El salón dorado (10 page)

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Authors: José Luis Corral

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Juan comió de todo un poco, aunque se excedió en los postres, mucho más delicados que los que preparaba su madre en la aldea. Durante la comida, conforme los efluvios de los ricos caldos de los vinos hacían mella en la cabeza de los comensales, algunos clérigos se dedicaron a criticar las extravagancias de la iglesia latina. Había quienes acusaban a los monjes occidentales de afeminados y procaces por afeitarse la cara; otros despreciaban la sencillez en el gusto y lo poco refinado de su cultura. Alguien, engullendo un sabroso pedazo de lomo, ridiculizó la tosca costumbre latina de comer carne de vaca cocida en grandes marmitas sin otro aderezo que pimienta y cebolla. Se denostó el gusto occidental por la carne de cerdo ahumada y por las salsas picantes cargadas de ajo. Demetrio asistía a la comida con aspecto cansado y ausente, fingiendo prestar atención a cuantos le dirigían algún elogio o le agradecían aquel opíparo banquete. En su interior bullían las palabras que Cerulario le había comunicado poco antes de partir a su retiro navideño y que abocaban a una pronta división de la Iglesia.

Después de comer dieron un paseo por los jardines. Juan caminaba en la fría tarde cubierto con un amplio gabán de lana marrón y una capucha de paño entre los helados cipreses que enmarcaban un sendero entre el palacio patriarcal y las tapias de las escuelas y facultades del barrio de Mangana. Junto a él paseaba un joven armenio de pelo castaño y ojos melados, algo mayor que Juan, con el que había trabado amistad. Se llamaba Jorge y había sido vendido en el mercado de esclavos de Ani siendo muy niño. Trabajaba en las cocinas a las órdenes del maestro cocinero que, debido a su paisanaje, lo estaba educando para que un día le sucediera en el oficio. Ya sabía preparar algunos platos y elaborar las complicadas salsas que tanto gustaban al patriarca. Era capaz de distinguir medio centenar de especias sólo por el olfato y el gusto y descubrir hasta diez de ellas tan sólo probando su combinación en un guiso.

Caía la tarde; Juan se rezagó unos pasos del resto de los siervos que se encaminaban hacia la iglesia de Santa Irene, situada entre el palacio patriarcal y el templo de la Sagrada Sabiduría, para asistir a los oficios. Demetrio, que conversaba en un porche con dos clérigos, lo vio y se acercó hasta él.

—¿Qué te ocurre, Juan? Hace ya un rato que te observo y te encuentro triste. Hoy es un día alegre, anoche nació Nuestro Señor Jesús y acabamos celebrar un banquete estupendo; deberías estar feliz.

—Sí, mi señor. Es un día feliz, pero he conversado unos instantes con el joven ayudante de cocina armenio y han vuelto los recuerdos de mi familia y de mi aldea. Dentro de mi cabeza han aparecido imágenes de las navidades del año anterior. Celebrábamos la Nochebuena mis padres, mis tres hermanos y yo en casa, junto al fuego de la chimenea y al árbol adornado con cintas rojas y amarillas. Mi madre preparó una sabrosa cena, aunque no tan sofisticada y suculenta como la que hoy nos habéis ofrecido, y nos cantó himnos de paz y amor; no puedo dejar de pensar en mi casa y en mi familia.

Juan hablaba sin mirar a Demetrio, haciendo notables esfuerzos para evitar que sus ojos se cubrieran de lágrimas. El director de la biblioteca cogió con sus dos manos los hombros de Juan, lo miró fijamente a los ojos y lo apretó contra su pecho. Juan rompió a llorar y se asió fuertemente a su cintura. El niño y el hombre permanecieron abrazados unos instantes. Al separarse, Demetrio secó el húmedo rostro del niño con un pañuelo que expelía un agradable olor a cera y a bálsamo.

