El salón dorado (20 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—Silencio —cortó tajante Carenotes—. He dicho que desde mañana te ocuparás de los jardines. Retírate.

Aquella tarde Juan recogió por última vez los libros de las mesas de los lectores para colocarlos en sus estantes. Los fue depositando uno a uno, acariciándolos, consciente de que era quizá la última vez que lo hacía. Entornó las puertas del armario donde se guardaban los libros de filosofía y leyó algunos lomos: Eneas de Gaza, Juan Filopón, Elías Ecdicos, Anastasio el Siraíta, Juan Damasceno, Aretas de Cesarea y… Miguel Psello. Después, cerró tras de sí la de la biblioteca; no quiso volverse para evitar la última mirada. Antes de cenar tomó de su bolsa, que guardaba celosamente entre sus ropas en un pequeño arcón junto a su catre, el rollo de papiro con «el Aristarco» y el cuaderno de notas de Demetrio, que ya había memorizado íntegramente, los rasgó en varios pedazos y los arrojó al fuego de la chimenea. Mientras se consumían los últimos fragmentos apretó con fuerza sus puños y musitó: «Demetrio, Demetrio». En el cuaderno de notas de su maestro había aprendido que Filolao había confirmado la esfericidad de la Tierra y su movimiento alrededor de un fuego central, el Hestia, sobre el que giraban los otros cuerpos celestes: la Tierra, la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, Saturno y las estrellas fijas. Conoció la teoría de Platón sobre el sometimiento del mundo a leyes fijas, lo que indicaba una creación ordenada del universo, tal y como el sabio griego explicaba en el Timeo y en el Epinomis, y el cambio que introdujo en La República, alternando el orden de los planetas Venus y Mercurio en su órbita en torno a la Tierra. Demetrio había anotado unas críticas a los comentarios de Aristóteles a las obras de Eudoxio y Calippo sobre el sistema de esferas homocéntricas. En la última página había escrito en favor del sistema heliocéntrico de Aristarco de Samos, rechazando las teorías geocéntricas de Hiparco, Ptolomeo, Platón y Aristóteles. El cuaderno de notas de Demetrio acababa con la frase: «En suma, creo con Aristarco de Samos que la Tierra no es el centro del universo».

A la mañana siguiente fue a buscarle Basilio, el jefe de los siervos. En su rostro se perfilaba una irónica sonrisa.

—Vaya, vaya, el favorito de Demetrio. Parece que se han acabado tus privilegios. He hablado con el nuevo jefe de la biblioteca y me ha encargado que te incorpore al grupo que cuida de los jardines. Deberás instalarte de nuevo en el dormitorio común del edificio de los siervos, ¿recuerdas?, sólo pasaste allí una noche.

Juan comprendió entonces que había sido Basilio quien había influido en su traslado. Ciertamente, aquel hombre nunca lo había apreciado y sin duda todos estos años había estado celoso de la preferencia que Demetrio mostró hacia Juan. Se trataba de una venganza del jefe de los siervos causada por la envidia.

A partir de ese momento la vida de Juan fue muy dura. Trabajaba de sol a sol, se levantaba el primero y se acostaba el último. Basilio se ocupaba personalmente de que nunca le faltase trabajo y lo convertía en objeto permanente de escarnio. Por las noches se tumbaba agotado en su catre, recordando a Demetrio, a su familia y a Vladislav; «¿qué habría sido de él?», se preguntaba una y otra vez. Añoraba los libros, pues desde que abandonó la biblioteca no había podido leer nada. No tenía ni un momento de asueto, además se lo habían prohibido tajantemente.

