El salón dorado (4 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

Allí esperaban al grupo expedicionario varias decenas de hombres más. Uno de ellos, que parecía ser el jefe de la partida, levantó el brazo y profiriendo un estridente alarido ordenó ponerse en marcha. Juan montaba ahora a lomos de un tarpán, el resistente caballo de la estepa de cuello corto y cabeza pequeña, sentado a horcajadas con las manos atadas a la espalda y los pies sujetos por debajo del vientre del animal. Un pechenego cubierto por una capa de piel marrón y tocado con un gorro de cuero ribeteado de lana de cordero sujetaba las riendas desde su montura. Cabalgaban entre la espesura de castaños en fila de a uno, en absoluto silencio, sólo roto por el crujir de las hojas caídas bajo las pezuñas de los caballos, el silbido del viento del otoño entre las copas de los árboles y los trinos migratorios de las abubillas, los abejarucos y los ruiseñores.

La aurora desplegaba sus raíces dibujando un resplandor ambarino en el horizonte que dejaba entrever hacia el este que pronto amanecería. Hacía frío y la humedad y el cansancio comenzaban a apoderarse de Juan, que no pudo evitar caer desvanecido sobre el cuello de su caballo. Cuando despertó era ya de día. Gruesas nubes grises cubrían el cielo y una fina lluvia comenzaba a caer sobre los castaños.

La partida de pechenegos se detenía de vez en cuando para comer y descansar. Dormían de día ocultos en el bosque y marchaban de noche. En uno de los descansos pudo ver a varios niños parecidos a él que viajaban también con las manos atadas. Era un grupo de ocho o nueve niños y niñas, todos rubios, de piel blanca y ojos claros. Se trataba sin duda de víctimas de las correrías de los bandidos pechenegos, que se adentraban en las tierras al sur de Kiev en busca de botín y de adolescentes y niños para venderlos como esclavos.

Cuánto lamentaba ahora no haber atendido las prudentes recomendaciones de sus padres. Ellos le habían advertido de los peligros que acechaban más allá de la aldea y que algunos niños capturados por estos bandidos nunca habían regresado a sus hogares. Recordó entonces el dulce rostro de su madre, su suave cabello y sus grandes ojos azules; imaginó su delicada voz cuando lo arrullaba entre sus brazos con rumorosas canciones, aquella dulce placidez de la casa caldeada por los troncos que crepitaban en el fuego del hogar y el aroma de la madera fresca recién cortada.

De entre todos los niños cautivos le llamó la atención uno que tenía su misma edad y que lloraba desconsoladamente pero en silencio. Un bandido se ensañó con él y le propinó varios golpes con el dorso de la mano en el rostro y en la cabeza, profiriendo a la vez unos agudos gritos. Cuando aquel ser cruel se alejó, Juan fijó sus ojos en los del niño maltratado e intentó transmitirle con la mirada un gesto de compasión. Ni tan siquiera sabía si podría entenderle, pero eso era por el momento imposible de averiguar, pues los pechenegos impedían cualquier contacto entre los cautivos y no dudaban en golpear con brutalidad a quien osaba tan siquiera intentar hablar. Si su padre estuviera allí, pensó, haría pedazos con su espada reluciente a estos malhechores, igual que, como se contaba en algunos poemas y canciones, hizo el príncipe Yaroslav en una batalla con individuos de esta misma tribu.

