El salón dorado (14 page)

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Authors: José Luis Corral

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Una comitiva formada por el higoumeno del cenobio, el secretario de la cancillería imperial y dos monjes recibió con fría cortesía al cardenal Humberto y al resto de la delegación romana en la puerta, frente a la avenida de la Mesé sur. Atravesaron el pórtico y los jardines y penetraron en el interior de la iglesia, donde se iba a celebrar el debate. Los obispos, archimandritas, sacerdotes y monjes bizantinos ya se habían acomodado. Casi de inmediato apareció el emperador con una nutrida representación cortesana. La iglesia de tres naves había sido acondicionada para la entrevista. Delante del altar, elevado por tres escalones, se había colocado un sitial de madera cubierto con telas púrpuras para el emperador. A su derecha estaban los monjes griegos, sentados en recios bancos de madera, ya su izquierda los legados papales. Las naves laterales, separadas de la central por esbeltas columnas de mármol jaspeado, estaban vacías. Sólo había algunos espectadores en las dos tribunas que recorrían la parte superior de las naves laterales, que se abrían a la amplia nave central; allí se habían ubicado estudiantes de teología de la Universidad, varios monjes del monasterio y clérigos interesados en la disputa. La tamizada luz de la tarde penetraba por los amplios ventanales del ábside. Las nubes habían frustrado uno de los factores escenográficos con los que contaban los monjes para ofuscar a los romanos. El día de San Juan, el más largo del año, el de la plenitud solar, si amanecía despejado, los rayos solares penetraban directamente por las dos filas de seis ventanales del ábside y provocaban un efecto sobrecogedor en el templo. La robusta cubierta de madera sobredorada y los mosaicos multicolores del pavimento estallaban en tonalidades ambarinas, las gráciles columnas de jaspe se desvanecían y la techumbre parecía levitar sobre el suelo colgado de hilos invisibles. Las nubes se habían aliado con Roma.

El portavoz de los bizantinos era el monje Nicetas Estetatos, el autor del libelo que tanto había encolerizado al cardenal Humberto. A una indicación del canciller, el monje se levantó para leer un escrito en griego que dos días antes había sido remitido a Humberto y traducido al latín. Nicetas comenzó su discurso atacando con dureza a todos los que defendían la primacía de la iglesia romana sobre la de Constantinopla. Afirmó con rotundidad que Constantino el Grande, el primero de los augustos cristianos, había tenido una revelación divina durante un sueño. Dios mismo le había ordenado la fundación de una nueva Roma para establecer la capital del poder imperial y de la Iglesia. Ésta era una ciudad pagana y ello la desautorizaba como sede de la cabeza de la Iglesia. Continuó el monje narrando a modo de ejemplo la Vida de SanSimeón, que había terminado de escribir. Decía Nicetas que Simeón había ido en peregrinaje a Roma para remitir un gran pecado que había cometido. Allí pidió perdón al papa, que se lo concedió. Al regreso a Constantinopla ingresó en el convento de San Mamés, donde Simeón estudió la nueva teología, llegando a la conclusión de que Constantinopla no es inferior a Roma y que aquí también puede encontrarse la verdad. Pasó después a criticar el ritual latino: acusó de bárbaras ciertas prácticas de la iglesia romana, como la ejecución de cantos profanos en los templos; señaló que la celebración del sábado y el uso de armas era propio de judíos; sentenció que el celibato de los clérigos occidentales no era sino puro maniqueísmo; aceptó los siete primeros concilios ecuménicos, pero rechazó el octavo, que sólo se seguía en Occidente; defendió el ritual griego, la triple inmersión en el bautismo, el reservar la misa tan sólo a sábados y domingos durante la cuaresma, el que el sacramento de la confirmación lo pudieran impartir todos los sacerdotes y no sólo el obispo, el uso de pan fermentado en la eucaristía, la prohibición del ayuno sabático, el matrimonio de los sacerdotes y el uso de barba para los clérigos.

