El salón dorado (7 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

Los tres jóvenes se miraron con desconcierto a la vez que eran introducidos en un edificio de aspecto descuidado a través de un largo y estrecho pasillo. Salieron a un patio donde varios criados les estaban esperando. Uno de ellos, que parecía el encargado del grupo, les saludó en eslavo:

—Sed bienvenidos, hermanos. Me llamo Basilio y soy el jefe de los siervos, y de raza eslava como vosotros. Me debéis obediencia y respeto y nada de cuanto hagáis debe ser desconocido para mí. De ello depende en buena medida vuestra estancia en este palacio, vuestra felicidad o vuestra desgracia.

Hablaba con aire ufano, seguro de su poder y de que nadie entre los criados le discutía su autoridad. Junto a él se arremolinaban varios muchachos de distintas edades y tipos. Había dos negros de miembros alargados y nervudos, ojos saltones y pelo ensortijado, tres eslavos rubios de ojos azules y piel lechosa y dos griegos de pelo castaño rizado y grandes ojos pardos.

—¿Qué… tenemos… que hacer? —preguntó Juan con palabras que salieron de su boca tan entrecortadas y débiles que apenas se le entendió.

—Tú trabajarás en la biblioteca de Palacio —asentó el tal Basilio—, eres el más joven y según se me ha comunicado sabes griego y tienes conocimientos de lectura y escritura. Vosotros dos iréis a las cocinas.

Aquello fue todo.

Fueron instalados en los aposentos reservados a los siervos y se les ofreció una cena caliente; era la primera vez que Juan comía sentado y en una mesa desde que había sido secuestrado en las cercanías de su aldea. El dormitorio de los siervos era una amplia sala en el ala norte del edificio de los servicios y la humedad abundaba pese a los rescoldos de fuego que todavía se mantenían encendidos en la pequeña chimenea con la que se caldeaba la estancia. Por la noche no hacía tanto frío como en su país, pero la mayor humedad le penetraba hasta los huesos. Echaba de menos su pequeña casa de madera, el agradable calor de su hogar, las confortables pieles con que se cubría sobre el mullido y aromático heno y la tranquila respiración de sus hermanos. Si hubiera estado en casa se habría levantado, como cuando era más pequeño, para ir hasta la tarima de sus padres a acostarse entre ellos, para sentir la cálida suavidad de la piel de su madre y la mano rugosa pero amable del padre en su mejilla. Entre sus pensamientos, lágrimas infantiles inundaron sus pupilas mientras sus manos asían con fuerza el borde del catre. Acostado en el camastro que el jefe de los siervos le había asignado, Juan ocultó su rostro bajo la áspera manta buscando refugio en ella.

Un individuo alto y poderoso entró con las primeras luces del alba en el dormitorio profiriendo en griego insultos y amenazas a las dos docenas de esclavos que dormían en camastros por toda la habitación. Juan se incorporó sobresaltado por los gritos y se fijó en lo que hacían sus compañeros, que diligentemente adecentaban sus catres extendiendo las mantas con cuidado. En el mismo cuarto tres muchachos sirvieron el desayuno, compuesto por trozos de pan duro, un potaje de guisantes recalentado y salchichas. Juan preguntó a uno de ellos dónde podía evacuar; el joven le señaló una puerta pero le advirtió que no fuera sin pedir permiso al que los había despertado. Antes de que lo hiciera, aquel gigante se dirigió a todos señalando que si alguien quería ir a las letrinas ese era el momento.

Estaba desayunando cuando Basilio, el jefe de los siervos, localizó a Juan con la mirada y se dirigió a él ordenándole que le siguiera. El muchacho se levantó raudo y se situó detrás, caminando a dos pasos de distancia. Mientras atravesaban patios y pasillos, el jefe de los siervos le indicaba qué era cada edificio y a qué se destinaba. El complejo de la Sagrada Sabiduría era enorme. Un alto muro lo aislaba del resto de la ciudad. Se ubicaba en el núcleo originario de Constantinopla, sobre una colina que dominaba el Cuerno de Oro y el Bósforo.