—El Señor Nuestro Dios toma a veces decisiones que escapan a nuestra comprensión. Él ha querido que tú estés ahora aquí, lejos de tu país, y tendrá sus razones para ello. Debemos cumplir la voluntad de Dios —se explicó Demetrio.

Juan lo miró confuso, le besó una mano y musitó:

—Perdonad, mi señor Demetrio, pero no entiendo por qué Dios puede querer la separación de un hijo de sus padres.

—El mismo Jesucristo tuvo que abandonar a su familia para predicar la Buena Nueva y salvar a los hombres. Su sacrificio es un ejemplo para todos los cristianos —aclaró Demetrio acariciando los dorados cabellos de Juan, que se sintió profundamente confortado.

Comenzaban a caer pequeños copos de aguanieve y los dos atravesaron las arcadas del porche camino de la iglesia. Aquella noche, al acostarse, Juan supo que había encontrado en su maestro un nuevo amigo, y volvió a preguntarse cuál habría sido el destino del pobre Vladislav.

El año nuevo se presentó con un fuerte viento del norte que trajo todavía más frío a Constantinopla. Hacía ya más de dos meses que había sido secuestrado de su aldea y los acontecimientos se habían sucedido tan deprisa que apenas se había dado cuenta de su nueva situación. Pero pronto regresaría el patriarca y la actividad volvería a la normalidad.

4

A los pocos días del retorno del patriarca a Constantinopla se recibió una carta del papa León IX. En la misiva invitaba a Miguel Cerulario a sellar la paz y la unidad y acabar con las disputas inútiles; le decía que era hora de que se callaran los herejes y los cismáticos. Constantino IX recibió simultáneamente otra carta del Sumo Pontífice en la que le proponía como valedor de la unidad y de la paz entre las iglesias y le exhortaba a imitar la devoción de su homónimo Constantino el Grande por Roma como sede apostólica.

Cuando Cerulario se enteró del contenido la carta, estalló en cólera. El papa estaba maquinando un complot para atraerse al basileus con halagos superficiales y con adulaciones zalameras. Ante el cariz de los acontecimientos, y sobre todo por la persecución de Cerulario contra los seguidores del rito latino, el papa había decidido enviar a Constantinopla una embajada encabezada por el cardenal Humberto de Selva Cándida, hombre de toda su confianza, Pedro, obispo de Amalfi, y Federico de Lorena, archidiácono y jefe de la cancillería vaticana.

La carta enviada a principios de diciembre por Cerulario había sido el detonante de que el papa decidiera enviar esa embajada urgente a Constantinopla. Pese a estar a punto de entrar en invierno, lo que haría muy duro el viaje, los tres delegados pontificios y su séquito salieron de Roma a mediados de diciembre. Se dirigieron al monasterio de Montecassino, donde prepararon la estrategia a seguir y se documentaron en su magnífica biblioteca sobre los textos de los ocho concilios ecuménicos, tan necesarios para triunfar en la dura disputa que esperaban lidiar con miembros de la iglesia griega. Atravesaron Italia de oeste a este y llegaron a Bari, donde les esperaba el duque Argyros. Este personaje era gobernador de la Italia bizantina desde hacía doce años. Hombre de gran influencia en la corte, había logrado convencer al emperador, buen amigo suyo, de la necesidad de aliarse con Roma. Durante la última visita a Constantinopla, hacía ya cuatro años, sostuvo una enconada polémica con el patriarca Miguel sobre la preeminencia de la iglesia latina. El patriarca lo consideró por ello hereje y lo excomulgó. Desde entonces, Miguel Cerulario y Argyros eran enemigos irreconciliables. De regreso al sur de ltalia, Argyros había mantenido una férrea alianza con el papa León IX y con los normandos, que intentaban apoderarse de Sicilia y del sur de Italia, aunque la primavera anterior había sido derrotado por ellos. Pese a los últimos reveses, seguía controlando los territorios bizantinos en Italia desde su fortaleza de Bari.