A continuación tomó la palabra el cardenal Humberto. Vestido con un inmaculado hábito blanco con un manto y un solideo carmesíes, se levantó de su banco y comenzó a disertar mientras paseaba entre las dos legaciones a través de la nave central del templo:

—Quiero comenzar resaltando la falta de disciplina que en la iglesia griega se viene denotando en los últimos tiempos. Un ejemplo manifiesto de ello es el que un simple monje ose contradecir no sólo a un miembro del sacro colegio cardenalicio, sino al mismo papa. Tú —señaló de manera acusadora a Nicetas— debes abandonar esos postulados que emanan de debajo de tus hábitos, tu postura no place a la Iglesia. Roma es la sede de Pedro, la piedra sobre la que la Iglesia de Cristo, la única, la verdadera, ha sido edificada. ¿Acaso quieren ahora hacernos creer unos cuantos descarriados que san Pedro, san Gregorio, san León y tantos otros papas y mártires que vivificaron e hicieron fructificar con su propia sangre la Iglesia cristiana estaban equivocados? Yo no soy romano; nací en la fértil Borgoña, me eduqué en el monasterio de Moyenmoutier y me apliqué al estudio del griego y del hebreo. En mi abadía recogimos a monjes griegos que huían del este y los recibimos como hermanos en la fe de Cristo. ¡Qué diferente nuestra actitud a la de aquellos que me impidieron acudir a mi puesto de arzobispo en Sicilia porque ayudaron a los bárbaros normandos en el dominio de la isla en contra de la evangelización de los musulmanes que en ella vivían! Quienes ahora pretenden aparecer como defensores de la cristiandad son sus más firmes enemigos.

»Si san Agustín pudiera hoy hablarnos, ¿qué creéis que diría a quienes provocan la ruptura de la unidad de la Iglesia? No parece suficiente, por las viejas ideas que han vuelto a resurgir en Constantinopla, el descrédito que el patriarca Focio arrojó hace ya dos siglos sobre la iglesia griega al postular que el Espíritu Santo sólo procedía del Padre, desautorizando así a todos los cánones de los con cilios ecuménicos y al santo Credo de Nicea. Entonces, la prudencia del Imperio y la sabiduría de la mayor parte de los miembros de la iglesia oriental atajaron el cisma que se anunciaba. Ahora, el patriarca Miguel quiere reavivar una cuestión zanjada y reabrir las heridas cicatrizadas, y para ello discute, por sí o por sus intermediarios, cuestiones que los cánones y los concilios han dejado hace tiempo resueltas. No quiero volver a rebatir uno a uno los inconsistentes argumentos que el monje ha empleado para, mediante la crítica de algunos aspectos del ritual de la iglesia romana, rechazar la primacía de Roma y del papa sobre la Iglesia. Su desconocimiento de las Escrituras y de la literatura sagrada es tan obvio que resalta aún más su incoherencia. Vos mismo, Majestad —continuó Humberto volviéndose hacia el emperador—, sois sabedor de todo ello, y en consecuencia no tengo más remedio que pediros que, como súbdito vuestro que es, ordenéis a este monje, que tanto ha desdeñado la labor de la Iglesia, que se retracte de cuanto ha dicho.

El cardenal volvió a su lugar entre los murmullos de la gente que había acabado por abarrotar las tribunas superiores del templo. Constantino IX, abrumado por la contundente intervención de Humberto, pidió un ejemplar del libelo de Nicetas. Con su misma mano lo depositó en un pebetero de bronce que estaba junto a su sitial y cogiendo uno de los cirios que iluminaban el altar le prendió fuego. Nicetas bajó la cabeza apesadumbrado, sin atreverse a mover un solo músculo de su cuerpo. El emperador sentenció:

—Ordeno al monje Nicetas Estetatos, del monasterio de San Juan de Estudios de nuestra ciudad de Constantinopla, que pida perdón a los delegados de Su Santidad el papa y que se retracte de todas la acusaciones que ha vertido contra la iglesia romana. Hágalo mañana en el palacio de Pigi, la residencia oficial del cardenal Humberto.

Dicho esto, Constantino IX descendió las tres gradas de madera sobre las que se elevaba el sitial y seguido de los miembros de su séquito salió del templo. La legación papal, sin despedirse de sus anfitriones griegos, se dirigió tras la comitiva imperial. Entre los monjes de San Juan de Estudios se extendió una amarga sensación.

