El salón dorado (25 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

—Juan, Juan —era León quien lo llamaba—. No he encontrado nada que pueda interesar a nuestra biblioteca, quizás esta
Vida de Santa Irene
que un monje llamado Lupino tradujo del griego al latín en el monasterio de Panagiotum en Constantinopla. Sólo hay evangeliarios y misales, y de ellos la biblioteca vaticana está llena. En cualquier caso la visita no ha sido vana, el abad me ha proporcionado valiosas informaciones que pueden ser muy útiles para nuestra causa.

Juan ignoraba cuál era esa causa y qué informaciones podían ser útiles. Simplemente asintió con la cabeza a su superior. Ambos salieron del convento y poco tiempo después cruzaban el Tíber camino de San Pedro.

El corto pontificado de Nicolás II fue tranquilo pero intenso. Durante aquel año Juan trabajó sin altercados y con plena dedicación, e incluso pudo consultar algunas obras en la biblioteca vaticana, a la que se le permitió el acceso por intercesión de León de Fulda. Varios libros en árabe y un escriba griego que había residido quince años en un monasterio capto en Egipto y que dominaba esta lengua le fueron muy útiles para profundizar en este idioma que Demetrio le había enseñado en Constantinopla y permitirse traducir, sin serias dificultades, varios manuscritos procedentes del botín obtenido por las tropas del papa, aliadas con los normandos, en la guerra contra los musulmanes de Sicilia.

El crepúsculo marfileño se tornaba violáceo sobre Roma cuando Juan rezaba sus últimas oraciones en el lugar de la capilla dedicado a los siervos. Dos días antes había muerto Nicolás II y las exequias fúnebres se habían celebrado con toda solemnidad en la basílica de San Pedro, repleta de fieles que habían acudido de todas partes para despedir al papa que había logrado la independencia de la Iglesia. La nobleza romana, enemiga acérrima del fallecido, aprovechó la ocasión para provocar algunos tumultos en las calles. Los cabecillas pretendían por todos los medios volver al viejo sistema de elección de pontífice, en el que la nobleza romana jugaba un papel decisivo. La noche siguiente a la muerte del pontífice, Hugo de Matamelata, dirigente de la facción más radical, había convocado en la plaza del Panteón a sus seguidores y había pronunciado una encendida proclama a favor de devolver Roma a los romanos. Decenas de enfervorecidos habían recorrido las calles conminando a la población a sumarse a este movimiento. En el Vaticano, Humberto había ordenado doblar la guardia, cerrar todos los accesos y mantener un destacamento de jinetes listo para actuar desde el mausoleo del emperador Adriano, convertido en castillo que dominaba toda la ciudad. Los más atrevidos atravesaron el Tíber y se dirigieron con antorchas hacia San Pedro.

Mientras Juan oraba en la capilla, un tumulto de voces y gritos estalló en el exterior del Vaticano. Sobresaltados, los participantes en la oración corrieron presurosos hacia las ventanas del piso superior, desde donde se contemplaba la ligera cuesta que desde el río ascendía hasta la basílica. Observaron inquietos a una multitud se dirigía hacia ellos enarbolando estandartes blancos y amarillos, armados con lanzas, palos, espadas, puñales y mazas, gritando contra los extranjeros que habían usurpado la sede romana. La multitud ascendía la escalinata cuando a su retaguardia un batallón de caballería mandado por el capitán normando Ricardo de Anversa desarboló las filas de los rebeldes. Atrapados entre los normandos y el pórtico, corrieron atropellándose unos a otros, pisoteándose, golpeándose entre ellos e hiriéndose con sus propias armas. Desde lo alto del castillo del antaño mausoleo, Desiderio, abad de Montecassino, contemplaba el triunfo de los mercenarios normandos que había reclutado a petición de Humberto. Pocos minutos después, la explanada había sido desalojada. Algunos cadáveres yacían sobre las escaleras y restos de antorchas y todo tipo de armas se desparramaban por doquier. Por el sofocante aire del verano romano se esparcía un ligero olor a sangre, humo y polvo. Aquella noche la pasaron en vela cuantos vivían en las dependencias vaticanas. Por la mañana corrió el rumor de que el conde Gerardo de Galeria, principal cabecilla de la nobleza, había enviado una embajada al emperador de Alemania proponiendo, en nombre de los romanos, a Cadalo, obispo de Parma, como nuevo papa.

Humberto decidió actuar deprisa. Llamó a Hildebrando y le ofreció un pacto. Sabía que el ambicioso monje toscano, cuya influencia en la corte había decaído en los últimos dos años, era un personaje a tener en cuenta y que en esos momentos su ayuda podía ser beneficiosa. Cuando recibió la invitación, Hildebrando dudó sobre las intenciones de Humberto, pero estimó que en aquella entrevista tenía más a ganar que a perder. Hildebrando se presentó ante el cardenal Humberto vestido con sus hábitos de monje cluniacense. Con poco más de cuarenta años, se encontraba en la plenitud intelectual. No era un hombre muy alto, pero tenía los miembros vigorosos. Su recio cuello y sus manos grandes y fuertes dejaban entrever una naturaleza forjada y enérgica. Llevaba el pelo anormalmente largo y unos rizos castaños le cubrían la nuca. Las cejas poderosas y tupidas enmarcaban unos ojos redondos y claros de un intenso azul. Penetró en la estancia con decisión, anduvo varios pasos y se postró de rodillas ante Humberto.

