El salón dorado (24 page)

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Authors: José Luis Corral

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Tras la salutación del pontífice, Humberto tomó la palabra para sentar la nueva doctrina. Se ratificaba la reforma iniciada por León IX, se denunciaba la compra de cargos eclesiásticos y se reafirmaba la supremacía de la iglesia romana sobre cualquier otro poder terrenal, fuera laico o eclesiástico. Se delataron os intentos de algunos nobles romanos y del propio emperador para influir en la elección de papa y se acordó, sin que nadie discrepara, el nuevo sistema de elección del Sumo Pontífice. Sería el colegio cardenalicio el que nombrara al nuevo sucesor de san Pedro, sin injerencias por parte de ningún poder terrenal, sino siguiendo exclusivamente los designios de los cardenales bajo la inspiración divina del Espíritu Santo. Cuando Humberto acabó su discurso, los cardenales, obispos y abades, puestos en pie, vitorearon su nombre. En una de las naves laterales, apoyado en una pared, Hildebrando asistía irritado al clamoroso triunfo de Humberto. El brillante monje cluniacense, de carácter poderoso e individualista, ambicioso e inteligente, con profundos conocimientos, pretendía para sí el trono de san Pedro, y sin duda Humberto y sus disposiciones eran un impedimento insalvable. Hildebrando gozaba de una posición ventajosa en la corte; había sido nombrado por el propio Nicolás II archidiácono de la Iglesia romana, primer ministro y administrador apostólico de la basílica de San Pablo extramuros, pero no era cardenal. Si todo seguía así, Humberto sería designado como nuevo papa a la muerte de Nicolás II. Apretó los puños y los dientes y salió apresuradamente del templo.

Finalizado el concilio, el sosiego retornó al escritorio, aunque manteniendo la intensa actividad de trabajo que era habitual. El cardenal Humberto estaba eufórico por su éxito y por la unanimidad que en el seno de la Iglesia habían logrado sus postulados. Parecía claro que nadie iba a discutirle sus méritos para ser elegido papa tras Nicolás II. Seguía yendo al escritorio una vez por semana y se mostraba mucho más ufano que antes. León de Fulda también estaba contento, sabía que el ascenso de Humberto al trono de san Pedro supondría para él un nombramiento importante en la corte pontificia. Quizás hasta fuera promovido como cardenal, y quién sabe después. Era joven, su salud rebosaba energía y era uno de los clérigos con mayor preparación de toda la curia. De los más de dos millares que pululaban por Roma, apenas dos docenas habían completado los estudios del ciclo superior, el Quadrivium, y León era uno de ellos.

Juan se sentía cada vez más atraído por la astronomía. Repetía una y otra vez en su cabeza el libro de Aristarco de Samos y las notas de Demetrio. Siempre que podía, aunque con mucho cuidado para evitar ser denunciado y acusado de hechicero, escrutaba los movimientos de las estrellas. Había ensayado una técnica memorística que consistía en dividir en dos mitades su mente, en una de ellas fijaba el plano celeste que había aprendido del libro de Aristarco y en la otra mitad trasladaba la posición de las estrellas y los astros que contemplaba en ese momento. De este modo, insistiendo día tras día, logró desarrollar una facultad memorística fuera de lo común. Era capaz de leer una página de un manuscrito y trasladarla a una hoja en blanco sin ningún error. Su capacidad de trabajo superaba con mucho a la de los demás copistas; mientras cualquiera de ellos empleaba dos semanas para copiar un sermón, Juan lo hacía en tan sólo una. Si se trataba de una traducción, la ventaja de Juan sobre los demás todavía era mayor, especialmente las versiones del griego al latín. Había aprendido a aplicar la técnica de la escritura griega al alfabeto latino. En griego, las letras no se juntan y las palabras se separan con nitidez unas de otras; por el contrario, en latín las letras se unen en cadena y además las palabras no se separan bien, lo que hace dificultosa la lectura y en consecuencia la traducción. Por ello, la claridad de los textos latinos de Juan era tal que todos preferían sus escritos a los de cualquier otro escriba. Su disposición al trabajo, su celeridad y la disciplina con la que aceptaba todas las órdenes de sus superiores hicieron que el muchacho se ganara la confianza de León de Fulda, que siempre que podía resaltaba su preparación ante Humberto. Se consideraba afortunado, pero seguía siendo esclavo y carecía de la libertad de movimientos que tenían los copistas libres. Hacía más de un año que vivía en Roma y aún no había salido del complejo del Vaticano desde que lo condujeran allí los sirvientes del mercader genovés.

León estaba muy interesado en revisar las bibliotecas de los dos monasterios griegos de Roma, especialmente la de los santos Bonifacio y Alexis. Un día de finales de septiembre, durante el tradicional paseo que seguía al almuerzo, le comunicó a Juan que el viernes siguiente tenía la intención de ir a ese monasterio y quería que lo acompañase, pues los conocimientos de griego de Juan facilitarían la consulta de los fondos y la elección de alguna obra para traducir al latín y copiarla si se estimaba oportuno. Juan se sintió muy feliz y durante los días anteriores a la visita al monasterio estuvo inquieto y nervioso, sin poder reprimir su profunda satisfacción. Llegó el viernes y León recogió a Juan, que lo esperaba en el patio junto a la puerta que daba acceso a los edificios de los siervos, donde estaba la pequeña celda en la que Juan dormía desde hacía más de un año.

