Acabada la comida, un grupo de actores representó una escena de la pasión de Cristo como si se tratara de una tragedia griega. Finalizó el banquete con la salida del emperador, al son de una marcha de trompetas y timbales, mientras los pájaros metálicos movían sus alas y tras unas cortinas se descubría una fuente en la que el agua caía en pequeñas cascadas sobre un estanque azulado.
Cuando se retiraron a su residencia, Humberto confió a Federico y a Pedro que el basileus se había mostrado inclinado a aceptar las posiciones de la iglesia latina frente a las que mantenía el patriarca de Constantinopla, pero siempre dejando cierto margen a una posible variación en su postura si cambiaban las circunstancias.
En espera de acontecimientos, la legación papal fue invitada a recorrer las iglesias de Constantinopla. En la primera semana visitaron el pequeño oratorio dedicado a san Pedro en el Sacro Palacio Imperial, donde no se atrevieron a entrar por la hostilidad que hacia ellos mostraron los clérigos afectos al patriarca. En una hornacina sobre un humilde altar estaba depositada la espada con la que Pedro cortó la oreja al soldado Malco y una cadena. El guía, un monje llamado Esteban que era afecto a Roma, explicó a Humberto que aquellos herrumbrosos eslabones eran una de las reliquias más preciadas por los cristianos que seguían en Constantinopla las directrices del papa. Se trataba de un vestigio preciosísimo puesto que era el principal pedazo de la cadena con la que san Pedro había sido amarrado en su prisión en Jerusalén. Había sido llevado por el propio apóstol a Roma y desde allí la emperatriz Eudocia lo había trasladado a Constantinopla hacía ya más de seiscientos años. El resto de la cadena se había guardado en Roma, por lo que el monje, queriendo agradar a los romanos, señaló que la existencia de los dos fragmentos, uno en cada ciudad, era prueba evidente de que la voluntad de Dios deseaba la existencia de una sola Iglesia unida.
Humberto asintió a la exposición del monje, pero el obispo Pedro, acercándose al canciller Federico, le susurró al oído:
—Parece más bien todo lo contrario. Si la cadena, que antes era una, ahora está rota en dos pedazos, no cabe duda de que cualquiera podría interpretar esto como una señal de que la iglesia de Roma y la de Constantinopla se han separado, al igual que las dos series de eslabones.
—Tienes razón —respondió Federico en el mismo tono de voz—. No creo que todos estos monjes y sacerdotes, ni tan siquiera los que ahora muestran mayor fervor por las posiciones de Roma, defiendan nuestros postulados si la segregación, Dios no lo quiera, llegara a producirse.
Una ausencia les llamó poderosamente la atención; entre las más de cien iglesias y monasterios de Constantinopla sólo aquel pequeño oratorio estaba dedicado al primero de los apóstoles, el vicario de Cristo. Federico volvió entonces sus ojos hacia el icono de san Pedro que colgaba de una de las paredes de la capilla; la tiara papal que en tiempos había coronado la cabeza se había sustituido de manera burda por un tocado al estilo del que usaban los clérigos en la iglesia oriental. Supo entonces que la reconciliación sería imposible.
Durante la primera semana de febrero recorrieron las tumbas de los santos Acacio y Mocio, los dos mártires locales; veneraron las reliquias de san Timoteo, san Andrés y san Lucas, depositadas en la iglesia de los Santos Apóstoles junto con el cuerpo de san Juan Crisóstomo, contemplaron la mano derecha de san Esteban, conservada en una urna de cristal y oro en el palacio Dafne, traída a Constantinopla por orden de la princesa Pulqueria, la hermana de Teodosio II. En el martirion de san Simeón el Estilita, uno de los santos más venerados en Oriente, se guardaba su cuerpo, mandado traer desde Antioquia por el emperador León I, y unos clavos y fragmentos de madera de la cruz de Cristo. En la iglesia de la Virgen Teotokos, junto al palacio de Blaquernas, se exhibía un vestido de la Virgen.
Entre tanto, Miguel Cerulario preparaba la estrategia para enfrentarse a los romanos. Reunido en palacio con sus más íntimos colaboradores, entre los que se encontraba Demetrio, el patriarca analizaba la situación:
—Nos encontramos, mis queridos hijos, en delicada encrucijada. La legación papal lleva ya un mes en la ciudad y se ha entrevistado con el emperador, que le ha prometido su ayuda en la disputa entre el papa y el patriarca. Constantino es un gobernante débil y despilfarrador. Desde que accedió al trono imperial ha ido esquilmando las reservas del tesoro, gastándolas en lujos, fiestas, gastos excéntricos y caprichos de sus amantes. La situación financiera del Estado es ruinosa y el nomisma, nuestra moneda que ha sido durante generaciones el emblema del poder, la riqueza y la gloria de Bizancio, ha perdido el quince por ciento de su valor en los últimos diez años. Nuevos elementos sociales han ingresado en el Senado y la vieja nobleza se mezcla en matrimonios de conveniencia con los nuevos ricos y con los arribistas que medran en la corte. Los acaudalados propietarios aumentan día a día su patrimonio y su poder y han sido eximidos del pago de impuestos, lo que ha provocado tal presión sobre las masas campesinas y sobre los artesanos que puede desembocar en una revuelta social difícil de controlar y de resultados imprevisibles. Los especuladores son dueños de casas cuyas altas rentas apenas puede pagar el pueblo y han logrado que se les permita construir edificios de más de cincuenta pies de altura, incumpliendo la normativa y fomentando la especulación inmobiliaria. Los aristócratas son los encargados de recoger los impuestos, lo cual acrecienta el malestar y la corrupción. Otros han organizado a su clientela en forma de verdaderos ejércitos privados.