Al día siguiente, Nicetas Estetatos se presentó ante Humberto en el palacio de Pigi. Postrado de rodillas y con los brazos en cruz renegó de su escrito sobre los panes ácimos, el sábado y el matrimonio de los clérigos y anatematizó a todos cuantos atacaban la primacía de Roma. Ese mismo día circularon por Constantinopla intensos rumores sobre la inmediata destitución del patriarca. Casi nadie dudaba del triunfo del cardenal Humberto y de sus argumentos sobre los de los monjes de San Juan de Estudios, la cuna de la resistencia griega frente a Roma.

8

Pasaron varios días sin que Miguel Cerulario respondiera a los acontecimientos del día de San Juan Bautista en el cenobio de Estudios. Humberto, sabedor de que el tiempo jugaba contra él y de que el patriarca nunca aceptaría la supremacía de Roma, decidió ejecutar la orden de excomunión. El débil y voluble emperador había prometido que apoyaría la bula contra Cerulario. El cardenal le había comunicado su decisión de seguir adelante con la sentencia dictada por el papa recientemente fallecido, pese a que esta circunstancia pudiera provocar problemas legales, pues la sede de san Pedro estaba ahora vacante. La expulsión del patriarca de Constantinopla del seno de la Iglesia era para Humberto la única posibilidad de acabar con la amenaza de cisma. La unidad de la Iglesia era imprescindible para que, tras tantas centurias de invasiones devastadoras y de cambios profundos, la cristiandad volviera a recuperar el pulso de la grandeza de los tiempos triunfales en la unidad bajo la tiara de Roma y por ello no podía aceptar de ningún modo las pretensiones de independencia e igualdad que proclamaba Cerulario para la iglesia griega. El emperador, vacilante e inseguro, desbordado por la cascada de argumentos que el hábil cardenal papal había desplegado, aceptó la excomunión del patriarca y se plegó ante todas sus exigencias.

La embajada papal salió temprano aquella calurosa mañana de mediados de julio de sus aposentos, ubicados en el palacio de Pigi, extramuros de la ciudad. La fachada principal, de mármol blanco y verde, se abría al otro lado del foso, frente a la puerta de Pigi. Cuando abrieron los amplios batientes de madera chapeada, tres ligeros carruajes y varios jinetes atravesaron el umbral y giraron a la izquierda. Frente al palacio los esperaba un escuadrón de caballería que el emperador había asignado como escolta oficial. Bordearon el exterior del foso hasta llegar a la puerta de Charisios, por la que penetraron en la ciudad enfilando la larga avenida de la Mesé norte en dirección hacia Santa Sofía. La comitiva no era muy numerosa: la encabezaba el cardenal Humberto y con él Federico de Lorena, canciller de la iglesia romana, y Pedro, obispo de Amalfi, cinco presbíteros, tres sirvientes y ocho soldados de la guardia vaticana. Un capitán del ejército imperial vestido de gala con su coraza dorada y gallardetes rojos y blancos abría el grupo, a continuación cuatro soldados a caballo armados con espadas cortas y corazas de láminas de acero daban paso al primero de los carruajes, donde viajaban el cardenal Humberto, el obispo Pedro y el secretario particular. Después cabalgaban cuatro soldados de la guardia vaticana armados con largas lanzas de madera, otro carruaje con el canciller Federico y de nuevo cuatro soldados papales. Por último, tras el tercero de los carros, cerraba la comitiva el escuadrón de la caballería imperial.

Atravesaron el foro de Marciano, con la columna de aquel augusto en el centro de la plaza. A su izquierda contemplaron las pesadas arcadas del acueducto que el emperador Valente había regalado a la ciudad y que pese a sus más de quinientos años seguía en perfecto estado de uso. Hacía algún tiempo que había amanecido, pero la ciudad permanecía en silencio; muy pocas personas circulaban en esos momentos por las amplias galerías porticadas de la Mesé, aunque conforme la legación se iba acercando al foro de Teodosio, la multitud comenzaba a abigarrarse en las aceras.