Los embajadores papales se presentaron en Bari el día de Navidad. Argyros los recibió en su castillo y los instruyó sobre cómo debían actuar en Constantinopla. Les recomendó encarecidamente que sólo vieran al emperador, que era partidario de la alianza con Roma, y que evitaran entrevistarse con el patriarca. El cardenal Humberto pensó que esos consejos eran una argucia del duque para defender sus intereses. Pasaron la Navidad en Bari y embarcaron en el puerto dos días después. Una galera los condujo hasta las costas de Albania, donde organizaron una caravana con varios guías búlgaros. Siguiendo el curso del río Semani atravesaron los montes Pindo, colmados de nieve, en condiciones climáticas muy adversas; en la travesía de esta cordillera perdieron dos hombres y un carruaje. A mediados de enero llegaron a Salónica, desde donde visitaron los monasterios del monte Athos, especialmente el de San Pedro. Desde allí, una semana después, una nave de carga los condujo a Constantinopla.

Unos días antes, un mensajero se había adelantado para anunciar la llegada de la legación vaticana. Cerulario tenía al enemigo a las puertas de su casa. En la pugna entre las dos iglesias, los latinos habían tomado la iniciativa, pero el patriarca no estaba dispuesto a dejarse ganar más terreno.

Un día de fines del mes de enero, apenas entrada la noche, la legación papal desembarcó en el puerto de Contoscali, en la ribera sur de Constantinopla, donde se habían encendido grandes farones. En la punta de la península donde se ubicaba la capital del Imperio, sobre un alto pedestal, destellaban las llamas del famoso faro, que de noche guiaba a los barcos señalando la presencia del centro del mundo.

Les esperaba una recepción formada por un alto funcionario y un batallón de escolta. Tras la bienvenida se dirigieron al palacio de Pigi, en el exterior de la puerta del mismo nombre, donde se habían dispuesto varias habitaciones para acoger a los romanos mientras durara su estancia en Constantinopla.

El emperador recibió a los enviados papales en el nuevo palacio de Blaquernas, en el extremo norte de la ciudad, junto a las murallas y el Cuerno de Oro. La nueva residencia imperial había sido edificada con los más lujosos y caros mármoles, pórfidos y jaspes. Tenía las paredes recubiertas de oro y 'plata y en grandes cuadros al fresco y en mosaicos se representaban las batallas en las que el Imperio había triunfado. La sala de audiencias se llamaba Salón del Danubio, porque allí se recibía a los embajadores de las tribus ubicadas más allá de la frontera norte del Imperio. Escoltaban al emperador dos batallones de su guardia imperial, compuesta por mercenarios normandos, ingleses y varegos. El trono imperial era todo de oro, con engastes de piedras preciosas en colores verdes, rojos y azules y dos grifos enfrentados, con Cristo en majestad entre ambos; una cruz con perlas en las puntas remataba la parte superior y descansaba en dos leones dorados acostados. Alrededor, varios pájaros de bronce con las alas de plata se movían en virtud de complicados mecanismos que los ingenieros de la corte habían logrado construir para impresionar a los visitantes.

El cardenal Humberto saludó al basileus con una cordialidad extraña al refinado protocolo imperial.

—Sed bienvenidos a Bizancio —proclamó el logoteta mientras el emperador permanecía en el silencio hierático de una estatua.

—Majestad, traemos un mensaje de paz y concordia del papa León. El Sumo Pontífice saluda a su augusto hijo deseándole larga vida y muchos triunfos en defensa de la cristiandad —contestó Humberto con cierto tono de familiaridad que ofuscó al maestro de ceremonias, siempre preocupado por que se cumpliera al detalle la rígida etiqueta de Palacio.