»Es cierto que los negocios han prosperado hasta ahora y que los mercaderes bizantinos han vivido una verdadera edad de oro, pero se han hecho ricos demasiado deprisa y la ambición se ha cebado en algunos de forma desmesurada. Barrios enteros son controlados por quienes, con la excusa de crear fundaciones caritativas, se han rodeado de unos clientes que dependen de ellos. Adinerados mercaderes ejercen a la vez como agentes de aduanas, doblando las tasas de manera abusiva; controlan el mercado y las leyes del mercado. Ya se han descubierto algunas falsificaciones de moneda de plata. Los mercaderes extranjeros, sobre todo los venecianos, comienzan a controlar de manera peligrosa el comercio bizantino. Un privilegio imperial ha reducido a diecisiete los nomismas que deben pagar las naves venecianas en su tránsito por las aguas del Imperio, mientras que a los demás barcos extranjeros se les hace pagar treinta. No se cumple la prohibición de comerciar con los musulmanes que dictó Basilio II. Si nada cambia, pronto veremos a nuestros afamados talleres de sedas, de joyas, de esmaltes, de vidrio y de porcelana fina depender de las decisiones de un cónsul veneciano, amalfitano o genovés, o quién sabe si incluso de un usurero sirio. Y en sus manos estará también nuestra provisión de cereales, aceite, cera y miel.
»Siguen consintiéndose, aún estando prohibidas, manifestaciones jocosas paganas. El pasado primero de enero se celebraron en el Hipódromo festivales en honor del dios Pan, con exhibición de las cuatro danzas godas; el propio emperador ha costeado los gastos de las fiestas de Brumalia, participando él mismo bajo un desvergonzado disfraz. Las fronteras no están seguras; en los Balcanes se ha aceptado la independencia de hecho de los servios a cambio de paz y en Oriente los árabes amenazan las provincias de Iberia, Melitene, Armenia y Antioquia.
»Ante esta situación, el emperador me ha hecho llegar una nota en la que urge a que sellemos un pacto con los romanos. El acuerdo que pretende es sencillamente una claudicación de nuestras posiciones ante las exigencias del papa. Yo me pregunto, ¿si la cabeza de un pez está podrida, cómo puede estar sano el resto? Roma está podrida, la Iglesia no puede estar dirigida por un grupo de corruptos encastillados en perversas atribuciones. Alegan un falso edicto por el que Constantino el Grande donó al papa Silvestre Roma, Italia y todo Occidente y la supremacía del papado sobre el Imperio; pues bien, que gobierne la iglesia occidental, pero que no se inmiscuya en los asuntos de los otros cuatro patriarcados. Constantinopla es igual en dignidad a Roma, más aún si cabe. Roma es la cuna del paganismo, Constantinopla es la sede del cristianismo triunfante. Que no muestren falsos pergaminos para justificar sus ansias de poder.
—Beatitud —puntualizó Demetrio—, vuestros argumentos son contundentes y verdaderos, pero creo que ahora vuestra vida puede estar en peligro. Los delegados papales están difundiendo el rumor de que Constantino piensa actuar contra vos y a favor del papa. Vuestra presencia en Constantinopla es un peligro para vuestra vida. Creo que deberíais salir de la ciudad y preparar la resistencia contra lo que se nos avecina desde alguno de nuestros fieles monasterios de Grecia.
—Puede que tengas razón, Demetrio, pero las decisiones importantes es preciso meditarlas.
Los días se alargaban y las mañanas de primavera bañaban de vida y flores los jardines. Juan trabajaba desde hacía casi medio año en la biblioteca y había aprendido muchas más cosas que en el resto de sus nueve años de vida. Demetrio había intensificado las enseñanzas y se sentía orgulloso de los progresos de su joven alumno. Aquella mañana, como de costumbre, Juan se presentó en los aposentos de Demetrio mientras éste desayunaba; estaba inclinado sobre la mesa, recogiendo en una bolsa de cuero unos puñados de monedas, cuando entró Juan.
—Buenos días, mi señor —dijo el muchacho.