Tuvo que acostumbrarse a comer cuando le daban comida, a beber cuando le ofrecían agua, a evacuar el cuerpo cuando se lo permitían y a abrigarse cuando le proporcionaban una piel; todo lo ordenaba con meticulosa regularidad el jefe de la partida, un hombre de aspecto fiero y de ojos fríos y duros como el acero. Cabalgaron a lomos de los caballos durante varios días, siempre por veredas ocultas, evitando el contacto con aldeas y la proximidad a los ríos. Abandonaron pronto las tierras negras y esponjosas y los tupidos bosques de castaños y sauces para atravesar praderas de color amarillo oscuro salpicadas de sauces, álamos y cañaverales y grandes llanuras en las que destacaban las burbujas de tierra de las madrigueras de las marmotas y las manadas de antílopes saigas que se movían inquietas cuando el viento les transportaba el olor del hombre. Se acercaban a las charcas para abrevar a los caballos, aunque en algunas de ellas los animales rehusaban beber a causa del intenso olor a almizcle que la abundancia de ratones almizcleros impregnaba en el agua. Exploradores que iban y venían sin cesar abrían el camino a los demás y preparaban el lugar donde ocultarse en las horas centrales del día.

Tras una semana de marcha entre bosques y pastizales llegaron a un terreno de tierra parda, cubierta de pequeños matojos, que les condujo a la desembocadura del Dniéper. Un amplio estuario de zonas pantanosas pobladas de juncos y cañas en donde anidaban las langostas se abría profundo hacia el mar. A Juan le pareció una inmensa pradera de agua rizada por el viento, que se extendía hasta más allá de donde sus ojos podían atisbar. Recordó que al otro lado estaba la ciudad dorada, de la que tanto había oído hablar a los mercaderes en su aldea. Durante los días de marcha nadie habló con él, tan sólo le proporcionaron algo de comida, que al principio rechazó, pero que tras tres días ingirió con avidez pese a su fuerte sabor, una ración de agua y una sucia piel engrasada, de olor repelente para protegerse del frío y de la lluvia.

Cuando divisaron las desiertas playas del estuario Juan tenía llagas profundas entre las piernas, fuertes dolores en el cuello y en las rodillas y una permanente tos ronca. Sus cabellos estaban pegajosos y grasientos y todo su cuerpo desprendía un hálito acre. Habían llegado a últimas horas de la tarde, muy cansados porque no se habían detenido para dormir. Por primera vez, todos los niños cautivos fueron colocados juntos, al pie de una duna que ocultaba el mar, sentados dándose la espalda unos a otros y con sus muñecas entrelazadas y ambos pies firmemente atados. Formaban un círculo en torno a una estaca a la que se sujetaban las correas de sus muñecas. Eran nueve en total.

Bandadas de grullas volaban hacia el sur. Juan las seguía con sus ojos hasta que se perdían más allá del mar. Un grupo de pechenegos se alejó al galope por la playa mientras los guardias se colocaron en lo alto de la duna, distanciados varios pasos del grupo de cautivos. A la izquierda de Juan estaba el niño al que uno de los bandidos había golpeado días antes con dureza en el rostro. Un hematoma en el pómulo derecho mostraba los efectos de los violentos golpes del pechenego.

—¿Entiendes mis palabras? —le preguntó Juan girando la cabeza y hablando en tono muy bajo para que no lo oyeran los guardias.

—Sí, te entiendo —respondió atribulado.

—¿De dónde eres? —volvió a preguntar Juan.

—Soy de una aldea llamada Zavnina, cerca de la ciudad de Perejaslav.

—Yo soy de Bogusiav, una aldea al sur de Kiev, me llamo Juan, ¿y tú?

—Mi nombre es Vladislav. El tuyo no parece de nuestra tierra.

—Mi padre me dio este nombre porque en la iglesia de mi aldea hay un icono de san Juan que trajeron de Constantinopla unos mercaderes. En nuestro idioma Juan se dice Iván, pero mi madre quiso mantener la forma del nombre original del santo.