Constantino IX se levantó del trono en el salón de audiencias y se dirigió, seguido de Humberto, hacia uno de los salones. Quería celebrar una entrevista a solas con el cardenal, sin nadie que pudiera atestiguar más adelante lo que allí se iba a decir. Al quedarse solos, el soberano habló:

—Por las cartas recibidas del papa estoy al corriente de la opinión de Su Santidad sobre la postura que defiende Miguel Cerulario con respecto a la independencia y autonomía de la iglesia griega. Sé que la situación es harto complicada, pero os quiero manifestar que por mi parte apoyo la posición de Roma, que es la de la voluntad de Dios, pero deseo que tengáis en cuenta lo delicado de los momentos actuales. El patriarca domina una buena facción del pueblo de Constantinopla y la práctica totalidad de los obispos y clérigos están con él. Cualquier acción en contra de su persona sería peligrosa porque el pueblo podría responder con contundencia a un ataque al patriarca.

—Majestad —intervino Humberto—, Su Santidad el papa ha barajado todas las posibilidades; es sabedor de la perniciosa influencia que el patriarca Miguel ejerce sobre su pueblo y por ello es preciso una acción contundente contra él. Yo mismo soy portador de una bula en la que excomulga a Miguel y a sus seguidores si no aceptan las normas dictadas por Roma. Estoy autorizado para llevar este asunto hasta sus últimas consecuencias. Las instrucciones son contundentes: o el patriarca acata los postulados de la Iglesia en su totalidad o será excomulgado de inmediato.

El emperador se mostró apesadumbrado e intentó controlar la compostura.

—Bien, cardenal, yo podría terciar en este asunto. Considero muy perjudicial para todos la actual coyuntura, y por ello se impone el diálogo entre las partes para evitar una amarga ruptura que nadie desea.

—Estamos dispuestos a ello, Majestad —asintió Humberto—, pero no creemos que Cerulario ceda a la razón, nos han dicho que es un hombre demasiado terco.

—Trataremos de doblegar su voluntad —afirmó Constantino sin demasiada convicción y dando a entender que la entrevista había terminado.

En el comedor de invitados se sirvió un banquete en honor de los delegados papales en las diecinueve mesas que ordenaba el protocolo de la corte. En la primera, elevada del resto sobre un sitial y colocada bajo un dosel, presidía el emperador, vestido con una túnica bordada de oro y piedras preciosas, tocado con la áurea corona circular engastada de gemas y perlas rematada por una cruz de brillantes. En el resto de las mesas se sentaban, siguiendo un rígido orden, los delegados papales, el duque de Antioquía Romano Escleros, el doméstico de las escuelas Nicolás, el jefe de la guardia Miguel, el gran chambelán, el prepósito, el hypatos de la ciudad, el eparca y el logoteta del pretorio, todos ellos ataviados con ampulosas hopalandas. En las diez últimas mesas se disponían los senadores y patricios de Constantinopla, los jueces y los secretarios de la corte, vestidos con sus caftanes de finas sedas y botas altas de cuero. En un estrado, tras unas cortinas de seda azul bordadas con pájaros rojos y ocres, unos músicos hacían sonar una melodía monocorde con timbales, arpas, liras y flautas. Decenas de esclavos uniformados con túnicas cortas, pantalones anchos y cinturones de cuero atendían las mesas adornadas con centros de flores.

El maestro de ceremonias, un eunuco orondo y calvo, dio la orden de servir los platos. Empezaron con una fritura de hortalizas en conserva, después una —riquísima variedad de pescados del Bósforo aliñados con azafrán y ajo, servidos con salsa de langosta, y a continuación muslos de faisán aderezados con crema de castañas, confitura de frambuesa, hígado de oca trufado y salsa de naranja y nata y solomillos de cebón rellenos de pasas, piñones, ciruelas y huevo, sazonados con pimienta verde y negra, clavo, romero y estragón; de postre se sirvieron naranjas flambeadas con azúcar y dátiles y crema de higos con pasta de almendra, nueces y avellanas, y para beber, vinos de Éfeso ligeramente especiados y perfumados con ámbar. Todo ello en una finísima vajilla de cuencos, platos y fuentes de porcelana con barniz rosáceo y decorada con figuras vegetales y geométricas, copas y jarras de oro y de cristal tallado con pies de plata y cubiertos de plata con los mangos de marfil y de oro.

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