—Estás en la mayor ciudad del mundo, en el centro del universo —remarcó Basilio, orgulloso, sin mirar a Juan y sin dejar de andar—. Según la tradición, la primera ciudad la fundaron colonos de la polis griega de Megara. Un explorador llamado Bizas consultó al oráculo del templo de Apolo en Delfos sobre el lugar idóneo para instalar a un grupo de colonos megarenses. El oráculo le respondió que lo encontrarían frente a la ciudad de los ciegos. Bizas, sin entender el augurio, puso las naves en dirección hacia el norte, navegando durante varios días por el mar Egeo. Recorrió las costas de Tracia y penetró en el mar de Mármara. A la entrada del Bósforo, observó la ciudad de Calcedonia, edificada unos años antes también por megarenses, en la orilla asiática del Estrecho. Los primeros colonos no se habían dado cuenta de que el emplazamiento ideal se encontraba en la orilla europea, en una pequeña península. Entendió Bizas que los pioneros de Calcedonia eran los ciegos que había anunciado el oráculo y decidió fundar enfrente la nueva colonia a la que dio su nombre, llamándola Bizantion. Sobre la vieja colonia griega el emperador Septimio Severo construyó una muralla y un gran arco triunfal y el nombre griego se latinizó en Bizancio. Pero la verdadera grandeza de la ciudad se debe a la decisión del emperador Constantino, quien trescientos treinta años después del nacimiento de Cristo decidió trasladar aquí la capital del Imperio romano, fundando la nueva Roma, aunque este nombre fue sustituido pronto por el de Constantinopla, la Ciudad de Constantino, que se dedicó personalmente a planificar su urbe, construyendo unas nuevas murallas y ampliando el recinto urbano. Sobre los restos del principal templo pagano levantó una basílica dedicada a santa María y trasladó el foro a la explanada que se abría ante la puerta de Septimio Severo. Después, otros emperadores siguieron embelleciéndola. En época de Teodosio II se comenzó la construcción de las nuevas murallas, el orgullo de los ciudadanos de Constantinopla y el mejor baluarte del Imperio. Se dice que mientras las murallas estén en pie, la ciudad resistirá a cualquier invasión. Y no te quepa duda de que las murallas son eternas —afirmó volviéndose hacia Juan que, sin dejar de caminar tras Basilio, oía atento sus explicaciones y miraba a uno y otro lado cuando el jefe de los siervos interrumpía su historia para describir un edificio o señalar su función.

Un ala completa del amplio recinto estaba destinada a los siervos y esclavos, que eran más de un millar, y a los establos y caballerizas, almacenes de alimentos, cocinas, comedores, dormitorios, bodegas para el vino, hornos, molinos, almazaras y talleres del patriarcado. A continuación se encontraba el cuartel de la guardia del patriarca, encargada de su seguridad personal y del Palacio; después varias casas donde habitaban los setecientos presbíteros y monjes y por último el Palacio, en el que se hallaba la biblioteca, la cámara del tesoro y las oficinas, además de los aposentos privados del patriarca y de su círculo de colaboradores. En el extremo opuesto a los edificios de los siervos se alzaban majestuosas las iglesias de Santa Irene y de la Sagrada Sabiduría. Más allá había una plaza y al otro lado el palacio imperial y el Hipódromo. Entre el complejo y el mar, en la ladera este de la colina, se agrupaban varias iglesias y monasterios con las escuelas y facultades de la nueva universidad.

—Aprende bien este recorrido —recalcó Basilio—, tendrás que caminarlo a partir de ahora todos los días. Mi señor Demetrio, el jefe de la biblioteca del patriarca Miguel, tiene mucho interés en ti. Cuando se enteró de que uno de los esclavos que traían en el último convoy del Quersoneso sabía griego y además leer y escribir en su lengua mostró vivos deseos por adquirirlo para el servicio de la biblioteca. Demetrio fue monje en el monasterio de San Juan de Estudios, el más prestigioso de la iglesia griega, y el patriarca lo reclamó para organizar la biblioteca por sus conocimientos de lenguas. Habla al menos diez y conoce más de veinte. Es capaz de escribir en griego, latín, árabe, arameo, eslavo y persa. Toda su vida está dedicada al estudio y su única pasión son los libros.

Accedieron a un patio salteado de cipreses y subieron por una empinada escalera hasta una amplia galería a la que daban varias puertas. Junto a una de ellas dormitaba sentado un sirviente que se levantó raudo cuando oyó que se acercaban. Basilio golpeó con los nudillos en la puerta y la abrió lentamente mientras solicitaba permiso para entrar. Sentado en una pequeña mesa junto a un ventanal desayunaba Demetrio, el responsable de la biblioteca del palacio patriarcal. Sobre el mantel había una fuente con un racimo de uvas a medio comer y varias galletas, una escudilla con queso fresco cubierto de miel y una jarrita de leche.

—Señor, aquí está el nuevo esclavo ruso que sabe griego —señaló con voz ronca Basilio.

—Hazlo pasar —ordenó Demetrio sin dejar de comer los ambarinos granos del dulce racimo de uva.

Basilio salió de la estancia y con un gesto de su mano indicó a Juan que entrara.

—Ya puedes marcharte —dijo Demetrio, que había comenzado a comer el queso fresco en miel con una fina cucharilla de metAl-. ¡Ah!, por cierto, desde hoy este joven esclavo vivirá aquí en palacio, dispón lo necesario para que le preparen un lugar para dormir en la estancia de los sirvientes en la parte baja. Y dile al criado del pasillo que cuando termine con él lo acompañe a su nuevo aposento.

—Como ordenéis, padre —asintió Basilio inclinando su cabeza al retirarse en tanto cerraba.

Demetrio continuó comiendo mientras Juan permanecía de pie en medio de la estancia, sin apenas atreverse a respirar. Era un cuarto sencillo y sobrio pero amplio. Una cama no mucho mejor que los camastros de los siervos dentro de una pequeña alcoba, una cruz de madera, un icono de san Juan colgado de la pared junto al lecho, una mesa con dos sillitas, un estante con libros, un pequeño armario de madera, un aguamanil, un barreño y un baúl de madera con cerrajas de hierro eran los únicos enseres de la habitación.