En ese momento, Juan sintió un fuerte golpe en la cabeza. Dos de los guardias cayeron sobre ambos niños y les golpearon salvajemente mientras les gritaban frases incomprensibles. Los demás cautivos rompieron a llorar y a gritar aterrados. Los chillidos de los niños excitaron a los guardias, que comenzaron a lanzar puñetazos y patadas contra todos los cautivos, que desesperados gemían y se contorsionaban sin poder esquivar los golpes. Alertado por el alboroto, acudió corriendo uno de los pechenegos que por su aspecto parecía de condición superior a la de los dos guardias. Sin mediar palabra empujó a uno de ellos ordenándole que se contuviera. La mercancía había que protegerla: un esclavo malherido o lisiado apenas tiene valor. Los guardias dejaron de golpear al instante y se retiraron a sus puestos; todos los cautivos quedaron contusionados y con magulladuras. Juan sabía que los golpes recibidos se debían a su conversación con Vladislav; no volvería a hablar con nadie hasta que no estuviera seguro de poder hacerlo sin recibir una lluvia de golpes. Uno de ellos había acertado en la ceja derecha de Vladislav, en la que una profunda herida en forma de punta de flecha sangraba con efusión.

Al atardecer volvieron los jinetes que habían abandonado el grupo por la mañana. El jefe dio una orden y todos se pusieron en marcha caminando por la playa. El sol caía sobre una tierra lejana más allá del mar, cuando se encontraron casi de improviso ante una aldea construida junto al agua, cerca de una colina coronada por una sencilla fortificación de madera. En la orilla había un embarcadero donde varias barcas, falúas de distintos tamaños y dos galeras fondeaban en espera de partir hacia el sur. Fueron introducidos sin demora en una de las galeras. Juan pudo ver cuando embarcaba cómo el jefe de la banda pechenega recibía dos bolsas de cuero, sin duda llenas de monedas, de un personaje grueso y calvo que vestía un amplio manto de piel clara y calzaba unos extraños zapatos de fieltro rojo. Cuando los cautivos fueron alojados en cubierta, los pechenegos partieron al galope por la playa hacia el ocaso y desaparecieron tras las primeras dunas.

En la cubierta de la galera liberaron sus manos, pero sus pies siguieron sujetos con correas de cuero. Un marinero de pelo rizado y piel oscura les repartió unos pedazos de pan negro, queso y un pellejo con agua. Corría una suave brisa y el cielo había tornado hacia tonos escarlatas.

Tras una cena frugal, los niños cautivos fueron introducidos atropelladamente por una trampilla en la bodega; cayeron en un húmedo suelo de madera cubierto de sucia paja en el que las ratas reinaban por doquier.

Con dificultad, porque sus pies estaban atados sin apenas separación para caminar con holgura, Juan trató de localizar a Vladislav en la oscuridad de la bodega.

—¡Vladislav, Vladislav! —susurró Juan.

—Estoy aquí —respondió una voz menuda y asustada.

Gateó hasta topar con el que ya consideraba su amigo. Al encontrarse, se abrazaron con fuerza, sollozando pero reconfortados al sentir el tacto de alguien querido. No se conocían, apenas habían entrecruzado dos palabras y algunas miradas, pero se sabían amigos, amigos entrañables. Conversaron en voz baja, uno al oído del otro. Los golpes recibidos de sus guardianes en la playa les dolían demasiado como para olvidar que la conversación entre ambos podría acarrearles serios daños. Comenzó a hablar Vladislav:

—Tengo ocho años y he sido vendido por mi padrastro a los bandidos. Mi padre era cazador de osos y castores en las montañas donde nace el sol, a varios días de marcha de mi aldea. Al poco tiempo de que yo naciera, murió en una emboscada que una banda de polovtsys, una tribu de turcos kimaks que acaba de llegar desde más allá del gran mar interior y que se llaman a sí mismos cumanos, tendió una trampa al grupo de cazadores para robarles las pieles y los caballos. Quedé al cuidado de mi madre, que me trató con esmero, pero la miseria y el hambre la obligaron a casarse con un hombre rudo y desalmado. Al poco tiempo murió también mi madre, sin duda a causa de los malos tratos y los disgustos que mi padrastro le proporcionó, y me encontré solo con aquel hombre que me castigaba por cualquier causa y me obligaba a realizar duros trabajos. Un día mi padrastro me dijo que estaba cansado de alimentarme y que no era sino un estorbo y un gasto insoportable para él. A la mañana siguiente me despertó temprano y me ordenó vestirme para salir. No había amanecido cuando nos pusimos en camino hacia el sur.

