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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El salón dorado (29 page)

El joven retrocedió ante la fuerza del impacto y la sor presa y con la mano en la mejilla golpeada esbozó una sutil sonrisa. Sus ojos castaños brillaban luminosos a la luz de las antorchas. Se dirigió hacia una mesa en la que había varias bandejas con pasteles y frutas, cogió uno relleno de crema y lo masticó lentamente sin dejar de admirar la belleza de la pelirroja. La escocesa enarcó las cejas al contemplar los manjares. Pau Ferrer se dio cuenta de ello enseguida y le ofreció un plato con pastelillos. Ingra dudó unos instantes, pero no resistió el aroma a violetas que desprendían y consumió varios de ellos con fruición.

Raptada de su aldea de la costa escocesa por piratas frisones siendo todavía una niña, Ingra había sido vendida en el mercado de Verdún, el más importante centro del comercio de esclavos de la Europa cristiana. Cuando cumplió los quince años sus formas infantiles se tornaron rotundas y su cuerpo frágil de niña se transformó en la formidable arquitectura femenina que encendía la pasión de cuantos hombres la contemplaban.

Su primer propietario, un rico hacendado de Dijon, la había tenido en su casa primero como criada y después como concubina. Durante una fiesta celebrada en su mansión, a la que asistió el duque Roberto de Borgoña, el rico propietario cometió el error de sentar a Ingra a su mesa, al lado de damas y nobles. La esposa del hacendado, despechada por la pasión de marido hacia la pelirroja, se encargó de hacer llegar a oídos del duque, cuya atracción por el sexo femenino era bien conocida, las excelencias amatorias de la escocesa. El de Borgoña, impresionado por la belleza y sensualidad de Ingra, le pidió a su vasallo que se la vendiera. Este alegó que no tenía precio y el duque se la quedó gratis.

Durante dos años fue la barragana del duque, un hombre maduro que superaba ampliamente los cuarenta, calvo y grueso, con fuertes ataques de gota debido al consumo casi exclusivo de carne e intensos dolores reumáticos por las largas campañas militares bajo el frío y la humedad de los bosques centroeuropeos.

A la muerte del duque, su hijo y heredero Enrique, un jovenzuelo tímido y caprichoso, de rasgos y gestos afeminados, sobre el que su madre la duquesa ejercía un dominio casi absoluto, ordenó por instigación materna la venta de Ingra. Un agente de Escalpini que realizaba la ruta comercial que desde Génova atravesaba los Alpes hacia Dijon y desde allí descendía por el valle del Aube hasta el corazón de la Champaña, a donde acudía regularmente todos los años para comerciar en sus afamadas ferias, la compró por una cantidad ridícula. Una vez en Génova, Escalpini también sucumbió a la belleza de Ingra y la retuvo durante tres años antes de enviarla a Barcelona para venderla. Ni siquiera el fabuloso cuerpo de la escocesa había sido capaz de vencer la inagotable codicia de Escalpini por el oro.

Ingra vio en Pau Ferrer a un hombre diferente a los tres que hasta entonces la habían violado. Era joven y apuesto, su sonrisa franca y limpia transmitía una sensación de tranquilidad y sosiego; sus ojos castaños la contemplaban con ansia, pero sin la sucia lascivia de sus anteriores dueños.

—No temas, no voy a forzarte —dijo Pau Ferrer en francés—; puedes volver con las demás esclavas si ese es tu deseo.

La escocesa se sintió desconcertada ante su joven dueño. Hasta ahora nadie la había respetado así. Sus tres amantes anteriores la habían colmado de regalos que después había perdido, pero siempre la habían tratado como un mero objeto de placer, sólo un espléndido cuerpo en el que apagar su lujuriosa sed de sexo. Aquel catalán la miraba de forma distinta. Era cierto que la había hecho venir a su casa para poseerla, pero no lo era menos que la actitud de la muchacha, rechazándole con un golpe, le había hecho cambiar de opinión. Si ella se resistía, Pau Ferrer no la obligaría a ser su amante.

—Perdonad la bofetada, mi señor —se excusó Ingra.

La muchacha se acercó al mercader y le cogió su mano derecha llevándosela a su seno. Los dedos de Pau Ferrer se asieron con fuerza en torno a aquel maravilloso pecho, terso y moldeado como una roca lamida siglo tras siglo por el agua. Los dos jóvenes se abrazaron bajo la luz anaranjada y cálida que inundaba el patio y se besaron, al principio lentamente y después como si en ello les fuera la vida. Ingra sintió por primera vez que su cuerpo vibraba de placer cuando Pau Ferrer entró en ella.

El frescor de la madrugada despertó al mercader catalán, que yacía tumbado en la litera sobre una colcha de terciopelo azul. La pelirroja dormía plácidamente a su lado, con la cabeza recostada entre dos almohadas de raso. Su roja cabellera destellaba irisaciones cobrizas y su cuerpo lechoso y ebúrneo se perfilaba como esculpido en blanquísimo mármol. Se habían amado varias veces durante toda la noche hasta quedar rendidos por el sueño y el placer. Pau Ferrer sonrió al contemplar el cuerpo de la que había sido su amante y la cubrió con suavidad para evitar despertarla.

