Ante el cariz que estaba tomando la situación, a punto de estallar una revuelta popular que en cualquier momento podía volverse contra el propio emperador, el basileus dio la orden a los legados papales, que seguían acosados por la muchedumbre, de abandonar Constantinopla a toda prisa. Aprovechando la confusión, un escuadrón de caballería pesada salió del interior del recinto del Palacio Sagrado y abrió paso a bastonazos. En unos momentos, los hercúleos soldados, pertrechados con corazas, lorigas y cascos adornados con penachos blancos, lograron trazar un pasillo de varios codos de anchura entre la gente que se agolpaba en la plaza del Milion. La delegación papal atravesó el estrecho corredor cuando comenzaban a caer los primeros objetos sobre sus cabezas y las de los soldados. Consiguieron ganar la embocadura de la Mesé y espolearon los caballos partiendo a toda velocidad hacia las murallas. Entre tanto, el pueblo celebraba el triunfo de la expulsión de los romanos, pero los exaltados ánimos no se calmaban y entre los sectores más críticos comenzaban a surgir voces que acusaban al emperador de ser el responsable de la traición.
Miguel Cerulario seguía los acontecimientos desde una elevada galería. Saboreaba su victoria, sabedor de que su maniobra había salido a la perfección. Sus agentes iban y venían desde el templo hasta la plaza para dar y recibir consignas y mantener en todo momento el control. A media tarde los amotinados habían ocupado el Hipódromo y los principales cabecillas de la revuelta, siempre siguiendo las instrucciones del patriarca, arengaban a la multitud y la mantenían tensa y predispuesta a la acción. Esa misma tarde llegó una carta decisiva; Pedro, el moderado patriarca de Antioquía, aceptaba los postulados de Cerulario en contra de Roma.
El anciano emperador paseaba de un lado a otro del Salón Dorado. Junto a él, los más altos funcionarios de la corte esperaban inquietos la decisión del basileus. Los gritos llegaban desde el Hipódromo al palacio sagrado de Bucoleón y algunas expresiones casi podían entenderse en el silencio de las dependencias imperiales. Por fin, dejándose caer en el trono de láminas doradas, habló Constantino:
—La situación se aboca a un extremo insostenible. El pueblo de Constantinopla ha ocupado la calle y pide una señal. El patriarca ha logrado que la muchedumbre se vuelva contra el papado y contra su emperador, sólo él puede evitar una sangría. Mauricio —indicó girándose hacia el jefe de la guardia—, ve a Santa Sofía y di en mi nombre a Su Beatitud que quiero hablar con él. Es preciso resolver cuanto antes esta crisis.
Pocos minutos después entraba Miguel Cerulario en el Salón Dorado. Había atravesado la plaza del Milion a pie, desde Santa Sofía a la puerta de Bronce del palacio imperial, entre las aclamaciones entusiastas de las enardecidas masas. Quería que toda Constantinopla contemplara que era él el dueño de la situación.
—Majestad —clamó desde la entrada de la sala Cerulario.
—Patriarca, os agradezco vuestra presencia. Creo que es preciso acabar con este tumulto antes de que comience a derramarse sangre. Recordad lo sucedido hace quinientos años en este mismo lugar y en una situación parecida en el reinado de Justiniano. Una revuelta popular fue sofocada por el ejército del general Belisario pasando a cuchillo a los rebeldes; no quisiera que tan trágica jornada se repitiera.
—Dudo, Majestad —replicó Cerulario con enérgico aplomo—, que el ejército se volviera ahora contra su pueblo. Lo que esa gente anhela es la independencia de Constantinopla de la Iglesia latina. Quiere la grandeza de su ciudad y de su Imperio, y eso no es posible con la preeminencia que Roma se otorga sin ningún derecho. Vuestra Majestad debe ocuparse de inmediato de que la voluntad del pueblo sea respetada. El principal culpable de esta situación es el malvado duque Argyros. Desde su gobierno de Italia ha conspirado contra el emperador y contra el Imperio, incitando al papa contra la iglesia de Constantinopla. Su hijo y su yerno son sus agentes en la ciudad y quienes han ejecutado las órdenes que su padre dictaba desde Italia.
El anciano emperador vacilaba ante la firmeza de las palabras del patriarca, que sonaban atronadoras entre las paredes de la sala. Su fiel Argyros volvía a ser acusado por el propio Cerulario de conspiración. Esta vez nada podía hacer para salvarle. Dudó unos instantes y, con voz temblorosa, ordenó:
—Escribano, redacta de inmediato la orden de prisión para el yerno y el hijo de Argyros, y que sean acusados por sus maldades y por conspiración, y ordena hacer una copia de la bula de excomunión del patriarca Miguel para que sea quemada en el Hipódromo en presencia del pueblo.
Tras dictar sus órdenes, Constantino IX se recostó en el trono, abatiendo su cabeza entre las manos. Cerulario miró a aquel pobre anciano, saboreó su triunfo un instante y sin mediar otras palabras salió del Salón Dorado. En el Hipódromo, la multitud acogió el edicto imperial con enormes gritos de regocijo que estallaron en desbordantes muestras de júbilo cuando sobre un pebetero de hierro ardió el pergamino que contenía la copia de la bula de excomunión del patriarca y sus seguidores.