—Buenos días, Juan —le saludó León—, espero que encontremos algún códice interesante para nuestro escritorio. El cardenal Humberto quiere profundizar en el conocimiento de la iglesia bizantina. Cree que desde que ha muerto el patriarca Miguel de Constantinopla puede ser más fácil acabar con las disensiones entre Roma y Bizancio.

—Buenos días, mi señor —contestó Juan—, os agradezco que hayáis contado conmigo para acompañaros en esta visita.

—No me lo agradezcas a mí —replicó León—, sólo cumplo los deseos del cardenal Humberto. Si encontramos algo que sea útil para lo que pretende tendrás el privilegio de hablar con él.

El jefe del escritorio y el copista eslavo salieron de San Pedro por el pórtico de mármol y ladrillo. Al descender las escaleras Juan observó la ciudad de Roma que se extendía entre colinas por la otra orilla del Tíber. Desde esa distancia parecía una metrópoli como Constantinopla, más abierta, sin el condicionante que era el mar y que confería a la capital de Bizancio una forma tan especial. Al fondo, entre conjuntos de ruinas y barrios que se renovaban con rapidez, destacaba la inmensa mole blanca y gris del anfiteatro, donde tantos cristianos habían sucumbido martirizados por las fauces de los leones o los cuernos de los toros. Toda la ciudad aparecía rodeada de un imponente cinturón de murallas. No eran tan formidables como las de Constantinopla, pues carecían del triple recinto, pero las casi cuatrocientas torres, distribuidas desigualmente por todo el trazado, conferían a Roma un aspecto que no guardaba relación con su destartalado interior.

En la avenida de San Pedro se cruzaron con decenas de peregrinos que acudían a la tumba del apóstol. Eran piadosos romeros procedentes de todos los lugares de la cristiandad. Había caballeros sajones embutidos en rígidas casacas de cuero, de cabellos rubios y barba hirsuta. Desfilaban en silencio monjes cluniacenses con sus hábitos negros y rostros ocultos bajo capuchas puntiagudas. Algunos caballeros franceses, vestidos con amplios mantos de delicados y finos bordados, cabalgaban a lomos de espléndidos corceles enjaezados con gualdrapas multicolores con las enseñas y blasones de sus casas nobiliarias. Burgueses y comerciantes con ricas túnicas de paños adamascados y altos sombreros de plumas se mezclaban con campesinos y artesanos vestidos con humildes ropas marrones y grises y sencillos gorros de lana negra. Nobles con capas sujetas al hombro con espléndidos broches de plata que cubrían delicadas túnicas hasta la rodilla, pantalones y calzas de cuero hasta media pierna acudían al templo sobre enjaezados rocines.

Cruzaron el Tíber por el puente de piedra, atravesaron el antiguo Campo de Marte y se dirigieron hacia la colina del Capitolio. En la ladera sur se encontraba el monasterio de los santos Bonifacio y Alexis. Era un diminuto templo de ladrillo, con una sola nave, de planta cruciforme. Junto a él, en un sobrio edificio, vivía una docena de monjes, la mayor parte procedentes del sur de Italia. Era uno de los dos monasterios griegos de la ciudad, pero sólo tres miembros de la comunidad habían estado en Grecia, aunque la mayoría dominaba el griego, si bien se expresaba habitualmente en latín y en dialecto italiano del sur.