Una tibia mañana primaveral Juan estaba limpiando un parterre cuando se le acercó Basilio:

—No está limpio, eres un haragán. Vas a aprender cómo hacer bien tu trabajo —chilló propinándole un fuerte puntapié en las corvas que postró de hinojos al muchacho. Juan no pudo contenerse y volviéndose con rapidez propinó con el mango del rastrillo que portaba un fuerte golpe en las rodillas de Basilio, que cayó de bruces al suelo entre aullidos de dolor. Varios esclavos y siervos acudieron alertados por los gritos. El monje que dirigía los trabajos en los jardines, ante las acusaciones histriónicas del jefe de los siervos, sujetó a Juan por los hombros y lo arrastró hacia el interior de uno de los edificios del complejo donde fue encerrado en una mazmorra.

Dos días permaneció aislado en la celda antes de que apareciera un monje con dos criados. Le comunicó que había sido vendido a unos mercaderes italianos que estaban comprando esclavos en los bazares de la ciudad y le presentó el documento por el cual un genovés lo había adquirido por diez nomismas.

«Valgo menos que El tratado de las máquinas de Arquímedes», pensó Juan.

Fue entregado a un comerciante de Génova llamado Giovanni Escalpini, un rico mercader que desde hacía algunos años se había especializado en el comercio de esclavos. Poseía cinco barcos mercantes que realizaban dos viajes al año entre las ciudades de Génova y Constantinopla. En el viaje de ida transportaban aceite de Provenza, vino de Borgoña y trigo de Sicilia para Constantinopla, donde cargaban esclavos, pieles de Rusia, especias, perfumes, sedas y brocados con destino a los mercados occidentales. Corría el mes de abril del año 1059 cuando Juan fue embarcado en El Orgullo de Génova, el mejor de los barcos de Escalpini, una nao de más de cien pies de largo capaz de desplazar seiscientas toneladas.

Amanecía. El viento era favorable y el mar estaba en calma. El cielo cubierto de nubes plomizas amenazaba lluvia. Las seis naves que conformaban la flotilla genovesa, protegidas por dos chelandiones de guerra, salieron del puerto de Pegeo, en el barrio de Pera, atravesando el Cuerno de Oro. Poco antes se había retirado la enorme cadena de hierro que cerraba la embocadura del estuario y que constituía una de las más formidables defensas de la ciudad. Minutos después, los tajamares de las rodas rompían las espumosas olas del mar de Mármara.

Capítulo III

El crepúsculo de marfil

1

Desde cubierta podía verse Constantinopla bañada por las primeras luces del alba, con la iglesia de Santa Sofía erigida en el extremo que invadía el Bósforo, a modo de mascarón que rompe las olas ante el avance de la nave. En lo alto del faro flameaba un fuego ondulante por el suave viento del noroeste. Una intensa tristeza inundó en ese momento el espíritu de Juan. Sintió como si en su estómago revolotearan docenas de mariposas; sus ojos reflejaban una profunda sensación de agonía. Asido con sus dos manos al pretil del barco, la veía alejarse irremediablemente. Conforme la silueta de la ciudad se difuminaba en la lejanía tras la tenue neblina del amanecer, crecía en su interior un sentimiento de angustia y desasosiego. No podía haber imaginado antes cuánto iba a sentir el abandono definitivo de su ciudad soñada, aquella que cuando niño los mercaderes que descendían con pieles y maderas por el río hasta el gran mar describían apasionados en el mercado de su aldea, entre telas bordadas de colores, espejos de bronce, cuchillos de acero templado y cachas de marfil. Pese a los años pasados desde su captura, seguía albergando esperanzas de ser libre algún día y poder volver a su hogar, entre sus padres y hermanos. Había soñado con cumplir quince años, alcanzar la libertad que Demetrio le había prometido y regresar al hogar. Incluso había imaginado un futuro como notario en su aldea, pero se alejaba de su casa y de su familia.