Atardecía sobre el Bósforo. El disco solar, enorme y rojo, se ocultaba entre el horizonte azul y una banda de nubes añiles y violetas; haces de rayos anaranjados, bermejos y carmesíes se desparramaban por el purpúreo cielo de Constantinopla.
Una semana después Miguel Cerulario convocó un concilio en el que se excomulgó a los enviados papales. Con la sede de san Pedro vacante durante varios meses, no faltó quien propuso al patriarca que asumiera en dicho concilio la dignidad de Sumo Pontífice.
—No estoy aquí para suplantar a Roma, sino para elevar a Constantinopla a su misma dignidad —respondió Miguel dando por zanjada la cuestión.
En el año del cisma una estrella estalló en la constelación de Cáncer. El fenómeno causó la admiración de todos los astrónomos, que no supieron dar al caso ninguna explicación. Cerulario lo atribuyó a la descomposición de la Iglesia de Occidente y defendió que se trataba de un presagio divino que anunciaba la preeminencia de Constantinopla ante Roma: la estrella desaparecida significaba el ocaso del poder del Vaticano.
El patriarca comenzó a recoger de inmediato los frutos de su triunfo: asumió la administración de la iglesia de Santa Sofía, hasta entonces en manos del emperador, cuyas rentas eran cuantiosísimas, y estableció un pacto para la separación de poderes entre la Iglesia y el Estado, que sería roto en los años sucesivos en reiteradas ocasiones por ambas partes. Los enemigos de Cerulario temieron la venganza ante su rotundo triunfo. Algunos profesores de la Universidad, que habían encabezado la disidencia contra el patriarca, huyeron de Constantinopla para exiliarse en Grecia y en Asia. Miguel Psello no pudo soportar su derrota y para evitar las represalias se refugió en el monasterio Olimpo en la región de Bitinia. Juan Italos, el alumno predilecto de Psello, se recluyó en su puesto de profesor de filosofía, renunciando a toda actividad política, y Juan Mauropus se encerró en la escritura de versos endecasílabos en los que rogaba a Dios por las almas de Platón y de Plutarco. La victoria del patriarca sumió al emperador en una profunda depresión. Sus muchos años, su espíritu débil y sus excesos aceleraron su proceso de degradación. Constantino IX moría el 11 de enero de 1055 sin dejar heredero. Teodora, la hermana de Zoe, la segunda de las hijas de Constantino VIII, fue alzada de nuevo al trono imperial.
La calma de los meses siguientes fue aprovechada intensamente por Demetrio y Juan. Tenían casi todas las tardes libres y se dedicaban uno a enseñar y el otro a aprender. Filosofía y retórica fueron disciplinas que Juan asimiló con inusitada rapidez, así como el latín y el árabe, que Demetrio dominaba con extraordinaria precisión. Aquel otoño, dos años después de llegar a Constantinopla, Juan dominaba el griego y el latín y hablaba, aunque con dificultad, el árabe.
Aquella mañana de finales de noviembre el sol tintineaba entre altas nubes estriadas. Demetrio consultaba en su lugar de costumbre una reciente edición de la Topografía cristiana, el tratado de astronomía escrito en el siglo VI por Cosmas Indikopleustes, el último de los grandes libros de su género. Juan recogía algunos códices miniados que había estado ojeando un monje copista del monasterio de San Juan de Estudios. La puerta de la biblioteca se abrió lentamente y en el umbral apareció Miguel Psello. Hacía varias semanas que había salido de su reclusión en el monasterio de Olimpo en Bitinia y se veía más radiante que nunca. Alto y delgado, con su barbilla cuadrada y orgullosa, el cónsul de los filósofos se dirigió sonriente hacia Demetrio, quien se levantó al ver que se acercaba. Ambos extendieron sus brazos asiéndose mutuamente por los codos y se saludaron con efusión. Demetrio le indicó que lo acompañara a una estancia adjunta donde podían estar solos.
—Veo que la reclusión en el convento os ha sentado bien —resaltó Demetrio en tono jovial.
—Mejor ha sido la salida, mi buen amigo. La vida conventual no está hecha para mí.
—Me alegro por vuestro regreso, el Imperio recupera al primero de sus intelectuales y la Universidad al más brillante de sus profesores.
—Gracias por vuestros halagos —dijo Psello—. La intensa actividad política de los dos últimos años no ha dejado mella en vuestro rostro ni en vuestro cabello; los éxitos no desgastan.
—Sabéis que no soy un político, me he limitado a ayudar a Su Beatitud —alegó Demetrio sin denotar falsa humildad.
—El patriarca nunca hubiera triunfado sobre el emperador ni sobre los latinos sin vuestra ayuda. Vuestra eficiencia en la organización de apoyo a Cerulario fue absoluta. Pero no he venido aquí a lisonjearos, sino a comentaros los últimos trabajos que estoy realizando. Para ello, una vez más, necesito vuestra atención.