La biblioteca era modesta, pero contenía algunos libros de interés. Casi todos los códices eran anteriores al año mil, aunque en el catálogo León no encontró ni uno solo lo suficientemente importante como para ordenar copiarlo. Mientras el monje de Fulda revisaba el fichero, Juan abrió un amplio códice en cuyo lomo se leía
Configuratio Terrae
. Se trataba de una copia del Almagesto de Ptolomeo a la que le faltaban algunas páginas. Un miniaturista, probablemente del propio monasterio, había dibujado una representación del universo en la contraportada de pergamino. El dibujo era sencillo pero detallado. La Tierra aparecía como un disco plano, con los continentes agrupados en torno a un mar central en forma de «T», el Mediterráneo, todo ello rodeado por el océano tenebroso, del que surgían extraños monstruos. El este se había colocado en la parte superior y el norte a la izquierda del espectador. El centro del mundo lo ocupaba la ciudad de Jerusalén; a la izquierda se extendían los distintas provincias de la cristiandad: Grecia, Macedonia, Dalmacia, Lombardía, Borgoña, Germania, Italia, Galia e Hispania; a la derecha las regiones del islam: Mauritania, África, Libia, Egipto, Arabia, Mesopotamia y Persia, y en la parte superior Asia, que se extendía hasta el río Ganges y la India, y más allá las islas de Ceilán y Japón, abundantes en oro y plata, protegidas por dragones. Juan buscó Constantinopla, y con el dedo fue recorriendo el mar de los griegos, donde desembocaba un río llamado Hermet, que tenía que ser sin duda el Dniéper de su país. Más allá, Cilicia, Ucrania y Cirópolis quedaban en el extremo superior cerradas por lo que parecía una muralla, tras unas montañas; sin duda eran las tierras que Alejandro Magno había sellado con unas gigantescas puertas de bronce para evitar las invasiones de las temibles tribus asiáticas de Gog y Magog sobre la civilización, y por último la Terra Ignota. En los confines del mundo había nombres sobre islas que le sonaban a leyenda: Thule, Islandia, Ibernia, Anglia, Amazonas, Etiopía, la Isla Perdida… En el cenit del disco, encerrados en un círculo, habían sido dibujados enfrentados los rostros de Adán y Eva, sobre una fuente de la que brotaban cuatro ríos, el Tigris, el Éufrates, el Pisón y el Gihón. Allí se había ubicado el jardín del Edén, el Paraíso inaccesible para los hombres, rodeado de un alto muro de oro que llegaba hasta el cielo y en cuyo centro brotaba el árbol de la vida, cuyos frutos hacían inmortales a quienes los comían. Alrededor del océano, en el extremo de la India, se mostraban distintas figuras de hombres deformes: los sciópodos, que a pesar de tener una sola pierna corren más veloces que el viento y se protegen del calor del sol tumbados de espaldas al suelo con su único pie a modo de sombrilla; individuos sin cabeza, con el rostro en el pecho; seres con cuerpo humano y cabeza de perro y pigmeos de cuerpos pequeños y cabezas enormes.

—¿Te interesa la Astronomía? —preguntó un monje de edad avanzada, pelo blanco y rostro surcado por profundas arrugas, dirigiéndose a Juan.

—¡Oh!, no, no… —balbuceó el muchacho un tanto ofuscado—. Prefiero la filosofía.

—Bien, no tienes por qué preocuparte, mi joven amigo, no es ningún pecado interesarse por los astros, siempre que, por supuesto, se guarden los mandatos de nuestra madre la Iglesia. Pero permíteme que me presente. Me llamo Jorge y soy de Constantinopla. Hace ya varios años que tuve que salir de mi ciudad. El patriarca Miguel Cerulario ordenó el cierre de los conventos e iglesias que seguían el rito latino y muchos tuvimos que exiliarnos. Desde entonces vivo en este monasterio. Tú no pareces romano; ¿acaso eres germano? En los últimos años muchos alemanes se han instalado en Roma. Déjame que lo adivine: eres hijo segundón de alguno de esos nobles teutones y tu padre te ha enviado a esta ciudad para que profeses órdenes religiosas, ¿me equivoco?

Juan no sabía qué responder. Si le contaba la verdad, es probable que aquel monje se sintiera enojado con él por haber estado al servicio del responsable de su exilio. Pensó que lo mejor era ser prudente.

—Me llamo Juan y soy eslavo. He permanecido varios años en Constantinopla y desde hace varios meses trabajo en el escritorio de San Pedro, a las órdenes de León de Fulda.

—¿En Constantinopla, dices? ¿Qué hacías en Constantinopla? —inquirió Jorge.

—Servía libros.

—¿Dónde?

Juan tragó saliva, respiró profundamente y contestó:

—En la biblioteca del palacio patriarcal.

—¡Vaya! —exclamó Jorge—; aquí tenemos a un antiguo servidor del hereje Cerulario. ¡Cuántas veces he maldecido a ese hombre! Yo ocupaba un puesto importante en mi monasterio; era el segundo tras el higoumeno y tenía ante mí todas las posibilidades. Incluso podría haber sido obispo y quién sabe si patriarca de Antioquia, o de la misma Constantinopla. Pero aquel malvado acabó con todo. Nos persiguió sin cesar, encarceló a muchos de los nuestros e incluso ordenó que nos asesinaran. Gracias al emperador algunos escapamos de allí. Yo mismo pude embarcar en una galera de Amalfi y llegar a Nápoles y luego a Roma. Espero que los huesos de Cerulario ardan eternamente en el infierno, es donde su alma perversa merece penar para siempre.

Jorge hablaba con los ojos encendidos y un profundo odio se dibujaba en sus pupilas. Juan permaneció callado; había aprendido a no contradecir, a no plantear discusiones que pudieran acarrearle problemas. De ello dependía en buena medida su propia supervivencia. El monje griego se alejó iracundo mascullando imprecaciones contra Cerulario. Su espalda ligeramente curvada, sus piernas arqueadas y su andar cansino y cadencioso denotaban una vida de penalidades: aquel hombre arrastraba consigo años de rencor acumulado. Por un instante, Juan se sintió identificado con el monje. El también era un exiliado, aunque no guardaba ningún resentimiento, quizá porque no podía personificar en ningún rostro la causa de su esclavitud. Años después de ser raptado no recordaba las facciones de sus captores; las caras de aquellos pechenegos se habían difuminado por completo en su memoria, donde todavía guardaba fresca la tierna sonrisa de su madre, el gesto enérgico pero amable del padre, las cómplices miradas de sus hermanos y el mohín travieso de la pequeña.

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