—Buenos días, mi pequeño amigo —respondió Demetrio, que percibió la muesca de asombro que se dibujó en el rostro de Juan por el amable tratamiento. Hasta entonces había sido exquisito y afable, pero nunca le había llamado amigo—. Hoy es un gran día para nosotros, un patricio de la ciudad ha realizado una importante donación en dinero para la biblioteca y el patriarca me ha encomendado que gaste todas estas monedas en comprar libros. He creído conveniente que me acompañes al mercado, hace varios meses que resides aquí y todavía no has salido de este recinto; eso no es bueno para un chico de tu edad. Ve al patio y espérame allí.
Juan se quedó inmóvil, sin reaccionar ante aquellas palabras que le invitaban a recorrer la capital del mundo.
—Vamos, vamos, no te quedes hierático como una estatua —insistió Demetrio.
Juan bajó las escaleras de tres en tres. Sus ojos manifestaban una enorme felicidad. Iba a salir a la ciudad y acompañado de Demetrio; ¡era maravilloso!
A los pocos minutos apareció en el patio el jefe de la biblioteca seguido por uno de sus ayudantes y dos fornidos siervos que portaban en angarillas un gran arcón de madera ribeteada con tiras de cuero rojo.
Salieron del complejo por una puerta ubicada entre Santa Sana, que era como todos, incluso los no griegos, llamaban a la iglesia de la Sagrada Sabiduría, y el muro. Atravesaron la plaza del Milion y enfilaron la avenida de Argyroprateia. Bajo los amplios pórticos se alineaban las tiendas más lujosas de la ciudad y los comercios de perfumeros que abastecían de sándalo, mirra, incienso, bálsamos y óleos al palacio imperial. Frente a ellos, en la esquina de la avenida con la fachada del Hipódromo, radicaban las tiendas del gremio de cereros, uno de más florecientes de Constantinopla, suministrador de cirios para las lámparas de Santa Sofía y del resto del centenar de iglesias y monasterios de la capital. En la misma acera de los perfumeros, poco antes del arco de Septimio Severo, se agrupaban varias joyerías especializadas en objetos de culto y joyas para la corte; podían encontrarse verdes esmeraldas de Persia, rubíes sangre de Arabia, inmaculados brillantes del mar de Bakú, nacarados aljófares de China, celestes aguamarinas de Etiopía, áureos corindones de Asia y bermejas cornalinas de Cachemira. Allí compraban sus aderezos personales los miembros de la familia imperial, los patricios, los grandes burgueses y las más afamadas cortesanas. Un par de tiendas estaban especializadas en ornamentos religiosos y eran frecuentadas por los responsables de compras de las iglesias y los monasterios, y en otras se exponían sedas, vajillas de lujo y finos esmaltes.
Cuando llegaron al Foro de Constantino, Demetrio se dirigió a Juan:
—Mira, esa estatua que ves allá arriba, coronando esa monumental columna de pórfido, es la del emperador Constantino, el fundador de esta ciudad. Realmente es una efigie pagana dedicada al dios Apolo; Constantino ordenó cambiar la cabeza original por la suya. Esto, Juan, es muy frecuente entre nosotros, mantenemos lo anterior pero le mudamos el rostro. Hacemos que se alteren ciertas formas para que permanezca la esencia.
Juan pensó que en su tierra las cosas sucedían de la misma manera.
Bordearon el marmóreo edificio del Senado en el lado norte del Foro, construido a semejanza del de Roma; detrás de él se hallaba el mercado de libros. Las librerías se concentraban en un bazar cerrado y cubierto con bóvedas pintadas en azul y rojo, con tragaluces en la parte superior. Demetrio visitaba al menos seis veces al año este mercado para comprar personalmente algunos libros. Hoy, gracias a la donación de un generoso mecenas, podía gastar más dinero que de costumbre. El oro era primordial para lograr buenos ejemplares. En la ciudad había al menos diez iglesias y ocho monasterios, además de las facultades de la Universidad, que competían entre ellos por adquirir los manuscritos más valiosos. De vez en cuando, los libreros realizaban subastas de los libros notorios y quien pujaba más se quedaba con los mejores. En el bazar había no menos de treinta librerías, entre las que destacaban especialmente tres: La Casa del Libro, la mayor de todas, El Ojo de la Ciencia, especializada en matemáticas, física y astronomía, y La Librería Oriental, dedicada a textos en árabe, persa y arameo.
Cuando vieron aparecer a Demetrio encabezando la pequeña comitiva, los propietarios de las tiendas salieron a las puertas ofreciendo bulliciosamente sus productos al jefe de la biblioteca del patriarca. Era uno de los mejores clientes y siempre tenían novedades para él. Demetrio entró con su ayudante y con Juan en una de las librerías, mientras los dos esclavos que portaban el arcón se quedaron en la puerta. Era la de Juan Jifilino, director de la Facultad de Derecho y copropietario de una de las más afamadas tiendas de libros de la ciudad. El encargado acercó con diligencia una silla a Demetrio mientras ordenaba que le sirvieran una infusión caliente aromatizada con lavanda y canela.