El salón dorado (27 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

Una noche de invierno, cuando todos dormían medio amontonados en la sala, el griego y el macedonio se deslizaron en el silencio de la penumbra entre los cuerpos de los sudaneses y los nubios. El macedonio había sustraído en un descuido de los guardianes un cuchillito de hierro que había afilado con sumo cuidado frotando con paciencia la hoja contra las losas del suelo durante varios días. Habían planeado escapar de la villa del mercader Escalpini aprovechando la oscuridad de la noche y la confianza y la relajación que ante la falta de acontecimientos habían adoptado los guardianes.

La puerta de la sala estaba atrancada con un palo de madera, pero el macedonio consiguió horadar un pequeño hueco entre las tablas con ayuda del afilado cuchillo por el que introdujo los dedos y descorrió el cerrojo.

La puerta se abrió sin chirriar y los dos fugitivos cruzaron el patio raudos como sombras de pájaros. Treparon por un grueso nogal junto a la tapia y descolgándose por las desnudas ramas alcanzaron el exterior de la muralla de mampuesto; corrieron hasta que las tinieblas se tragaron a ambos.

Por la mañana se presentó el capataz profiriendo maldiciones al enterarse de que dos de los esclavos habían huido. Enseguida se organizó una batida para localizarlos. En las calles de Génova no podían ir muy lejos; no tenían comida ni dinero y desconocían el idioma local. Por mucho que se escondieran, tarde o temprano serían localizados; el capataz había prometido un escarmiento ejemplar.

Dos días después, los agentes de Escalpini devolvieron a la villa a los dos fugados. Los traían a rastras, con grilletes en las muñecas y atados a las sillas de dos gigantescos caballos percherones que montaban dos mercenarios suizos de rostros fieros y curtidos que protegían sus cuerpos con gruesas corazas de cuero; de sus cintos pendían una espada y una maza. Se detuvieron ante la casa del señor y soltaron las cuerdas que sujetaban al griego y al macedonio por los grilletes. El aspecto de los dos esclavos era patético; sus rostros reflejaban un cansancio extremo y sus ojos derivaban erráticos dentro de las órbitas. Traían la espalda al descubierto, con restos de sangre seca en torno al cuello, y los pies descalzos, cubiertos de llagas y de fístulas que supuraban una viscosa sustancia purulenta. Ante los gritos del capataz, el señor Escalpini salió de su casa para ver a aquellos dos despojos humanos que yacían postrados de rodillas sobre los guijarros del patio.

Escalpini miró hacia los dos desdichados con gesto severo y sentenció:

—Me habéis causado problemas, muchos problemas; durante dos días he sido el hazmerreír de la ciudad. Quiero que todo el mundo vea cómo las gasta Giovanni Escalpini con quienes le ofenden.

De inmediato ordenó a cuantos residían en la villa que salieran al patio para contemplar su manera de impartir justicia y mostrar cuál era su sentido de la ejemplaridad. Los dos fugitivos fueron colocados de pie, la espalda del uno contra la del otro, atados de tal modo que no pudieran moverse. Uno de los mercenarios suizos enristró una frámea de madera rematada con una aguda punta metálica, espoleó al percherón y cargó al galope hacia los dos esclavos. Sonó un golpe seco y un crujir de huesos. El asta de hierro penetró por el pecho del griego y salió por el del macedonio. Ambos cuerpos cayeron a un lado ensartados por la lanza en medio de un charco de sangre que cubrió los guijarros y la hierba del suelo.

Los asistentes que contemplaban el macabro espectáculo en silencio emitieron al unísono una exclamación de horror. Juan recorrió con sus ojos a todos los presentes. Delante de la puerta del edificio noble, Escalpini sonreía cruelmente con los brazos en jarras. A su derecha, un niño de apenas diez años se tapaba los ojos con las manos asido a las faldas de una señora que por su porte y sus vestidos sólo podía ser la esposa del rico mercader.

Entre un grupo de mujeres, muchachas y niñas, Juan fijó su mirada en una esbelta joven rubia, estilizada, de talle delicado y noble. Bajo una cinta celeste asida a la frente tintineaban dos enormes ojos azules. Aquella muchacha era sin duda eslava, quizá de una tribu próxima a la de Juan. Sus ojos denotaban un sentimiento de pavor hacia el espectáculo que acababan de presenciar. La brutalidad de la escena vivida con los dos hombres muertos sobre el suelo contrastaba vivamente con la ternura que emanaba del rostro de aquella doncella. Vestía sencilla blusa blanca y una falda marrón; parecía una princesa, pero su atavío y su semblante denotaban nítidamente su condición servil. Un estridente grito sonó en medio del patio.

—¡Ya se ha hecho justicia! —exclamó Escalpini—. Sirva esto para que cada uno entienda cuál es su papel. Dios ha organizado el mundo en distintos estamentos y lo ha ordenado conforme a sus divinos designios. El esclavo y el siervo han nacido para el trabajo y para obedecer, el clérigo para rezar y para confortar las almas y el ricohombre para proteger a todos y para hacer que se cumpla el orden de las cosas. Cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar y nadie debe salirse de él. Los que alteran el plan divino deben ser castigados por ello; la soberbia es uno de los peores pecados y la humildad la más benéfica de las virtudes.