—¡Ni hablar! ¿Te has vuelto loco? ¿Sabes el dinero que podemos ganar con una mujer como ésa? No te la puedes quedar —Jaume Ferrer agitaba la cabeza a uno y otro lado a la vez que iba y venía por su despacho en las oficinas de la compañía.

—Pero, padre —se excusó Pau Ferrer—, yo…

—¿Tú? ¿Acaso te crees enamorado porque has gozado de ella una noche? Te has encaprichado con esa pelirroja y eso es peligroso para un hombre como tú. Dentro de unos años heredarás esta compañía, para entonces puede que seamos la primera del condado; a tu lado hará falta una mujer de nuestra clase, e incluso la hija de algún noble venido a menos que aporte el título de su linaje a nuestro apellido. Siempre he querido para ti lo mejor. Eres mi primogénito y sin duda el más válido de mis hijos; no quiero que te pierdas por la pasión de una mujer que ha sido gozada en las camas de media Europa —Jaume Ferrer hizo un pequeño alto y más calmado continuó—. Dentro de una semana fletaremos una nao hacia Mallorca con un cargamento de lana fina, vino y lingotes de hierro; tú mandarás la expedición. Simeón te pondrá al corriente de todo. Es probable que varios días lejos de esa mujer te hagan reflexionar y se te olvide el influjo de su hechizo. Hasta entonces haz lo que te plazca, no voy a evitarlo.

Pau Ferrer acató de mala gana la orden de su padre, pero hasta la partida del viaje a las islas gozó intensamente de Ingra. Fueron seis días y seis noches de amor bajo los arcos del pequeño patio de la casona de piedra, solos entre las rosas y los jacintos.

—A mi vuelta intentaré convencer de nuevo a mi padre para que te acepte; es un buen hombre y cederá. Entre tanto no dejes de pensar en mí. Las Baleares están cerca, apenas a dos días de viaje. No creo que tarde más de una semana en regresar —le había musitado la última noche Pau Ferrer a su ardiente amante, tumbados en la litera, con el cielo y las estrellas sobre sus cabezas.

—Intentó salvar el barco, señor, pero la fuerza del viento era colosal. Nunca se había visto una tempestad semejante a fines de mayo en la bahía de Mallorca, nunca. Fue repentina: una inmensa nube se formó sobre la sierra de Alfabia y a los pocos minutos un huracán se cebó con varios barcos que navegaban por las hasta entonces apacibles aguas de la bahía. Vuestro hijo peleó contra la tormenta como un león. Desde lo alto del faro podíamos ver sus gestos ordenando a los marineros lo que debían hacer. Una enorme ola, surgida de lo más profundo del mar, arrastró a la nave contra el acantilado. Al día siguiente recogimos los cadáveres entre las rocas y en las playas. Los árabes de Mallorca dicen que ha ocurrido por los designios del destino; ellos nunca viajan el 28 de mayo porque la luna baja a la casa de Escorpión, lo que es signo de mal agüero —Borrel de Santa Fe, un mozárabe que actuaba en la ciudad de Mallorca como agente de la compañía de Ferrer y Escalpini, narraba así a Jaume Ferrer el naufragio de la Golondrina Veloz, la nao en la que el viejo comerciante catalán había ordenado embarcar a su hijo rumbo a Baleares.

—No debí obligarle a hacer lo que no quería, y todo por esa maldita mujer de cabellos rojos. En cuanto la vi supe que nada bueno podía esperarse de ella: una hembra así obnubila la mente de cualquier hombre y ofusca su voluntad. Destruirá a cualquiera que ose acercársele. Con razón hay quienes sostienen que las pelirrojas son todas brujas.

El desalentado mercader lloraba como un niño sobre su mesa de madera de haya, con la cabeza hundida entre sus brazos, sollozando amargamente la muerte del hijo más querido, aquel en quien había depositado todas sus esperanzas. La vida tenía ahora menos sentido.

Juan pudo gozar en aquellos días de la visión, periódica aunque por breves instantes, de Helena. A media mañana los esclavos eran conducidos a una explanada ubicada detrás de los almacenes de la compañía, cercada por altos muros de tapial y siempre vigilados por guardianes con enormes mastines. Al aire libre, los cabellos de la joven eslava brillaban a plena luz como el oro. Sus miradas no tardaron en cruzarse. Al principio apenas las aguantaban unos instantes y uno de los dos cambiaba deprisa de dirección, pero poco a poco fueron durando más y más tiempo, hasta enlazar sus ojos durante largos momentos, como intentando comunicar con la mirada lo que no podían decir con palabras.

—¡El hijo del amo ha muerto! —anunció uno de los criados a los que custodiaban a los esclavos.

Entre ellos se produjo un cierto revuelo. Ingra, que había regresado a los almacenes a la partida de Pau Ferrer hacia Mallorca, entendió con claridad lo que aquel hombre gritaba. Su cabeza pareció romperse por dentro y sus piernas flaquearon; Helena, que había entablado amistad con ella, la ayudó a sostenerse para no caer.