»Casi al final del día llegamos a una aldea abandonada donde había acampado la partida de pechenegos que nos ha conducido hasta aquí y que huye hacia poniente ante el avance de los cumanos. Mi padrastro mantuvo una conversación con uno de ellos en una lengua extraña, durante la cual me señaló varias veces dirigiendo sumisas sonrisas al jefe de los bandidos. Tras unos tensos momentos de discusión llegaron a un acuerdo y el pechenego entregó a mi padrastro una pequeña bolsa de cuero marrón que abrió volcando el contenido en su mano izquierda. Sus ojos se encendieron de codicia cuando contemplaron una docena de monedas de plata que apretó con fuerza cerrando el puño y acercándoselo al pecho. Uno de los pechenegos se aproximó a mí y me ató con firmeza las manos a la espalda. Yo estaba tan asustado que apenas podía moverme. Contemplé cómo mi padrastro me miraba de manera desinteresada mientras giraba sobre sus pasos para marcharse. Pero no le dio tiempo a más. No había colocado la bolsa con las monedas en su cinturón cuando dos flechas se clavaron en su espalda y le provocaron una fuerte convulsión. Su cuerpo se arqueó hacia atrás y hacia delante en una danza frenética para acabar dando dos pasos al frente e ir a caer de bruces sobre el suelo. Su rostro se hundió en el barro y tras dos estertores quedó totalmente inmóvil. Otro pechenego se agachó para recoger la bolsa con las monedas y las flechas. Trató de quitársela, pero pese a estar muerto sus dedos seguían asidos con fuerza en torno al saquillo. El pechenego no perdió el tiempo: sacó un cuchillo corto y ancho que ocultaba en su bota y de un certero tajo cercenó los dedos de la mano y recogió la bolsa, no sin antes limpiar la sangre en la zamarra de mi padrastro. Me subieron a un caballo y… —se detuvo un momento— el resto lo hemos vivido juntos.

Juan escuchó absorto el relato de Vladislav. Dos lágrimas recorrieron sus mejillas al apretar con fuerza la cabeza del amigo sobre su pecho. El olor agrio a sudor, polvo y orines estalló en las aletas de su nariz, que se ensancharon en un intento vano por inhalar aire fresco.

—¿Y tú, cómo caíste en manos de los bandidos? —preguntó Vladislav.

Juan sintió su garganta seca y atrofiada. Reflexionó un momento antes de contestar.

—Fui capturado cerca de mi aldea por los pechenegos —dijo al fin.

—¿Eso es todo? —inquirió Vladislav.

—Eso es todo —apostilló Juan.

No quería hacer daño a su amigo. Su vida había sido feliz hasta entonces. Sus padres lo amaban y él los quería cuanto era capaz. Había tenido comida abundante, un hogar cálido y seguro y hermanos que adoraba. No podía decirle todo esto a su nuevo amigo, hubiera sido como un insulto a su desgracia.

Pese a las ratas que corrían entre sus piernas, a la fétida podredumbre de la paja, a la gélida humedad de la bodega y al convulso bamboleo de la nave, no tardaron en quedar dormidos. La cabeza de Vladislav se deslizó sobre el hombro de Juan, que acarició su rostro con ternura. Un fuerte crujido los despertó. Los marineros recorrían la cubierta y los gritos que provenían desde el exterior daban a entender que la hora de partir estaba próxima. Entre las tablas del techo se filtraban unos haces de luz que anunciaban el comienzo del día. Un estruendo de remos rompió el agua y la galera se movió violentamente hacia delante. Vladislav despabiló agitando su cabeza y se abrazó con fuerza a su compañero.

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