—Levantaos —ordenó el cardenAl-. Os he llamado para solicitar vuestra ayuda. Hace ya varios días que murió Su Santidad y la Iglesia se encuentra huérfana. Los motines que han estallado han sido provocados por aquellos que desean volver a los tiempos de la sumisión de la Iglesia a las veleidades de los poderes terrenales, casi siempre ajenos a los intereses del pueblo cristiano. Nosotros dos hemos tenido ciertas diferencias; no soy desconocedor de vuestra ambición, pero en estos momentos tan delicados es conveniente dejar de lado nuestras disputas y empujar juntos la nave de san Pedro antes de que la tempestad acabe por hundirla.

—Cardenal —asentó Hildebrando—, convengo con vos en la gravedad de la situación y en la amenaza que se cierne sobre la Iglesia, expuesta, cada día más, a la persecución, a emboscadas y a la pérfida imposición de los hipócritas, mientras se ve importunada por los poderes laicos. Mi humilde persona estará siempre al servicio de la Iglesia y en contra de cuantos atenten contra ella.

—Creo que estamos de acuerdo. Por ello, voy a proponeros un pacto —Hildebrando enarcó las cejas y apretó los dientes. Humberto advirtió el gesto de reserva del cluniacense y continuó—. No, no os preocupéis, no voy a pediros que apoyéis mi candidatura como papa. Es cierto que hace algún tiempo tuve esa tentación, pero ya la he superado: mi oportunidad pasó. Soy demasiado viejo y estoy cansado y enfermo. Vos os sentaréis algún día en la cátedra de san Pedro, pero ese momento todavía no ha llegado. Tendréis también vuestra oportunidad, no pretendáis lograrlo antes de tiempo, sólo conseguiríais fracasar —Humberto apreció que los músculos de Hildebrando, que habían permanecido tensos, se relajaron—. Mi propuesta es que defendáis conmigo la candidatura del obispo de Lucca, Anselmo, como futuro papa, y que involucréis en ello a vuestros amigos, los nuevos ricos Pierleone y Frangipane; cuento también con el apoyo del obispo de Ostia, Pedro Damián.

—¿El obispo de Lucca? —preguntó Hildebrando sorprendido—. Sí, me parece un hombre justo y ecuánime, dotado de equilibrio y mesura, pero tengo entendido que es partidario de una estrecha alianza con el emperador.

—Precisamente por eso —aseveró Humberto vuelto hacia una mesa mientras servía dos copas de vino especiado—. Tomad, es un vino excelente; está rebajado con agua y miel y aromatizado con canela: es un inmejorable refresco. En realidad, la persona es lo menos importante en estos momentos, lo que está en juego es la continuidad de la legislación sobre la elección pontificia. Si permitimos que la nobleza y el emperador vuelvan a decidir quién ha de ser el papa nunca recuperaremos la independencia. Es mucho lo que hay en juego. Anselmo será un pontífice de transición. Después de él habrá de venir el verdadero reformador de la Iglesia; no me cabe la menor duda de que vos sois el elegido por la Divina Providencia para ello.

Hildebrando asistía perplejo a los razonamientos del cardenal. Humberto, su gran rival, el que había logrado apartarle de la cancillería vaticana, le auguraba su triunfo.

—Sois muy gentil —reconoció Hildebrando—, pero no creo que mi humilde persona esté predestinada para tan alta dignidad.

—Permitidme que os diga que la modestia no es precisamente una de vuestras virtudes. No os vaticino nada fácil. Los tiempos venideros van a ser muy duros para quien sostenga sobre sus sienes la tiara pontificia del Siervo de los siervos de Dios. Ha de ser un hombre valeroso y con ambición. En este siglo proliferan las sectas y las herejías; la Iglesia está rodeada de enemigos y todavía surgirán otros que serán más poderosos. Si no me equivoco, cuando el obispo de Lucca sea elegido papa hará lo que ordene el emperador, pero salvará a la Iglesia hasta que llegue vuestro momento. Entonces deberéis aprovecharlo y luchar. ¿Cuento con vuestra ayuda?

—Sí, Eminencia.

Hildebrando besó la mano del cardenal. En ese momento observó encima de una mesa un teñido de púrpura con el texto escrito en letras de oro. Fue entonces cuando supo que el emperador había escrito a Humberto. Al retirarse, su corazón palpitaba más deprisa que de costumbre. Sin la oposición del cardenal, la ansiada corona de triple anillo pronto brillaría sobre su cabeza.