Tras dos días de tranquila navegación, siempre con la costa a la vista, atracaron en Gallípoli, pequeña ciudad bizantina situada en la orilla asiática del estrecho de los Dardanelos, donde se aprovisionaron de agua. Aquella noche Juan y otra media docena de esclavos dormían en cubierta tumbados sobre esteras de cáñamo. El eslavo era a sus catorce años un muchacho alto y bien parecido. El silencio de la noche sólo era roto por los golpes de las olas contra el casco de la nave y el crujir del maderamen con el bamboleo del agua. Juan notó que alguien lo sujetaba por los hombros. Despertó sobresaltado y sintió unos dedos rugosos y ásperos, sucios y grasientos, que le manoseaban toscamente el rostro. La noche era oscura y cerrada, pero por el resplandor de los fanales situados a popa pudo comprobar que se trataba del ayudante del capitán del barco, un hombre corpulento, calvo y seboso.

—No chilles —le murmuró a Juan al oído en un mal griego—, si no ofreces resistencia no voy a hacerte daño y hasta puede que te guste.

Aquel hombre repugnante comenzó a sobar el cuerpo del muchacho; jadeaba como un perro en celo y sus manos viscosas y lúbricas le recorrían una y otra vez el pecho y las piernas. Juan estaba paralizado por el miedo y el asco, pero no se atrevía a gritar. Estaba convencido de que si lo hacía, aquel hombre se vengaría cruelmente. Sentía en su rostro un fétido aliento a cebolla y vino y que el estómago se le retorcía. No pudo evitar el vómito.

—¡Maldito esclavo! —exclamó el marinero apartándose de Juan—, ya volveré —masculló mientras se alejaba en silencio por la cubierta del barco.

No pudo seguir durmiendo. Se sentía profundamente mareado y una extraña sensación de suciedad rodeaba su cuerpo.

Transcurrieron días monótonos y lentos. La flotilla, después de atravesar el mar de Mármara y el estrecho de los Dardanelos, navegó por el Egeo, el mar de griegos, entre islas blancas y esmeraldas, bajo un intenso cielo azul. Cuando el viento era favorable se desplegaban las velas cuadradas y los navíos avanzaban a gran velocidad sobre las aguas, pero cuando era contrario o estaba en calma se hacía preciso recurrir a los remos, manejados por esclavos que bogaban sin cesar al ritmo cansino que marcaba un auxiliar del piloto al son de un timbal. Durante dos semanas remaron rumbo sur, siempre con tierra a la vista. Bordearon la costa asiática empujados por la suave brisa etesia y recalaron en las islas de Lesbos, Quíos y Samas, siempre buscando las colonias de mercaderes genoveses, donde cargaron nuevas mercancías. En Quíos recogieron medio centenar de vasijas del famoso vino que sólo se producía en aquella isla procedente de la malvasía, la uva más delicada y dulce de todo el Mediterráneo. Al llegar a Samos Juan recordó que de allí era Aristarco, el astrónomo de la Antigüedad cuyo libro había aprendido de memoria. En Samos pusieron rumbo sureste y bordearon las míticas islas Cícladas.

Un marinero griego saludó alborozado una punta de tierra que se perfilaba al norte, lejana en el horizonte.

—Es el cabo Maleas —gritó—, el extremo sur del continente de los griegos. A partir de ahora navegaremos mar adentro en el Mediterráneo, derechos hasta Roma.

¿Roma? ¡Se dirigía a Roma! Aquel monje le había dicho al sacarlo de la celda que había sido vendido a un mercader genovés. Juan entendió que lo conducían a Génova, pero no su destino era Roma, la ciudad de los césares, la enemiga de Constantinopla, donde según Miguel Cerulario anidaban la corrupción y la maldad.

La travesía del Mediterráneo discurría tranquila. Juan pasaba la mayor parte del tiempo en cubierta, aunque por orden expresa del capitán no se veía obligado a trabajar en las pesadas tareas que realizaban el resto de los esclavos. De noche contemplaba el cielo y repasaba una y otra vez todos los conocimientos adquiridos en la lectura del tratado de Aristarco y del cuaderno de notas de Demetrio. Buscaba las estrellas y las constelaciones y grababa su situación en su memoria. Durante el día se protegía bajo un amplio sombrero de paja para evitar que el sol le quemara la piel. Con todo, su faz fue adquiriendo un tono sonrosado y se le pelaron los pómulos y la nariz. Un médico siciliano que había embarcado en Samos y viajaba como pasajero le aplicó una bizma a base de grasa de vaca, leche y laurel que le calmó el escozor.

