Mercancías y esclavos fueron embarcados en el Estrella de San Andrés, un bajel de cincuenta pasos de largo, con dos blancas velas cuadradas en las que estaba dibujada en azul una cruz aspada. En lo más alto del palo mayor ondeaba la bandera de Génova y la cruz de san Andrés.
Sobre el muelle, Giovanni Escalpini y Pau Ferrer contemplaban el embarque. El veterano mercader dio algunos consejos al joven y le encareció que saludara efusivamente a su padre, para el que le entregó un rutilante puñal de mango de marfil con incrustaciones de rubíes como regalo. Se despidieron a la manera de los burgueses, apretando sus manos derechas. Pau Ferrer subió al barco de un ágil salto. Dos marineros soltaron amarras y retiraron la pasarela. Los remeros ciaron varias paladas para colocar el barco al pairo en disposición de embocar la salida del puerto. A una orden del capitán bogaron con fuerza rumbo oeste. Minutos más tarde el Estrella de San Andrés navegaba sobre las aguas del Mediterráneo con la costa de Liguria y los Alpes marítimos a estribor.
La navegación de cabotaje permitía tener siempre la costa a la vista. El recorrido era más largo que trazando un rumbo directo al puerto de destino, pero los peligros del mar abierto eran mucho mayores y con mercancías valiosas todos los comerciantes preferían perder tiempo y ganar seguridad. El barco recorrió la costa de poniente de Liguria, avistando de vez en cuando pequeños pueblecitos encalados construidos en laderas escarpadas como nidos de rapaces, recuerdo sin duda de los tiempos en los que los piratas árabes eran dueños y señores, de estas aguas. A la altura del cabo Camarat la nave cambió de rumbo, abandonando la dirección suroeste para bogar hacia el oeste. Un día más tarde penetraban en el puerto de Marsella. Allí cargaron en las bodegas trigo de Provenza y tablas de hayas de los Alpes, excelentes para la construcción de muebles, y volvieron a surcar las aguas de nuevo en dirección suroeste; el capitán, a la vista de que el tiempo era bonancible y de que no se preveían cambios inmediatos, consultó con Pau Ferrer la posibilidad de dejar la travesía de cabotaje y ahorrar dos o tres días de navegación trazando una ruta directa desde Marsella hasta Barcelona, cortando en diagonal el golfo de León y obviando un largo recorrido sin bordear la costa del Languedoc. El capitán era un experto piloto que había realizado numerosas veces esta ruta y que conocía de memoria las corrientes y las derivaciones de estas aguas del Mediterráneo occidental, por lo que no constituyó para él ningún obstáculo abandonar la vista de la línea costera y navegar sin la referencia de la tierra firme. Ferrer dio su conformidad y se adentraron en el mar abierto rogando al apóstol Santiago que les librase de las tormentas.
Un suave pero constante viento del noreste empujó la nave y en apenas un par de días avistaron las costas de la bahía de Rosas. Arriaron la enseña de la Señoría Génova y en lo más alto del mástil ondeó el estandarte rojo con cinco escudos blancos de los condes de Barcelona. Enseguida identificaron los acantilados que se extendían durante varias millas entre la capital del condado y las tierras de Ampurias. Siguiendo el viento de levante se dejaron descolgar frente a la calas y los pinos hasta que el vigía del palo mayor dio el aviso de que la montaña de Montjuïc estaba a la vista.
El navío indicó mediante señales que iba a atracar en el puerto y se identificó. Desde la torre del castillo de Montjuïc comunicaron rápidamente a Jaume Ferrer que el barco en el que viajaba su hijo estaba a punto de amarrar. El rico mercader catalán salió deprisa de sus oficinas ubicadas al final de la rambla de San Juan y se dirigió presto, acompañado de sobrino, su secretario, un judío llamado Simeón, y cuatro criados, al puerto.