Cuando acabó el desayuno alzó los ojos y girando la cabeza a la derecha los fijó en Juan. El niño reconoció los ojos oscuros y penetrantes que había visto por primera vez en el muelle del Cuerno de Oro y que tan profunda impresión le habían causado. Demetrio parecía sacado de uno de aquellos iconos de rostros hieráticos y misteriosos que en su aparente inexpresividad lo decían todo. Su figura emanaba santidad y se diría que estaba rodeada de un halo que emitía un aura especial.

—Bueno, Juan —dijo Demetrio en griego—, ya sabes dónde estás. Ayer ordené a Basilio que te trajera hoy mismo ante mí. Me ha contado tu caso el capitán del barco en el que arribaste a Constantinopla desde el Quersoneso. Es muy buen amigo mío y está casado con la hija de mi hermana. En cuanto atracó el convoy en el puerto de Pera vino a decirme que viajaba a bordo un niño ruso que hablaba griego y sabía leer y escribir. Yo estoy al cuidado de la biblioteca por orden directa del patriarca, Su Beatitud Miguel Cerulario, el hombre más santo y probo del Imperio. Mi interés por las letras es muy grande y no podía dejar pasar esta oportunidad. Hace tiempo que busco un muchacho joven, de inteligencia despierta que sepa la lengua de los eslavos. Si tú eres quien espero, tu vida será placentera y si te gusta la cultura vivirás mucho mejor que los miles de mendigos, libres pero miserables, que se arrastran por los barrios marginales de esta ciudad y que limosnean un pedazo de pan en las puertas de las iglesias de Constantinopla. Y ahora, dime, ¿cómo es que sabes griego y además dicen que escribir y leer?

Juan tragó saliva, aquel hombre le causaba un enorme respeto, acrecentado por lo que le había dicho Basilio, y contestó en un griego aceptable:

—Me llamo Juan, soy hijo de Boris y de Olga, del linaje de Tir. Mi tribu es la de los polianos y vivo…

—Vivías —interrumpió Demetrio a Juan.

—Vivía —continuó— en la aldea de Bogusiav, a orillas del Dniéper. Mi abuelo materno es notario en Kiev y mi madre me enseñó a escribir y a leer y el idioma de los griegos, que he practicado en el podol de mi aldea con mercaderes del Imperio.

—Acércate —ordenó Demetrio con un ademán al niño, que permanecía de pie e inmóvil en el centro de la estancia.

El jefe de los bibliotecarios se dirigió a la estantería donde se amontonaban dos docenas de libros, cogió un trozo de papel, un tintero y una pluma y ordenó a Juan que escribiera alguna frase en eslavo. El niño trazó varias letras con cierta seguridad y dibujó su nombre, el de sus padres y el de sus hermanos en alfabeto cirílico.

—No es mucho, pero suficiente. Pareces despierto y tienes una mente ágil e inteligente. Puede que seas el que busco.

Y volviendo a sentarse llamó al sirviente que esperaba fuera del cuarto, que entró con diligencia.

—Acompaña a este niño al dormitorio y muéstrale el sitio que le ha asignado Basilio. Tú, Juan, preséntate en la biblioteca dentro de dos horas. No vengas sin antes haberte lavado las manos, eso debes hacerlo siempre que vayas a la biblioteca. No lo olvides. Podéis marcharos.

El sirviente inclinó su cabeza ante Demetrio y propinó un golpecito en la espalda a Juan para que hiciera lo mismo.

2

Los días siguientes discurrieron lentos. Juan estaba acostumbrado a vivir en permanente contacto con la naturaleza. Su aldea estaba rodeada de campos, bosques, ríos y cielo. Su horizonte lo configuraban el bosque infinito, las lejanas colinas del oeste y el viento soplando entre los trigales, un mundo cíclico en el que la naturaleza parecía morir cada invierno y volver a la vida cada primavera. Aquí el tiempo discurría distinto. Las semanas se asemejaban unas a otras como dos gotas de rocío. Las jornadas se sucedían monótonas, tan sólo alteradas por la fiesta del domingo, día en que el culto ocupaba por completo la dedicación de todo el personal.

Una mañana Juan se despertó tiritando de frío. Se asomó al ventanuco del dormitorio y observó, bajo un cielo lechoso, que había nevado copiosamente. Sin esperar a que lo llamaran se calzó los zapatos de cuero negro, que le venían un poco grandes, y salió corriendo al patio. Fue estupendo volver a coger la nieve entre las manos, a sentir el frío quemándole la piel y la sangre fluir bulliciosa por las venas. Lanzó al aire un puñado de blancura y ofreció su rostro al cielo para recibir el regalo de las nubes. Por un momento imaginó estar en su país, en su aldea, y una alegre carcajada salió de su garganta por primera vez desde que abandonara su casa. Sintiéndose contemplado, alzó la cabeza hacia una de las ventanas y observó a Demetrio que lo miraba apoyado en el alféizar; creyó ver en sus labios de acero el esbozo de una sutil sonrisa.

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