El médico entabló enseguida relación con Juan. Era un hombre educado y culto. Se llamaba Paolo Malatesta y vivía en Siracusa, donde regentaba un hospital. Se había formado en la afamada escuela de medicina de Salerno, con el célebre médico Alfano. Los dos últimos años había viajado por el norte de África, recorriendo Túnez, Libia y Egipto en busca de nuevos conocimientos. Había llegado hasta Jerusalén y Damasco. En esta última ciudad había adquirido un libro titulado Sobrela física del hombre, obra de Nemesio de Emesa, por encargo de su maestro Alfano de Salerno, quien lo quería traducir del árabe al latín. Sus destinos eran los prestigiosos hospitales Abudí de Bagdad y el de Gundisapur, el más antiguo del mundo musulmán, pero las noticias del avance turco le habían aconsejado regresar a Sicilia. En Tiro, una galera veneciana lo había llevado a Chipre y desde allí un navío genovés lo había dejado en Samos, donde había embarcado en El Orgullo de Génova.

Paolo había pedido al capitán del barco que permitiera a Juan viajar con él; en principio se había negado pero dos monedas de plata habían sido suficientes para que concediera el permiso. En una ocasión, Juan le comentó a Malatesta que durante más de cinco años había estado trabajando como aprendiz primero y como ayudante después en la biblioteca del patriarca de Constantinopla.

—Claro —dijo Paolo—, ya me parecía a mí que eras un muchacho muy inteligente. Ahora lo entiendo. Tienes que decirme qué libros de medicina hay allí, quizás algún día vaya o envíe a alguien a que los copie.

—En realidad —contestó Juan—, la biblioteca no es muy rica en libros de medicina. Hay muchos más de esa materia en la Universidad, pero sí que tiene algunos ejemplares notables. Yo mismo acompañé al jefe de la biblioteca a comprar el Corpus de medicina de Oribasio de Pérgamo.

—¡Ah!, lo conozco. En El Cairo pude estudiar un ejemplar en la biblioteca del hospital de Ahmad ibn Tulún. La medicina está mucho más desarrollada entre los árabes que entre nosotros. Si un médico quiere aprender cuanto se sabe, debe ir necesariamente a un hospital árabe.

Una mañana, tras la única tormenta que se presentó en todo el viaje, y que no fue demasiado virulenta, avistaron las costas de Sicilia.

—Mira, Juan —indicó Paolo señalando con el brazo hacia tierra—, esa es Sicilia, mi país. En pocas horas desembarcaré en Catania y de allí a mi casa en Siracusa apenas hay una jornada de camino. Pasado mañana estaré durmiendo en mi cama, ¡después de tanto tiempo! Aquella montaña que rompe las nubes, tan alta como el cielo, es el Etna, un monte que escupe fuego de vez en cuando. Los antiguos sicilianos creían que en sus entrañas moraban los dioses del averno.

Juan miró la lejana montaña todavía cubierta de nieve y después bajó los ojos y recordó de nuevo su casa. ¿Qué habría ocurrido en estos casi cinco años en la aldea de Bogusiav? Seguro que su hermano mayor ya se habría instalado en Kiev como carpintero y a lo mejor hasta tendría algún hijo. Sus padres seguirían cultivando las tierras con su otro hermano y la hermana pequeña, que pronto cumpliría doce años. ¿Y qué habría ocurrido con el tímido Vladislav? El último recuerdo de su amigo eran unos enormes ojos brillando asustados en un destartalado almacén del puerto de Constantinopla. En cualquier caso, si volviera a encontrarse con él es probable que no lo reconociera, a no ser por la cicatriz en forma de punta de flecha que destacaba sobre su ceja derecha.

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