—Siempre la habéis tenido —apostilló Demetrio.
—Esta vez es distinto —Psello tornó su gesto como si fuera a revelar el más grande de los secretos—. En el convento de Bitinia donde he permanecido refugiado hay una importante biblioteca de astronomía. Allí están las obras de Longino, del cronógrafo Julio el Africano, de Estrabón, la Física de Aristóteles, la de Proclo y Las piedras de Teofastro. Según me relató el bibliotecario, un monje de Lesbos, hace varios siglos se edificó un observatorio astronómico en un monte cercano al cenobio. Ese observatorio fue abandonado cuando en el Imperio comenzó a perseguirse a aquellos que escudriñaban las estrellas. Pero los libros se guardaron en secreto y generaciones de monjes han seguido estudiando el cielo. Durante varios meses he podido seguir, desde el mismo observatorio, que aunque en ruinas sigue en uso, el movimiento de los astros, las estrellas y las constelaciones. Y quiero revelaros un sorprendente descubrimiento.
Psello abrió una cartera de piel que portaba colgada de su hombro bajo la capa y sacó un rollo de papel de aspecto viejo y desgastado.
—Mirad, Demetrio, es la única copia que se conserva en el mundo del Tratado de las estrellas del gran Aristarco de Samos. Está escrito sobre papiro, en griego antiguo, y procede de la desaparecida biblioteca de Alejandría. Hay en él, al final, anotaciones de Eratóstenes y de Hiparco, los tres sabios de la astronomía de la Antigüedad juntos; ¿sabéis lo que eso significa?
Demetrio había leído algunas cosas sobre las teorías de Aristarco. Sabía que había escrito una obra en la que afirmaba que la Tierra no era el centro del universo, sino que éste lo constituía el Sol; la Tierra y los demás planetas giraban en torno al astro solar. Las teorías de Aristarco habían sido condenadas por ser contrarias a las Escrituras; ya casi nadie las recordaba.
—Algo he leído sobre las descabelladas teorías heliocéntricas de ese Aristarco —repuso Demetrio.
—¿Descabelladas?, no, mi viejo amigo, son correctas. Es la Tierra la que gira alrededor del Sol. El Sol es el centro del universo, la luz vivificadora que se desparrama por el cosmos. He podido comprobarlo en el observatorio del monasterio. El monje de Lesbos y yo hemos dedicado varios meses a estudiar los cálculos de Aristarco, y son correctos, no me cabe ninguna duda. Un hombre como vos, abierto y culto, debería aceptar los avances de la ciencia.
—Cuanto afirmáis es peligroso. La astronomía es una asignatura que vos, con vuestros amigos Mauropus y Jifilino, introdujisteis en el Quadrivium, el ciclo de enseñanza superior. Esa disciplina siempre se ha enseñado según los tratados de Ptolomeo. Vos mismo habéis sido un defensor de su obra el Almagesto y habéis comparado sus tablas astronónómicas con las del astrónomo árabe Ibn al-A'lam. ¿Ambos se equivocan, las Escrituras se equivocan, la Iglesia se equivoca? —inquirió Demetrio.
—Me decepcionáis, amigo. La misión de todo intelectual, y vos sois uno de los más grandes, es la de transmitir el discurso de la verdad, de la lógica, como enseñó Aristóteles. Observo que vuestra dedicación a la política os ha coartado vuestra libertad de raciocinio —objetó Psello.
—Os equivocáis. El contacto con la vida pública, después de varios años encerrado entre las paredes de esta biblioteca, me ha enseñado a entender la realidad. Muchos asuntos que sólo conocía por los libros, por los tratados de filosofía o de política, se han mostrado ante mí sin ropajes literarios. No intentéis transformar un mundo que cambia por sí mismo.
—Ya lo creo. Cambia más de lo que podáis imaginar. Tanto que, como dice mi maestro Juan Mauropus, «la vida es corta y los conocimientos son muchos». Esta misma semana —continuó Psello— he podido cotejar mis cálculos con las anotaciones que dejó escritas Leoncio para el manejo de la esfera armilar que construyó hace doscientos años. La conservamos en la Facultad de Filosofía y en esa esfera están representados todos los movimientos circulares de los astros vistos desde Constantinopla. Voy a pedir licencia a la emperatriz para construir un observatorio astronómico. He conseguido dos astrolabios árabes y con varias lentes estoy a punto de finalizar una dioptra que me permita observar los astros un poco más cerca. Un artesano cristalero del barrio de Narsou me está fabricando dos lentes con las que podré ver la Luna a más del doble del tamaño que se contempla a simple vista.
—¿Sabéis que existe un grave riesgo para vos? —advirtió Demetrio—. No corren buenos tiempos para los descubrimientos. El patriarca y la emperatriz están logrando pacificar el Imperio después de las convulsiones del enfrentamiento con Roma. Una teoría como la vuestra, en este momento, podría significar el estallido de algo mucho más grave. Yo soy un simple bibliotecario, y mis conocimientos se reducen a lo que he leído en los libros, en apenas nada podría ayudaros, salvo en localizar para vos algún tratado.