—Era mi esperanza, mi amor, mi amor… —murmuró la joven escocesa en una lengua que Helena no entendía.

Aprovechando el revuelo que se formó entre los guardias, Juan se acercó a las dos jóvenes bellezas y les dijo en eslavo:

—Me llamo Juan, soy eslavo, de la tribu de los polianos; nací hace casi diecisiete años en Bogusiav, una aldea al sur de la gran ciudad de Kiev. ¿Podéis entenderme?

—Yo soy Helena, de la tribu de los uluces, de la aldea de Ingulets, en el bajo Dniéper. Fui raptada por los turcos cumanos hace ya dos años. La joven del pelo rojo se llama Ingra y es del norte, no conoce nuestro idioma —contestó la muchacha de cabellos de oro.

—Han dicho que el hijo del dueño de todo esto ha muerto en un naufragio —señaló Juan.

—Lo he comprendido —repuso Helena—. Ingra está muy afectada por eso.

La joven pelirroja se sentó en el suelo con la ayuda de Helena y Juan; en ese momento las manos de los dos jóvenes eslavos se rozaron.

Los guardias se repusieron enseguida del revuelo y ordenaron a los esclavos que volvieran a agruparse por sexos. Sabedores de que la bella escocesa había sido en los últimos días la amante del hijo muerto del dueño, todas las miradas confluían en ella. Helena la consolaba con dulces palabras que Ingra no podía entender, pero cuyo tono suave y cadencioso la reconfortaba.

Durante la semana siguiente a la muerte de Pau Ferrer los esclavos pudieron pasear por la explanada cercada sin apenas cortapisas. Nada más salir al exterior eran obligados a caminar durante dos horas dando vueltas dentro del recinto tapiado. Cuando finalizaba la obligada caminata, Helena, Ingra y Juan se sentaban siempre juntos, cerca de una de las tapias, o seguían paseando en grupo de manera relajada. Ingra, además de su extraña lengua materna, hablaba francés y algo de italiano; gracias a ello, Juan, que en Roma había aprendido italiano y francés, podía hacer de intérprete entre las dos muchachas.

Los tres jóvenes se relataron sus peripecias y se descubrieron sus temores y sus sentimientos. Juan estaba radiante y no le importaba que su amistad con aquellas dos bellezas le hiciera centro de burlas y chanzas por parte de los demás esclavos varones y de los guardianes, que bien a su pesar cumplían la orden tajante del patrón para que no se molestara a ninguna de las muchachas.

3

Aquella mañana no salieron a la explanada. Como era habitual, unos criados trajeron el desayuno, una olla con un insípido guiso de nabos, zanahorias y entrañas de cerdo y de cordero y varias hogazas de pan. Los esclavos se servían ellos mismos con una escudilla de madera que cada uno guardaba en su catre. Juan comenzó a ponerse nervioso; las horas pasaban y la puerta que le llevaba todas las mañanas y todas las tardes hasta Helena e Ingra permanecía cerrada. El húmedo calor de finales de la primavera se hacía mucho más asfixiante dentro del almacén. Por fin, la puerta se abrió y uno de los guardias conminó a los esclavos a salir.

—Vuestra estancia en Barcelona ha terminado —anunció el secretario judío de Ferrer—. Mañana partiréis en una caravana hacia Zaragoza. La mayoría tenéis ya un comprador asignado desde hace meses. Nuestros agentes en la capital de la Marca Superior se han preocupado de buscaros un dueño que os dé de comer. El viaje dura diez días. Se os proporcionarán a cada uno unas sandalias, una manta, un saquillo con almendras y avellanas y una cantimplora.

Juan comprendió entonces el porqué de aquellas caminatas alrededor de la explanada: estaban fortaleciendo sus piernas para poder aguantar el largo viaje a pie.

Delante de los almacenes se formó la enorme caravana que en unos instantes se dirigiría hacia Zaragoza. Varios mercaderes catalanes, castellanos y zaragozanos, judíos, cristianos y musulmanes se habían asociado para financiar la expedición. Cada vez eran más frecuentes este tipo de sociedades efímeras ante los peligros que para una pequeña caravana constituían los caminos atestados de bandidos y de nobles que se dedicaban al pillaje.

La colorista comitiva la formaban no menos de cien hombres, unos doscientos animales de carga, varios mastines entrenados para vigilar a los esclavos y pelear con los lobos si fuera necesario y cincuenta carromatos de distintos tipos y tamaños. Entre los comerciantes cristianos el uso de carros para el transporte era frecuente, mientras que los musulmanes preferían cargar las mercancías directamente en alforjas sobre los lomos de sus resistentes acémilas. En el centro de la formación se colocaron las reatas de esclavos, atados por la cintura unos a otros, salvo las mujeres jóvenes y bellas, que para evitar que el sol las tostase en demasía o que se estropearan sus valiosos cuerpos, con lo que perderían valor en el mercado, viajaban en un carromato cubierto con un toldo de lona amarillenta. Dos docenas de jinetes armados con cotas de malla y tiras de madera, casco metálico, lanza de madera con punta acerada, espada larga y escudo de cuero y tablillas de roble protegían el convoy.

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