El salón dorado (18 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

Dos días después hacía su entrada triunfal Isaac Comneno. El vencedor en Nicea penetró en Constantinopla por la Puerta Áurea, atravesando las robustas murallas por un puente de madera sobre el foso. Montaba un caballo blanco con las crines, la cola, el flequillo, las orejas y los cascos teñidos de rojo escarlata. La silla y las bridas eran de cuero rojo con finos trabajos de incrustaciones de oro. Vestía una túnica de seda negra, y sobre ella una coraza de láminas doradas, botas altas de cuero carmesí con espuelas doradas, una capa de paño azul celeste y un casco con penacho de plumas negras y escarlatas. Detrás de él desfilaban una docena de leopardos amaestrados para la caza, sujetos por cadenas de oro a un carro desde el que esclavos negros agitaban palmas y hacían sonar relucientes trompas de bronce.

El ejército rebelde y los restos del ejército imperial, que fueron integrados tras la batalla, acompañaban en perfecta formación al nuevo emperador. Las tropas de la capital, los mercenarios francos y varegos, los nuevos Inmortales, los chomatenes, los tagmata tracios, los macedonios y los jinetes turcos atravesaron toda la ciudad siguiendo la ruta de los emperadores triunfantes. Desde la Puerta Áurea enfilaron el ramal sur de la Mesé; pasaron junto al monasterio de San Juan de Estudios, cuyos monjes y novicios agitaban ramas de olivo y ofrecían bebidas y guirnaldas de flores a los soldados. Desfilaron bajo la primitiva Puerta Dorada del recinto de Constantino, ahora un arco triunfal en la avenida. Rodearon la columna de Arcadio en el foro dedicado al primer emperador del Imperio de Oriente y poco después el foro de los Bueyes, en donde humeaba la enorme cabeza de buey en bronce en cuyo interior se quemaban despojos de todo tipo. Desembocaron en la confluencia de los dos tramos de la Mesé, en la plaza de Filadelfion, frente al Capitolio, en cuya escalinata se amontonaban centenares de ciudadanos que aclamaban a los vencedores; allí, como ordenaba la tradición, se detuvieron un instante para recibir del pueblo cruces hechas con rosas, el símbolo del triunfo. Pasaron bajo el arco de Teodosio, en el foro de los Toros, cubierto por guirnaldas, hojas de palma y pancartas en las que se saludaba al nuevo emperador. Recorrieron el último tramo de la Mesé, entre el foro de Constantino y la plaza del Milion, hasta las mismas puertas de Santa Sofía. En las gradas exteriores del templo esperaba Miguel Cerulario. En su mano derecha portaba la cruz patriarcal, recién fabricada en los talleres de orfebrería de la ciudad. En ella se representaba el milagro del arcángel san Miguel y el encuentro de Josué, descalzo y de rodillas, con el ángel portando una espada antes de la entrada de los hebreos en Jericó. Aparecía también el papa Silvestre presentando los iconos de san Pedro y san Pablo a Constantino el Grande, que estaba arrodillado respetuosamente ante él. Cerulario quería dejar claro que anteponía el poder de la Iglesia y del patriarca al del mismísimo basileus.

Isaac Comneno ascendió las marmóreas gradas, saludó respetuosamente al patriarca y entró en el templo. Ante el altar, engalanado con ricos tapices de seda azul que representaban a caballeros lanceando leones, el nuevo emperador fue coronado por Miguel Cerulario. Arrodillado sobre una almohada de terciopelo rojo, recibió la sagrada corona mientras dos pajes le quitaban la capa azul y otros dos colocaban sobre sus poderosos hombros el manto púrpura. Sobre la mesa del altar una espada y un cetro representaban el poder y la justicia. A ambos lados lucían cirios enormes en los dos candelabros de plata que en las coronaciones imperiales significaban el árbol de la vida. Un coro formado exclusivamente por miembros de la facción de los verdes entonaba cánticos de alabanza al Imperio y a su gobernante.

11

En los meses siguientes a la coronación, el emperador comenzó a tomar decisiones por cuenta propia, relegando a Miguel Cerulario, que había creído equivocadamente que iba a poder dominar a Comneno y someterlo a su voluntad. Isaac, como miembro de la aristocracia de Asia Menor, postergó a un segundo plano a la nobleza de Constantinopla, ordenó reforzar la defensa de las fronteras orientales y frenó en el Danubio a los húngaros y a los pechenegos. Acuñó una moneda en la que aparecía con la espada desenvainada, buena muestra de que pensaba ejercer el poder y administrar la justicia personalmente. Se rodeó de los mejores consejeros y ministros. El propio Psello, que había cambiado a tiempo de partido, fue distinguido con el título de proedros del Senado y Leichudes fue nombrado jefe de la administración. Confiscó tierras a la Iglesia y su enemistad con el patriarca fue creciendo.

Miguel Cerulario fue marginado de la corte y el emperador no contestó a ninguno de los requerimientos que le remitía pidiéndole una entrevista. Una tarde mandó llamar a sus aposentos a Demetrio, ocupado en organizar con Juan y otros dos ayudantes la sección de astronomía de la biblioteca, quien acudió presto. Cerulario estaba sentado en una banqueta de madera, con el hombro derecho apoyado en la pared y un libro de oraciones entre las manos.