El Estrella de San Andrés estaba realizando la maniobra de atraque en el muelle principal, el más antiguo de la ciudad, obra de los romanos. Por todo el malecón de la bocana y en la orilla de la playa pululaban decenas de vagabundos en busca de los despojos que se arrojaban desde los barcos después de una larga travesía.
Sobre el puente de mando, Pau Ferrer contemplaba las murallas de su ciudad, construida en medio de una amplia llanura litoral entre las montañas y el mar. Desde la orilla del muelle, su padre agitaba las manos en señal de saludo. Pau Ferrer contestó con un brazo en alto, meneándolo cadenciosamente como si quisiera demostrar a todos su éxito en la empresa.
Cuando acabó la maniobra de aproximación, dos marineros saltaron con agilidad a tierra para fijar las amarras; otros dos lanzaron una pasarela uniendo la nave al muelle. Jaume Ferrer ascendió por ella raudo, pese a su edad, y corrió a abrazar a su hijo sobre la cubierta de tablas, entre fardos repletos de mercancías y montones de maromas y jarcias.
—Bienvenido, hijo mío —saludó Jaume Ferrer a su vástago; su rostro denotaba un profundo orgullo—. Ningún problema en el viaje, por lo que veo.
—No, padre, ninguno. Todo ha marchado conforme estaba previsto.
—Sabía que no podías fallar. ¿Qué tal se encuentra nuestro socio, el viejo y astuto Escalpini? —preguntó el padre.
—Bien, muy bien. Me ha entregado este lujoso cuchillo como regalo para ti y me ha encomendado que te salude de su parte.
Jaume Ferrer examinó el puñal minuciosamente y replicó:
—¡El bueno de Escalpini!; contrariamente a lo que suele ocurrir, los años lo han vuelto menos tacaño. Hace tiempo sus presentes eran tan sólo unas botellas de vino de Borgoña.
—Sigue siendo tacaño, padre. Este cuchillo es para él una forma de agradecerte las enormes riquezas que gracias a nuestra compañía está atesorando.
—No parece que te haya gustado mucho nuestro socio genovés —aseveró el padre—. Ya te dije que era un tipo un tanto peculiar.
—¿Peculiar, dices? —se preguntó Pau Ferrer—; sólo piensa en el dinero. No ve otra cosa que el color del oro. Sería capaz de vender a su propia madre por un puñado de besantes, si no lo ha hecho ya.
—Muchacho —se explicó Jaume Ferrer colocando su mano derecha sobre el hombro de su primogénito—, a veces los negocios nos obligan a tomar decisiones que no deseamos. El oficio de mercader está cargado de dificultades. Los nobles nos desprecian porque nuestro trabajo y nuestras personas alteran su dominio sobre la tierra y sobre los hombres; los clérigos critican nuestra vida de vaivenes y libertad; y los campesinos nos odian porque somos libres mientras que ellos están sujetos a la voluntad y capricho de sus señores. Somos un estamento extraño en esta sociedad de señores y vasallos. Debemos saber ganar día a día nuestra propia vida y luchar solos por nuestra condición. En esa pelea somos los más débiles; nuestra única fuerza es el dinero y nuestro único aliado fiel el oro. Hemos quebrado los esquemas tradicionales. Algunos nobles nos acusan de ser los culpables de la ruptura del orden divino establecido por ellos sobre la tierra y muchos clérigos nos consideran agentes del demonio. Si queremos sobrevivir es preciso poseer oro; sólo ante él tiembla el poderoso y se arrodilla el soberano, y tanto papas como reyes sucumben a su brillo. Esa es nuestra arma y en ella está nuestra libertad, y no pocas veces nuestra propia existencia. No olvides nunca esto, hijo.