Escalpini indicó con un gesto de su brazo que recogieran los dos cadáveres y limpiaran el patio y entró en la casa seguido por su esposa y su hijo, que lloriqueaba entre las faldas de la madre. El capataz y algunos criados conminaron a los congregados para que volvieran a sus actividades. Juan siguió con la miraba a la joven de pelo rubio y ojos azules hasta que se perdió tras la portada del edificio principal entre varias muchachas.

Durante todo el invierno, la actividad comercial se lentificó en la ciudad de Génova. Los mercaderes se recluían en sus casas y sólo salían durante las primeras horas de la tarde a charlar en las animadas tabernas del puerto con sus colegas o con los marineros que invernaban en espera de que el regreso del buen tiempo permitiera la navegación y la vuelta a la actividad. En los muelles se aprovechaba el obligado atraque de los navíos para repasar las velas, calafatear los cascos y ajustar las jarcias, los mástiles y las vergas.

Escalpini solía dirigir sus negocios desde un pequeño edificio anexo a los grandes almacenes que poseía en la zona central del puerto. Ayudado por un hermano, dos primos y un sobrino, realizaba los balances anuales de la compañía, controlaba las entradas y salidas de mercancías, estudiaba los precios y decidía los productos que iba a comprar al año siguiente. En unos cuadernos anotaba el valor de cada uno de los conceptos: en una primera columna señalaba el precio de compra, en otra el de venta y en la tercera el beneficio obtenido. Con este sistema, y tan sólo con un rápido vistazo, podía discernir de inmediato qué productos le habían proporcionado una mayor rentabilidad. Desde hacía cuatro o cinco años había una mercancía que destacaba sobre las demás por los beneficios que generaba, incluso por encima del oro y la plata: los esclavos. Por ello, el rico mercader había entrado de lleno en el mercado de seres humanos. Adquiría en Constantinopla, en los puertos del mar Negro o en los de Siria y Egipto, hombres y mujeres aprovechando las mejores oportunidades, en ocasiones a precios muy bajos, y los vendía en Occidente por cinco veces el valor de adquisición.

La España musulmana constituía el más próspero de los mercados. Desde hacía varias décadas el poder centralizado de los califas cordobeses se había derrumbado y al-Andalus se había convertido en un hervidero de pequeños reinos que competían en lujo y fastuosidad. Los príncipes de estos reinos eran clientes habituales y compraban todo tipo de esclavos; cuanto más exóticos y singulares, más oro pagaban por ellos. Una de las medidas para establecer la riqueza y el poder de las cortes musulmanas hispanas era el número de esclavos que cada monarca poseía, su variedad y su rareza, y de esa circunstancia Escalpini y sus socios catalanes sabían obtener unos suculentos beneficios.

La próxima primavera, que se acercaba perezosa pero inevitable, Escalpini tenía previsto fletar un barco con medio centenar de esclavos con destino a Barcelona. En una carta, sus socios catalanes le comunicaban que se preveía una demanda extraordinaria de esclavos las cortes musulmanas de Sevilla, Zaragoza y Toledo, y que las ganancias podían ser muy elevadas. Las solicitudes se centraban sobre todo en jóvenes vírgenes para los harenes de los reyezuelos y de los potentados, artistas de cualquier tipo, intelectuales y maestros, escribas y traductores y músicos. Por algunas esclavas de extraordinaria belleza se habían llegado a pagar hasta trescientas monedas de oro, una verdadera fortuna incluso para un rico comerciante genovés.

En las oficinas de la compañía se trabajaba a toda prisa. La primavera se estaba echando encima y dentro de dos o tres semanas el Mediterráneo sería de nuevo apto para la navegación. Había que apresurarse para que cuando llegara uno de los socios catalanes, que venía desde Barcelona siguiendo la ruta terrestre por Perpiñán, Béziers, Aix y Niza, todo estuviera preparado.

En un pergamino habían copiado la lista de los esclavos, con sus precios y sus motes. Juan aparecía en ella como «Juan el Romano, traductor, lee y escribe árabe, griego y latín», y se había fijado su precio de venta de salida en treinta monedas de oro, una cantidad justa para un esclavo de sus características.

El socio catalán llegó a la casa de Escalpini mediada la tarde de un grisáceo día de abril. El genovés salió a recibirlo con su esposa a la puerta del edificio principal. El catalán, llamado Pau Ferrer, hijo de Jaume Ferrer, fue saludado con efusión por el dueño. Le invitó a pasar mientras le presentaba a su mujer y a su hijo. Dentro del edificio se sentaron en torno a una amplia mesa de madera sobre la que destellaba un león de oro, con ojos de rubíes, del tamaño de un recién nacido.