Los habitantes de Constantinopla estaban habituados a frecuentes desfiles por las monumentales avenidas que desde las puertas de Charisios, San Romano, Pigi o Áurea confluían a modo de torrentes en el foro de Teodosio, donde empezaba la Vía Regia Artopoleia, el penúltimo tramo de la Mesé. Pero en esta ocasión no se trataba de la recepción de un embajador de alguno de los reinos satélites de Bizancio ni de un general victorioso en busca de la aclamación popular; en el interior de aquellas carretas viajaban los enviados del papa, como lo daban a entender los pendones rojos y amarillos que ondeaban en el extremo de las lanzas y las llaves de san Pedro grabadas a fuego en las puertas de los carros.

Al llegar al último de los grandes foros, el Humberto inclinó su cabeza para observar entre los adrales laterales del carruaje la estatua de Constantino el Grande, que colocada sobre la gigantesca columna de pórfido gris se alzaba orgullosa en pleno corazón de la ciudad. Aquel monumento lo intranquilizó. Hacía varios siglos que Constantino, tras vencer a su rival Majencio en la batalla del Puente Milvio, había librado al cristianismo de la clandestinidad y del martirio. Si la Iglesia era ahora tan poderosa, pensó Humberto, buena parte del éxito se debía a ese gran emperador. Constantino había sido además el fundador de Constantinopla sobre la pequeña y vieja Bizancio. El cardenal se preguntaba si aquello no era una clara señal del cielo, si el triunfo de Constantino, y con él el de la Iglesia, no suponía que Constantinopla, la nueva Roma, era la ciudad elegida por Dios para sustituir a la vieja Roma en la dirección del mundo cristiano. Al fin y al cabo, Roma había nacido de los herederos de la tradición pagana, de los troyanos expulsados de Asia Menor por los aqueos. La urbe del Lacio había sido durante mil años la morada de las deidades paganas y se había extendido el culto a los falsos dioses por todo el mundo. Por el contrario, Constantinopla era sin duda la ciudad de Dios y su fundación había coincidido con la victoria del cristianismo. Pero no…, él era ahora el legado papal y tenía que cumplir la misión encargada personalmente por el propio pontífice, el legítimo sucesor de san Pedro en el solio pontificio.

Absorto en esos pensamientos, el cardenal sintió de pronto que el obispo Pedro, con unos suaves golpecitos en el codo para llamar su atención, exclamó:

—¡Mirad, Eminencia, la puerta de Septimio Severo!

—Una gran obra, aunque no tan excelente como el arco de ese mismo augusto en Roma —replicó el cardenal.

En esos momentos la comitiva papal transitaba bajo un gran arco triunfal que en su día fuera la puerta principal de la vieja colonia romana de Bizancio y ahora señalaba el inicio del recinto sagrado; desde allí hasta Santa Sofía apenas restaba media milla a través de la Vía Sacra de Argyroprateia. En la grandiosa plaza del Milion, donde antaño estuviera el muro de la Bizantino de los megarenses, los edificios imperiales brillaban bajo la resplandeciente luz del sol ascendiendo hacia su cenit. La fachada principal del Hipódromo se alzaba frente a la plaza con sus múltiples nichos abocinados colmados de estatuas de bronce y de mármol que representaban a los héroes del estadio. Esculturas de musculosos gladiadores luchando con fieras, cuadrigas talladas en blanco mármol conducidas por aurigas de dorado bronce, gigantescos osos aplastando con sus zarpas a derrotados luchadores y toros de afilados cuernos embistiendo a exóticas jirafas ocupaban las profundas hornacinas, todo ello rematado por una figura colosal en mármol rosa del emperador Anastasio portando en su mano una justiciera espada de bronce. Frente al Hipódromo, un pesado edificio pintado en blanco, rojo y azul indicaba la existencia de la inmensa Cisterna Basílica que culminaba el rosario de estanques que se alineaban desde las murallas hasta el palacio imperial y que abastecían de agua corriente a la ciudad. Aquellas cisternas, con sus cientos de millones de litros de capacidad, aseguraban el aprovisionamiento de agua y significaban un seguro de vida en caso de asedio.

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