Una legión de estibadores descargó las preciadas mercancías bajo la atenta mirada de los dos Ferrer, colocándolas en carretas. Su secretario, un judío muy versado en el conocimiento de la ciencia de los números, revisaba atentamente, con la ayuda del otro secretario catalán que se había desplazado a Génova, cada una de las partidas y las cotejaba con el inventario firmado por Giovanni Escalpini en el puerto ligur. Un agente del mercader genovés, que había viajado en el navío, supervisaba todas las anotaciones. Funcionarios del conde controlaban las mercancías para calcular el impuesto a pagar. Cuatro horas después toda la carga se apilaba en el muelle, protegida por hombres armados a sueldo de los Ferrer y lista para ser transportada hasta los almacenes de la compañía. Padre e hijo ultimaban una comida compuesta casi en exclusiva por pescado frito y buñuelos de berenjena, sentados ante una desvencijada mesa de madera, en la puerta de El Delfín Plateado, la más afamada taberna del puerto, desde donde se podían contemplar todas las maniobras de descarga que se realizaban en el muelle principal al lado del Estrella de San Andrés había atracado una nao árabe procedente de Murcia. Sus bodegas estaban repletas de balas de esparto para los talleres barceloneses. Un poco más allá fondeaba una galera mallorquina, cargada con paños de lino y piezas de lana. Varadas sobre la arena de la playa varias barcas de pescadores estaban dispuestas para salir a faenar. Junto a la bocana del puerto seis galeras de guerra con la insignia de los condes de Barcelona estaban siempre preparadas para cualquier contingencia que pudiera presentarse.
Acabada la comida, Jaume Ferrer se levantó, seguido de su hijo, y se dirigió a las oficinas del puerto. Allí pagaron los impuestos correspondientes.
—¡Cien sueldos torneses! Va a llegar un momento en que las tasas por mercadear van a superar a las ganancias —se quejó amargamente Jaume Ferrer—. A este ritmo, los impuestos acabarán con los comerciantes. Y todo porque esos malditos nobles están exentos de contribuir para sostener los gastos de la república.
Al caer la noche, todas las mercancías que Pau Ferrer había traído desde Génova estaban ya ordenadas en los almacenes. Los cincuenta esclavos habían sido descargados en primer lugar y trasladados rápidamente al almacén principal. En unas dependencias cerradas se habían habilitado dos salas, una para hombres y otra para mujeres; durante el viaje por mar también habían estado separados. Varias carretas condujeron a los esclavos hasta los almacenes. Juan fue colocado en la segunda. Desde allí, con las manos encadenadas a una barra, pudo ver que la muchacha de los cabellos de oro y ojos marinos marchaba en el primero de los carros al lado de una esbelta pelirroja. Su corazón se alegró por tenerla tan cerca.
Al día siguiente a su llegada a Barcelona, Jaume Ferrer acudió en compañía de su hijo y del secretario judío a supervisar a los esclavos. Fueron colocados todos juntos en el centro de una de las naves del almacén. El hebreo desenrolló un pergamino con la lista de desdichados y sus principales características.
—En cuanto oigáis vuestro nombre deberéis dar un paso al frente: Ibbo, el Sajón —gritó el secretario en latín y lo repitió en francés e italiano.
Un gigante pelirrojo de casi siete pies de altura dio un paso adelante.
—Biorn, el Vikingo.
Un joven esbelto, rubio como las mieses en julio, de largos cabellos lacios y mirada profunda avanzó dos palmos.
—Juan, el Romano.
Al oír su nombre, el joven eslavo se adelantó del grupo para colocarse a la altura del sajón y del vikingo.
—Éste es el traductor —señaló el hebreo a su patrón.
—Entonces ya tiene dueño. En Zaragoza pagarán una buena cantidad por él.
Tras los varones, el judío comenzó a leer la lista de las hembras.
—Garda, la cocinera italiana.
Una gruesa mujer, por encima de la treintena, se destacó del grupo.
—Ésta será para el conde; ya hace tiempo que me pide una cocinera que alegre su mesa con manjares exóticos —comentó Jaume Ferrer—. Espero que seas buena con los fogones y los guisos o te pesará —le imprecó el veterano mercader dirigiéndose a la mujer en un aceptable italiano.