—¿Puedo pasar, Beatitud? —preguntó Demetrio.

—Adelante, mi buen Demetrio, ven y siéntate a mi lado —asintió el patriarca señalando un cómodo sillón—. Te he hecho venir para hacerte saber lo que está ocurriendo en la corte. El emperador se ha otorgado, como si le correspondiera por derecho propio, todo el poder, sin tener en cuenta que hemos sido nosotros quienes lo hemos colocado en el trono que ahora ocupa. Ha dejado de lado a nuestros partidarios y se ha rodeado por miembros de las facciones que antes apoyaron al incompetente Miguel VI. Psello y Leichudes han sido rehabilitados y ocupan altos cargos. Juan Comneno, hermano del emperador, hace y deshace a su antojo en la corte. Los generales Kekaumenos y Briennio controlan el ejército. Sólo le queda someter a la Iglesia para ejercer un poder absoluto en el Imperio. No era este el cambio por el que luchamos.

El patriarca se mostraba abatido; sus rotundas cejas, encanecidas por la edad, se arquearon en un rictus de preocupación y desconsuelo. Demetrio contemplaba en silencio la derrota de aquel hombre a quien tanto admiraba y musitó:

—La Iglesia siempre ha sido la institución más prestigiosa de Bizancio. Si Vuestra Beatitud quisiera, el pueblo de Constantinopla apoyaría al patriarcado y ello obligaría a la corte a rectificar. Disponemos de numerosos agentes preparados para dirigir a las masas, con buena experiencia en las tácticas de agitación popular; volvería a ser tan sencillo como antes.

—No, mi querido Demetrio —replicó Cerulario levantándose—, ahora no sería lo mismo. El ejército es fiel a Isaac, totalmente leal. Ha sabido crear un entramado de generales y oficiales que le obedecen ciegamente. Él mismo es un soldado y sabe cómo mandar a un ejército. La capital está tomada por sus tropas y las provincias están en manos de sus generales. Nada podría hacer el pueblo frente a la milicia, nada salvo convertir las calles de la ciudad en torrentes de sangre. La mejor táctica es la resistencia pasiva, aguantar la marea de los Comneno y esperar a que cambie el viento de la fortuna. Los turcos de Toghrul Beg pueden caer en cualquier momento sobre las fronteras orientales del Imperio; una derrota militar podría dividir al ejército, sólo entonces se produciría la oportunidad para acabar con el orgullo del emperador.

Entretanto llegó la fiesta del lunes de Pascua. Esa podía ser una buena oportunidad para que el patriarca y el emperador se reconciliaran. Era el primero de los grandes festejos a los que iba a asistir Isaac Comneno como basileus, y en él Cerulario adquiría el protagonismo que hasta entonces tenía negado.

La comitiva imperial partió del Palacio Sagrado por la puerta de Bronce y atravesó la plaza del Milion, recorriendo la avenida regia hasta el foro de Constantino. Allí, junto a la capilla dedicada a Constantino el Grande, al pie de su columna, esperaba el patriarca sentado en un sillón sobre un estrado. Detrás de él se encontraban las altas dignidades de la iglesia bizantina y en tercera fila Demetrio con Juan. Cuando apareció el emperador, el patriarca se acercó a darle la bienvenida. El encuentro de las dos personalidades fue frío pero amable. Isaac Comneno, vestido con una escaramanga blanca bordada de oro y la ritual corona blanca, era un palmo más alto que Miguel Cerulario, que se cubría con una túnica negra con bordados plateados y dorados en el pecho, pero el patriarca parecía mayor. Cerulario dejó ver al levantarse las sandalias púrpura que calzaba y que eran privativas del emperador. De la muchedumbre emanó un murmullo. Algunos comentaron en su círculo que aquella actitud era un claro signo de usurpación de los símbolos del poder y de desafío. Los ojos del emperador se encendieron de cólera cuando contemplaron el color de las chinelas de Cerulario.

Siguiendo el rígido protocolo, impuesto en la corte desde hacía siglos, la comitiva se dirigió en carruajes por la Mesé, profusamente decorada con guirnaldas de lirios y gladiolos, ramas de laurel, trenzas de yedra y olorosos ramos de mirtos y arrayanes, hasta el foro de los Toros, atravesando el barrio de los panaderos; visitaron la iglesia de la Virgen de la Diaconissa, la plaza de Philadelphion, los barrios de Olybrios y Constantina. En San Polieucto cambiaron los carruajes por peanas de mano y recorrieron la Mesé norte hasta la iglesia de los Santos Apóstoles. Frente al templo se había construido en madera pintada de verde un gran estrado decorado con guirnaldas, palmas y flores donde se volvieron a reunir el emperador y el patriarca ante la aclamación de la multitud. Un coro de voces infantiles cantaba el himno Akathistos, que celebraba el triunfo de la flota bizantina contra la persa en el año 626. Ambos penetraron en el interior del templo para rezar ante las tumbas de san Juan Crisóstomo y de san Gregorio el Teólogo. Sobre la mesa del altar y dentro de riquísimas cajas de oro, plata y marfil guarnecidas con finos esmaltes, gemas y perlas, estaban depositadas las más sagradas reliquias de la ciudad: un fragmento de la Vera Cruz, los clavos que sujetaron a Jesucristo al madero, la corona de espinas, la esponja, la lanza y el manto de la Virgen en la Crucifixión. Los dos protagonistas se encontraron a solas en la capilla funeraria, frente a frente, con sendas velas encendidas en las manos. Cerulario se dirigió al emperador:

—Majestad, debemos depositar los cirios ante la tumba de los padres de la Iglesia. Es costumbre que cada año el emperador y el patriarca ofrezcan dos velas a dos de los más grandes santos de Oriente. Después debemos ir ante el sarcófago de Constantino a encender lámparas y a venerar las tumbas de los santos patriarcas Nicéforo y Metodio. Por último, visitaremos las tumbas de los emperadores que os han precedido en el trono de Bizancio.

—Sé muy bien qué debemos hacer —respondió secamente el emperador—. Llevo meses estudiando el protocolo de la corte y, por cierto, creo que deben introducirse en él algunos cambios. El patriarca adquiere demasiado protagonismo en las ceremonias imperiales; en casi todas las ocasiones aparece de igual a igual, y yo no apruebo eso. Incluso habéis osado calzar las sandalias púrpuras que están reservadas a mi uso exclusivo.

—El patriarca es el garante de la tradición bizantina y tiene la misma dignidad que el emperador.—afirmó rotundo Cerulario—. Son dos poderes complementarios. El emperador gobierna sobre la tierra y sobre los hombres en cuanto su poder proviene de Dios; el patriarca es el delegado de Dios, el vicario de ese poder. El poder imperial, simbolizado en la ceremonia que estamos celebrando, reproduce el movimiento armonioso que el Creador ha conferido a todo el universo. Esta ceremonia, verdadera manifestación del orden cósmico de los astros, revela la verdadera naturaleza divina del Imperio.

—El poder es el del ejército. Yo fui quien venció en Nicea. Los dos bandos invocábamos al mismo dios, los dos enarbolábamos estandartes con santos, pero nosotros triunfamos porque éramos más fuertes —zanjó Comneno.

El emperador dio media vuelta y salió de la capilla con pasos rápidos y amplios. Cerulario se quedó quieto un instante y musitó:

—Ya veremos quién tiene más fuerza.

Una vez en el exterior, el emperador, que se había cubierto con un manto púrpura bordado con corazones y rombos dorados, montó en un corcel enjaezado con gualdrapas de seda adornadas con atalajes de esmaltes y gemas sobre fondo enriquecido con perlas, seguido por el cortejo de nobles, magistrados, patricios y cortesanos también sobre caballos que habían estado dispuestos en establos anexos a la iglesia. Cerraba el cortejo un batallón de la guardia imperial y el pueblo organizado en gremios. Se dirigieron ante los dos grandes leones de mármol que había tras el complejo de los Santos Apóstoles; allí esperaban los jefes del bando político de los azules, que acompañaron a la comitiva imperial hasta San Cristóforo. En el barrio de Olybrios, los verdes recibieron al soberano y, relevando a los azules, guiaron a la comitiva hasta el Philadelphion, donde otra vez los azules condujeron el cortejo hasta el Modion. De nuevo cambiaron por los verdes, que fueron con el emperador hasta el foro de los Toros. Junto al arco de Teodosio, toda la comitiva descendió de los caballos, a excepción del basileus, que montó su corcel de regreso al Sacro Palacio seguido por toda la corte a pie a través de la Vía Regia y de la avenida de Argyroprateia.

Durante los meses siguientes Cerulario se mostró taciturno y huraño con todos, incluso con el propio Demetrio, que insistía en actuar contra las decisiones del emperador, siempre adversas a los intereses del patriarcado. Por fin, a principios de noviembre de 1058, Miguel Cerulario aceptó los consejos de Demetrio y decidió oponerse frontalmente al soberano. Habló con el jefe de la biblioteca y le indicó que preparara un plan para desestabilizar al ocupante del trono. Calzó las chinelas púrpuras y amenazó con destituir al emperador. Pero era demasiado tarde Pocos días después, sin que hubiera tiempo para nada, Isaac I ordenó apresar a Cerulario. Un batallón de lanceros se presentó a primeras horas de la mañana. Juan oyó el estruendo de los cascos de los caballos al golpear las losas de piedra de la plaza del Milion. Acudió corriendo hasta las almenas del muro exterior y vio a varios soldados descender de sus caballos y precipitarse hacia la comitiva del patriarca que atravesaba la plaza. Instantes después Miguel Cerulario era detenido por cuatro fornidos guardias.

Juan corrió en busca de Demetrio, al que encontró en su aposento totalmente hundido.

—¡Han detenido al patriarca cuando salía de palacio para visitar un convento! —exclamó Demetrio al ver a Juan.

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