaba la atracción del sexo incluso entre los esposos. Recordaba las palabras del papa Siricio: «Las mujeres no deben vivir en casa de los clérigos».

El cruce de cartas, libelos y acusaciones mutuas entre la legación papal y los defensores de la independencia de la iglesia griega obligaron al emperador a intervenir. Constantino IX no podía permitir que se produjera una ruptura definitiva entre ambas partes; su posición estaba en entredicho. Por una parte no podía desautorizar a Miguel Cerulario sin riesgo de enfrentarse con una revuelta popular contra su persona. La población de la capital venía siendo halagada por los agentes del patriarca, que no cesaban de repetir que Constantinopla era la nueva Roma y sus ciudadanos los herederos legítimos de la gloriosa tradición cristiana. Pero el emperador era consciente de los problemas que le podría acarrear el enfrentamiento con la Iglesia latina. Al fin y al cabo Roma había sido durante mil años el centro del mundo cristiano, la sede apostólica de san Pedro, el vicario de Cristo en la Tierra.

Constantino era consciente de que el triunfo de Miguel Cerulario supondría la sumisión del poder imperial al del patriarca. Era preferible que Roma interviniera en los asuntos eclesiásticos de Constantinopla a que Cerulario gobernara en el palacio imperial. Tenía claro que debía apoyar a los romanos. Temeroso de su apuesta por el papado, el emperador recurrió a Miguel Psello para que le aconsejara. Psello optó por señalar que la Iglesia estaba mejor bajo el control de Roma que bajo la altivez de Cerulario. Una embajada del patriarca fue recibida por Constantino IX en la sala de audiencias del palacio. Psello le había preparado una brillante carta en la que culpaba a Cerulario del incidente y le instaba a acatar la voluntad imperial y la del papa.

Constantino llamó con urgencia a su secretario particular:

—Nicéforo —dijo el emperador sentado en su trono de oro del palacio de Blaquernas—, el enfrentamiento entre la legación romana y algunos de los monjes de la ciudad está siendo ya un verdadero problema para el Imperio. Yo mismo me he visto en la obligación de actuar como moderador en una disputa que puede conducir al cisma en la Iglesia. Nada sería peor para nosotros que una ruptura con Roma. Quiero que las rivalidades y desafíos se zanjen de manera definitiva. Para ello creo conveniente convocar a una reunión a las dos partes. Yo también asistiré. Haz que envíen hoy mismo una citación a los delegados del papa y al monje Nicetas para que estén presentes el día de San Juan Bautista en el monasterio de Estudios. Allí debe zanjarse la discusión para que las arremolinadas aguas vuelvan a su discurrir plácidas y serenas.

—Majestad —alegó el secretario—, la cuestión que planteáis es demasiado peligrosa. Vuestro compromiso con Roma os ha enfrentado al patriarca Miguel, hombre que goza de gran predicamento entre la plebe de la ciudad y de buena parte del resto del Imperio. Ha distribuido a numerosos agentes por toda la capital y se ha rodeado de una red de clientes que lo siguen de manera incondicional. Su poder crece día a día y su ansia y su ambición no tienen límites.

—El patriarca nunca se volverá contra el Imperio.

—Contra el Imperio no —aclaró Nicéforo—, pero sí contra el emperador.

Constantino se levantó del trono con dificultad, apoyando su mano derecha en el reposabrazos. Avanzó unos pasos y se situó frente a una mesa de mármol negro con incrustaciones blancas. Miró a su secretario y le dijo:

—La cita para el día de San Juan.

La legación papal acudió al monasterio de San Juan de Estudios, en el extremo sur de la ciudad, muy próximo a la Puerta Áurea, al comienzo de la tarde. Era el día de San Juan Bautista, patrón del cenobio, el señalado para zanjar las disputas. El cielo estaba nublado y circulaba un aire pesado y de bochorno. Un suave viento del sur arrastraba densas nubes cargadas de humedad desde el mar de Mármara. Por los jardines del monasterio paseaban jóvenes novicios repitiendo las clases dictadas por los maestros. En algunos bancos se arracimaban varios grupos discutiendo sobre filosofía, teología y arte. Por los rincones, monjes solitarios leían algunos libros o meditaban. Junto a las rumorosas fuentes, jóvenes estudiantes memorizaban sus lecciones de gramática y lógica. Entre los pórticos, algunos calculaban con ábacos operaciones para el próximo examen de aritmética. En el monasterio se ubicaba una de las escuelas más afamadas del Imperio.

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