—Ingra, la pelirroja escocesa.
Una escultural belleza de largas y torneadas piernas, talle esbelto y erguido, de exuberantes pechos tersos como cirios, labios gruesos y sedosos, rojos y aterciopelados cual frescos pétalos de rosa, orgullosa nariz fina y delicada, cautivadores ojos verdes como la hierba en abril y espléndido cabello bermejo como el cobre bruñido avanzó insinuante ante la mirada lasciva de todos los hombres. Jaume Ferrer enarcó las cejas y exclamó:
—¡Magnífica! Alguno de esos voluptuosos reyezuelos musulmanes pagará una fortuna por ella. ¿Es virgen? —inquirió dirigiéndose al secretario hebreo.
—No, mi señor —contestó Simeón.
—¡Lástima! Una hembra así, y virgen, nos hubiera hecho inmensamente ricos. Pese a ello sigue valiendo su peso en oro.
—Helena, eslava… y virgen, señor —resaltó el secretario.
La joven que se había adueñado del corazón de Juan adelantó un pie con la cabeza gacha, fijos sus ojos en el suelo. Juan sintió que la sangre se agolpaba en sus sienes y que su pulso aceleraba el ritmo. Estuvo a punto de saltar sobre el guardia que con un bastón levantó la barbilla de la joven para que el mercader catalán pudiera ver con claridad su rostro. Su instinto de conservación, adquirido tras tantas experiencias dolorosas, lo retuvo.
—Muy bella, muy bella. Quiero una especial atención para esta joven. Debe permanecer virgen. Os jugáis la vida en ello —amenazó Jaume Ferrer dirigiéndose a todos los guardias.
Tras examinar a la última de las esclavas, una sudanesa de piel de ébano y cuerpo de gacela, Jaume Ferrer se mostraba satisfecho de la mercancía humana.
—Ganaremos una buena cantidad de dinero con esta partida de esclavos —siseó al oído de su hijo—. Ese taimado de Escalpini sabe elegir bien. Su capacidad para intuir lo que le gusta a la gente es realmente asombrosa. Sobre todo esa pelirroja. Mujeres así nacen una en cada siglo, y la de esta centuria nos pertenece.
Pau Ferrer no prestaba atención a lo que su padre le estaba diciendo. Sus ojos permanecían clavados desde hacía un buen rato en las sensuales formas de la pelirroja escocesa.
La noche era calurosa y húmeda; una tórrida brisa que ascendía desde la costa inundaba la ciudad. Dos fornidos criados abrieron la puerta de la sala donde estaban las mujeres y buscaron con una lámpara a la pelirroja. La localizaron recostada en un rincón, junto a la rubia eslava. La joven escocesa opuso alguna resistencia, aunque sabía que todo esfuerzo sería inútil. Los dos criados la cubrieron con un manto de lino y la subieron a una carreta. Atravesaron varias calles y por fin se detuvieron frente a una casona de recios muros de piedra.
Pau Ferrer descansaba tumbado en una litera en el pequeño patio de la casa. Cuando los dos criados entraron con la muchacha, el joven se incorporó como empujado por un resorte y les ordenó que se marcharan. La puerta del patio se cerró tras ellos.
Ingra, la escocesa de pelo rojo, clavó sus ojos en los del joven mercader catalán que la escrutaba con ansia. Varias lamparillas y antorchas iluminaban el patio cuajado de maceteros de piedra rebosantes de rosas y jacintos. Ferrer avanzó unos pasos y la rodeó, recorriendo con su mirada una y otra vez todas las curvas de su espléndido cuerpo. Se arrimó a ella por detrás. Las manos del joven mercader asieron con firmeza los tersos pechos de la muchacha, que al sentir el contacto lanzó con fuerza un manotazo que se estrelló en el rostro de Pau Ferrer.