4

A fines de septiembre de 1061 fue elegido Anselmo, obispo de Lucca, Sumo Pontífice de la Iglesia; adoptó el nombre de Alejandro II. La nobleza romana, acuciada por la iniciativa de Humberto e Hildebrando, con el apoyo de los partidarios del Imperio, solicitó la ratificación de su propio candidato. Apenas un mes después, el obispo de Parma era designado por el emperador como nuevo papa con el nombre de Honorio II. De nuevo había dos testas coronadas en la Iglesia, una apoyada por los cardenales y elegida según los cánones de Nicolás II y otra designada por la nobleza y confirmada por el emperador. Certificado el cisma en Oriente, un nuevo cisma se cernía sobre la cristiandad de Occidente.

Durante aquellas tumultuosas semanas reinó el desorden en el Vaticano. León de Fulda dudaba en seguir al frente del escritorio. La renuncia de Humberto a competir en la elección papal lo había sumido en una profunda depresión. Si antes se veía como cardenal, ahora su carrera quedaba truncada. Pedro Damián se convirtió en el principal asesor de Alejandro II e Hildebrando fue designado de inmediato primer ministro del Vaticano. El inteligente monje cluniacense había maniobrado con suma habilidad para conseguir el ansiado cargo que sin duda lo catapultaría al pontificado. León abandonó por completo su dedicación al trabajo y el escritorio cayó en una súbita atonía. Los copistas mantenían el horario de siempre, acudían cada mañana tras el desayuno y los maitines a su puesto, pero nadie repartía las tareas. En los estantes se acumulaban las obras por copiar y los iluministas dedicaban su tiempo a dibujar con detalles grotescos las iniciales mientras los escribas ocupaban las horas vacías en charlar de temas profanos que hasta entonces no habían comentado. Algunas biblias habían quedado interrumpidas; hacía falta casi un año de trabajo de una persona para acabar una sola de ellas. Los amanuenses, que antes copiaban de tres a seis folios diarios, no completaban ahora siquiera uno. El propio Juan había lentificado la corrección de dos obras no muy bien traducidas del griego al latín: una
Vida de Santa María Egipcíaca
, en versión latina de hacía doscientos años de Paolo el Diácono y
La Pasión de los Cuarenta Mártires
de Sebaste, traducida por Giovanni de Nápoles en el año 900.

Un iluminista sajón había dibujado sobre una fina vitela una escena del Antiguo Testamento. Aparecían en ella Adán y Eva, desnudos al pie del Árbol del Bien y del Mal, tentados por el demonio que en forma de serpiente les ofrecía una jugosa manzana. Sobre su escritorio se arremolinaron varios copistas que sonreían pícaramente ante la visión de aquellos cuerpos. Juan fue increpado por algunos para que se acercara a contemplar aquel dibujo. Se aproximó sin gana, pero seguro de que si no lo hacía sus compañeros no cesarían de molestarle. Los ojos de Juan se clavaron en la imagen de Eva. Había sido dibujada como una bella mujer, de cabellos rubios y largos que caían desordenadamente por los hombros. Con las manos asía sus pechos, cuyas formas redondas y turgentes sobresalían entre los dedos. Una serpiente verdosa se enrollaba entre sus muslos y le cubría el sexo con la cabeza. En su mente surgió entonces la imagen de la joven princesa alana amante de Constantino IX que había observado en el Hipódromo de Constantinopla vestida con aquel ceñido traje. A la vista de esa viñeta sintió un estremecimiento interior. La sangre le fluía rápida por las venas, palpitando con violencia en el cuello y en las muñecas y acelerando los latidos de su corazón. El vello de su cuerpo se erizaba y un picor extraño y desconocido acudía a los poros de su piel. Sus axilas y las palmas de sus manos se poblaron de humedad y finas gotitas de agua aparecieron en su frente y alrededor de sus labios. Un torrente de energía se concentró en su pene que aumentó tan deprisa de tamaño que creyó le iba a estallar en cualquier momento. Desde hacía tiempo tenía frecuentes erecciones y no desconocía este fenómeno que nadie le había explicado y que no lograba entender, pero nunca antes había sentido la sensación de desasosiego y de excitación que esta le había provocado. Tuvo que salir corriendo entre las risas y chanzas de los demás, que volvieron a arremolinarse sobre la mesa. Descendió deprisa por la escalera interior que conducía a las letrinas y cuando pudo entrar en una de ellas descubrió que la polución le había humedecido el calzón con un flujo lechoso. Se arrodilló allí mismo y rezó un sinfín de jaculatorias.

Aquella noche apenas pudo dormir. El cuerpo desnudo de Eva, convertida en la princesa alana, se le aparecía una y otra vez en las paredes de la celda. Entonces se arrojaba al suelo, con los ojos cerrados y las manos sobre la nuca, aplastando la cara contra las frías losas, pero todo era inútil. Reiteradamente volvía a mostrarse aquella mujer que contorneaba sus insinuantes caderas. Estaba a punto de gritar cuando vio colgado del respaldo de la silla el cordón de cáñamo con el que se ceñía la túnica. Lo dobló, asió con fuerza uno de los extremos y de rodillas, con la espalda descubierta, comenzó a golpearse con dureza. Durante varios días se repitieron aquellas visiones.

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