—Este león lo gané a los dados a un rico mercader veneciano en Rodas. Lo había comprado en Alepo a un comerciante iraní que le aseguró que se trataba del símbolo de los reyes de la antigua Persia. Es de oro macizo y pesa diez libras. Su valor es incalculable; sólo en monedas se podrían obtener no menos de mil. Pero contadme, mi joven amigo, ¿cómo se encuentra vuestro honorable padre?

—En un excelente estado —indicó el joven Ferrer; ambos hablaban en francés comerciAl-. Me ha encarecido que aceptéis esta cajita de plata como presente y que os transmita sus mejores deseos para vos, vuestra familia y vuestros negocios.

—Que en algunos casos son también los suyos —replicó Escalpini riendo—. En su carta me decía que iba enviar a uno de sus hijos. Vos sois todavía muy joven, debéis de ser un buen comerciante cuando vuestro padre os delega un negocio de tanta importancia.

—Mi padre confía plenamente en mí —señaló secamente Pau Ferrer.

—¡Claro, claro! Pero vayamos a nuestro asunto —dijo Escalpini—. ¡Oh, qué necio soy!, seguro que estáis cansado y necesitáis comer y reposar antes de hablar de negocios. He ordenado que os preparen la mejor de las habitaciones de la casa para que os encontréis tan cómodo como en vuestro propio hogar. Os quedaréis aquí, las fondas de esta ciudad no son muy recomendables.

—Os lo agradezco, señor Giovanni —asintió el joven Ferrer.

—En total, si se cumplen mis previsiones, sólo con los esclavos pueden obtenerse unos beneficios de cinco libras de oro, y a ellos habría que añadir las ganancias de las pieles, la seda y las piedras preciosas —asentó Escalpini.

Pau Ferrer estaba sentado al otro lado de la mesa, frente a un candelabro de plata de tres brazos sobre los que lucían tres cirios; la estancia estaba iluminada además por el fuego de una chimenea en la que crepitaban varios leños de madera de olivo. Vestía un jubón blanco y unos pantalones de cuero negro. Una larga melena de pelo castaño y lacio caía sobre sus hombros desde una cinta de cuero negro con la que se ceñía las sienes. Había descansado un par de horas y le habían servido una reconfortante merienda a base de sopa de cebolla y pan, tortas de sésamo, queso frito, mantequilla con miel, leche fresca y pastelitos de piñones y calabaza.

—Nueve libras —aseguró tajante Ferrer.

—¿Qué habéis dicho? —preguntó incrédulo Escalpini.

—He dicho nueve libras —recalcó Ferrer.

—¡Nueve libras! Nadie en toda Génova tiene tanto dinero —exclamó Escalpini.

—Los esclavos son la mercancía más valiosa que pueda venderse en al-Andalus. Los musulmanes españoles cambiarían todo cuanto poseen por un esclavo o una esclava de su gusto. Es una moda que han impuesto los príncipes de las taifas y que todo potentado que se precie debe imitar. Entre los musulmanes españoles, sino tienes al menos media docena de esclavos no eres nadie.

—¡Estupendo, estupendo! —añadió Escalpini. Los ojos del mercader genovés brillaban de codicia. Pau Ferrer extendió su mano para coger un vaso de fino cristal del Rin y lo acercó a sus labios sorbiendo un largo trago de rojo vino de Borgoña—. Es un tinto excelente. Me lo envía desde Chagny el mismo bodeguero que sirve al duque de Borgoña y al rey de Inglaterra. Me cuesta una pequeña fortuna pero es preciso mantener las apariencias. Un rico también debe parecerlo, ¿no creéis?

—Si es tan bueno como decís, es probable que coloquemos algunas partidas de este vino a muy buen precio. ¿Podríais conseguir algunas botellas? —preguntó Ferrer mientras contemplaba las irisaciones violáceas que el vino producía en las paredes cristalinas de su copa.

—Sí, claro, creo que puedo reunir tres o cuatro docenas, pero…

—Con eso bastará de momento —apostilló Ferrer.

En apenas dos días, trabajando sin descanso desde la salida a la puesta de sol, Pau Ferrer, con ayuda de un secretario y de dos criados que le habían acompañado desde Barcelona, cotejó y puso al corriente el inventario de mercancías que habían preparado los empleados Escalpini. En el almacén del puerto se apilaban cuarenta y cinco fardos de pieles de nutria, marta y lobo gris, dos cofrecillos de gemas preciosas, sacas de especias, cajas con frascos de perfumes y doce grandes rollos de seda. En un lateral del almacén, sentado en el suelo, dormitaba el medio centenar de esclavos, varios de ellos con grilletes en los pies.

Por la mañana, muy temprano, el capataz los había despertado a gritos y los había obligado a punta de fusta a vestirse y recoger todas sus cosas. A mediodía, tras recorrer Génova en reata, habían sido introducidos en el almacén donde se les había dado una rebanada de pan, un puñado de aceitunas y un pedazo de tocino seco.

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